Volvió al escritorio. ¿Qué haría él si le atacaran con un palo? Intentaría defenderse, huir, incluso contraatacar. El muerto de las fotos parecía como si se hubiera caído igual que un árbol talado. No había muestras de que hubiera habido una pelea, ni rasguños ni ropa rasgada. El ataque debía de estar planeado y se habría hecho por la espalda. De ahí que tuviera los brazos y piernas estirados y la camiseta subida.
Fue así: el homicida intentó deshacerse de Benjamin. Cuando estaba intentando trasladar el cuerpo por los pies hacia el río, se le subió la camiseta. Quizás que el estudiante estuviera todavía vivo. A lo mejor el asesino quería arrastrarlo por el terraplén del Nidda y meterle la cabeza en el agua para ahogarle. Después le tiraría al río. La policía llegaría a la conclusión, tras la autopsia de que el golpe en la cabeza sería el resultado de un golpe que se dio en el río, se desmayó y se ahogó.
El autor del delito quería que este asesinato pasara por un accidente. Pero no consiguió trasladar el cuerpo hasta el río.
Algo había interrumpido su plan.
Olaf se despertó con un pinchazo en la cabeza. Como siempre que le estaba dando vueltas a algún tema, justo antes de dormir, convirtiéndose la noche en una lucha contra sus propios pensamientos.
Lo que se encontró delante de sus narices en la cocina tampoco era mucho mejor
“¡Dios mío! ¿Quién te ha hecho eso?”
Tobías estaba sentado con la cabeza delante de una caja de muesli. Lo que en circunstancias normales sería una cuidada barba de tres días, a él, en cambio, le daba un aspecto de vagabundo. Probablemente esa impresión tenía que ver con el enorme moratón que tenía debajo del ojo derecho.
“Ya está bien.” Como siempre Tobías no se quería dejar ayudar y ni siquiera quería escuchar comentarios indulgentes por parte de su padre. Obcecado, metió la cuchara de muesli en la boca.
“¿Has tenido algún accidente en el trabajo?” Olaf lo dijo con todo el tacto del mundo. No podía atosigar a su hijo.
Tobías resopló irritado. “Prefiero decir que un chulo me ha dado una hostia en la cara.”
Olaf se sentó a su lado, en la mesa. “Con la pinta que tiene ese ojo, te has debido llevar un buen golpe.”
Tobías asintió lentamente con la cabeza, pero no se le vio ninguna intención de contar nada. Todavía tenía puesto el pijama, por lo que se podría pensar que estaba enfermo y que solamente se había levantado para tomar una manzanilla y una tostada.
Olaf suspiró. “¿Es tu jefe tan malo como parece?”
Tobías se encogió de hombros. “Holger es el que me envió allí”
“¿Dónde el chulo?”
Por primera vez, desde que Olaf entró en la cocina, Tobías le miró. “Me envió a ese puticlub del barrio de la estación para recabar información.”
Olaf comprendió todo. Su compañero de trabajo le envió solo a los bajos fondos del barrio chino. ¿Pero cómo es posible que se mande a un chico joven sin protección a investigar a tipos tan peligrosos? Seguramente se trataba de una especie de humillación, para dejarle bien claro de una manera dolorosa que no se le había perdido nada en la brigada de investigación criminal. Si su hijo fuera menor de edad, le habría cantado las cuarenta a ese Holger y se habría ocupado de montar un gran follón. Pero hace tiempo que Tobías ya no era un niño, ni la Policía era el colegio. Tenía que hacerse valer en su trabajo él solo. Necesitaba tener algún éxito, de esa manera sus compañeros de trabajo le aceptarían y podría empezar a confiar en sus propias capacidades. Y justo en ese punto le podía echar una mano su papá. Olaf, Gottfried y el virus: aclararían el asesinato, reunirían pruebas que incriminaran al asesino y se lo enviarían discretamente a Tobías. Tobías sería el policía que tendría la información decisiva, el hombre que probaría la culpabilidad del asesino. Él completamente solo. Sus compañeros se morirían de envidia y por fin sería reconocido como un funcionario de investigación criminal competente.
Apenas había salido Tobías por la puerta de la casa, cuando Olaf ya estaba marcando el teléfono de Gottfried.
“¿Has visto las fotos de la escena del crimen?”
“Se podría pensar que alguien dejó al muerto en el camino de forma intencionada.”
Olaf tendría que acostumbrarse a que la voz de Gottfried sonara un tono más alto que antes. Le hizo un breve resumen de lo que había descubierto en las fotos y a qué conclusiones había llegado.
“Suena bastante verosímil” dijo Gottfried “y no tiene ninguna pinta de que sea un caso de ajuste de cuentas por deudas.”
“Con lo cual tenemos un indicio más de que la policía está equivocada con su teoría de cobro de deudas” concluyó Olaf.
“Creo que se trata de alguien que nunca había matado a nadie.”
“Pero con un instinto asesino lo suficientemente desarrollado como para tenderle una trampa al chaval y darle deliberadamente con un palo en la cabeza.”
“Tengo que colgar” – dijo Gottfried de repente – “Mi vuelo sale a las doce y todavía no he hecho la maleta.”
Del viaje de negocios a San Francisco, Olaf no se había vuelto a acordar. Hacer un viaje tan largo en esas circunstancias. Pero Gottfried no sería Gottfried si se quedara en casa, en la cama por un cáncer. Seguro que había planificado todo un tour por los restaurantes gourmets con Phil, con el que casi siempre quedaba cuando viajaba.
“¿Seguro que resolveremos el caso juntos, Mister Stringer?”
“¡Descarado, Miss Marple!” La respuesta fue inmediata y tajante “Te llamo cuando esté en la puerta de embarque.”
La cola en la zona de control no era larga. Gottfried tendría tiempo después de tomar alguna cosita. Sonrió cuando se acordó de Olaf. ¡Vaya cencerro que estaba hecho! Olaf era el único padre en el mundo entero que le había colocado un virus al teléfono de su hijo ¡y además siendo un antiguo experto en ciberseguridad de un consorcio internacional! Podría citar todas las leyes que se había saltado, aunque fuera el móvil de su hijo. O precisamente por eso. A Gottfried no se le ocurriría jamás cometer tal abuso de confianza.
Se quitó el cinturón de las trabillas. Ya estaba en la cola del control de seguridad. El hecho de que el