—Pues al menos he captado un hecho que a usted parece costarle mucho pillar —replicó Lestrade, algo acalorado.
—¿Y cuál es?
—Que el señor McCarthy, padre, halló la muerte a manos del señor McCarthy, hijo, y que todas las teorías en contra no son más que puras pamplinas, cosa de lunáticos.
—Bueno, a la luz de la luna se ve más que en la niebla —dijo Holmes, echándose a reír—. Pero, o mucho me equivoco, o eso de la izquierda es la granja Hatherley.
—En efecto.
Era un edificio amplio, de aspecto confortable, de dos plantas, con tejado de pizarra y grandes manchas amarillas de liquen en sus paredes grises. Sin embargo, las persianas bajadas y las chimeneas sin humo le daban un aspecto desolado, como si aún se sintiera en el edificio el peso de la tragedia. Llamamos a la puerta y la doncella, a petición de Holmes, nos enseñó las botas que su señor llevaba en el momento de su muerte, y también un par de botas del hijo, aunque no las que llevaba puestas entonces. Después de haberlas medido cuidadosamente por siete u ocho puntos diferentes, Holmes pidió que le condujeran al patio, desde donde todos seguimos el tortuoso sendero que llevaba al estanque de Boscombe.
Cuando seguía un rastro como aquel, Sherlock Holmes se transformaba. Los que solo conocían al tranquilo pensador y lógico de Baker Street habrían tenido dificultades para reconocerlo. Su rostro se acaloraba y se ensombrecía. Sus cejas se convertían en dos líneas negras y marcadas, bajo las cuales relucían sus ojos con brillo de acero. Llevaba la cabeza inclinada hacia abajo, los hombros encorvados, los labios apretados y las venas de su cuello largo y fibroso sobresalían como cuerdas de látigo. Los orificios de la nariz parecían dilatarse con un ansia de caza puramente animal, y su mente estaba tan concentrada en lo que tenía delante que toda pregunta o comentario caía en oídos sordos o, como máximo, provocaba un rápido e impaciente gruñido de respuesta. Fue avanzando rápida y silenciosamente a lo largo del camino que atravesaba los prados y luego conducía a través del bosque hasta el estanque de Boscombe. El terreno era húmedo y pantanoso, lo mismo que en todo el distrito, y se veían huellas de muchos pies, tanto en el sendero como sobre la hierba corta que lo bordeaba por ambos lados. A veces, Holmes apretaba el paso; otras veces, se paraba en seco; y en una ocasión dio un pequeño rodeo, metiéndose por el prado. Lestrade y yo caminábamos detrás de él: el policía, con aire indiferente y despectivo, mientras que yo observaba a mi amigo con un interés que nacía de la convicción de que todas y cada una de sus acciones tenían una finalidad concreta.
El estanque de Boscombe, una pequeña extensión de agua de unas cincuenta yardas de diámetro, bordeado de juncos, está situado en el límite entre los terrenos de la granja Hatherley y el parque privado del opulento señor Turner. Por encima del bosque que se extendía al otro lado podíamos ver los rojos y enhiestos pináculos que señalaban el emplazamiento de la residencia del rico terrateniente. En el lado del estanque correspondiente a Hatherley el bosque era muy espeso, y había un estrecho cinturón de hierba saturada de agua, de unos veinte pasos de anchura, entre el lindero del bosque y los juncos de la orilla. Lestrade nos indicó el sitio exacto donde se había encontrado el cadáver, y la verdad es que el suelo estaba tan húmedo que se podían apreciar con claridad las huellas dejadas por el cuerpo caído. A juzgar por su rostro ansioso y sus ojos inquisitivos, Holmes leía muchas otras cosas en la hierba pisoteada. Corrió de un lado a otro, como un perro de caza que sigue una pista, y luego se dirigió a nuestro acompañante.
—¿Para qué se metió usted en el estanque? —preguntó.
—Estuve de pesca con un rastrillo. Pensé que tal vez podía encontrar un arma o algún otro indicio. Pero ¿cómo demonios...?
—Tch, tch. No tengo tiempo. Ese pie izquierdo suyo, torcido hacia dentro, aparece por todas partes. Hasta un topo podría seguir sus pasos, y aquí se meten entre los juncos. ¡Ay, qué sencillo habría sido todo si yo hubiera estado aquí antes de que llegaran todos, como una manada de búfalos, chapoteando por todas partes! Por aquí llegó el grupito del guardés, borrando todas las huellas en más de dos metros alrededor del cadáver. Pero aquí hay tres pistas distintas de los mismos pies —sacó una lupa y se tendió sobre el impermeable para ver mejor, sin dejar de hablar, más para sí mismo que para nosotros—. Son los pies del joven McCarthy. Dos veces andando y una corriendo tan aprisa que las puntas están marcadas y los tacones apenas se ven. Esto concuerda con su relato. Echó a correr al ver a su padre en el suelo. Y aquí tenemos las pisadas del padre cuando andaba de un lado a otro. ¿Y esto qué es? Ah, la culata de la escopeta del hijo, que se apoyaba en ella mientras escuchaba. ¡Ajá! ¿Qué tenemos aquí? ¡Pasos de puntillas, pasos de puntillas! ¡Y, además, de unas botas bastante raras, de puntera cuadrada! Vienen, van, vuelven a venir... por supuesto, a recoger el abrigo. Ahora bien, ¿de dónde venían?
Corrió de un lado a otro, perdiendo a veces la pista y volviéndola a encontrar, hasta que nos adentramos bastante en el bosque y llegamos a la sombra de una enorme haya, el árbol más grande de los alrededores. Holmes siguió la pista hasta detrás del árbol y se volvió a tumbar boca abajo, con un gritito de satisfacción. Se quedó allí durante un buen rato, levantando las hojas y las ramitas secas, recogiendo en un sobre algo que a mí me pareció polvo y examinando con la lupa no solo el suelo sino también la corteza del árbol hasta donde pudo alcanzar. Tirada entre el musgo había una piedra de forma irregular, que también examinó atentamente, guardándosela luego. A continuación siguió un sendero que atravesaba el bosque hasta salir a la carretera, donde se perdían todas las huellas.
—Ha sido un caso sumamente interesante —comentó, volviendo a su forma de ser habitual—. Imagino que esa casa gris de la derecha debe ser el pabellón del guarda. Creo que voy a entrar a cambiar unas palabras con Moran, y tal vez escribir una notita. Una vez hecho eso, podemos volver para comer. Ustedes pueden ir andando hasta el coche, que yo me reuniré con ustedes enseguida.
Tardamos unos diez minutos en llegar al coche y emprender el regreso a Ross. Holmes seguía llevando la piedra que había recogido en el bosque.
—Puede que esto le interese, Lestrade —comentó, enseñándosela—. Con esto se cometió el asesinato.
—No veo ninguna señal.
—No las hay.
—Y entonces, ¿cómo lo sabe?
—Debajo de ella, la hierba estaba crecida. Solo llevaba unos días tirada allí. No se veía que hubiera sido arrancada de ningún sitio próximo. Su forma corresponde a las heridas. No hay rastro de ninguna otra arma.
—¿Y el asesino?
—Es un hombre alto, zurdo, cojea un poco de la pierna derecha, lleva botas de caza con suela gruesa y un capote gris, fuma cigarros indios con boquilla y lleva una navaja mellada en el bolsillo. Hay otros indicios, pero estos deberían ser suficientes para avanzar la investigación.
Lestrade se echó a reír.
—Me temo que continúo escéptico —dijo—. Las teorías están bien, pero nosotros tendremos que vérnoslas con un tozudo jurado británico.
—Nous verrons —respondió Holmes muy tranquilo—. Usted siga su método, que yo seguiré el mío. Estaré ocupado esta tarde y probablemente regresaré a Londres en el tren de la noche.
—¿Dejando el caso sin terminar?
—No, terminado.
—¿Pero el misterio...?
—Está resuelto.
—¿Quién es, pues, el asesino?
—El caballero que le he descrito.
—Pero ¿quién es?
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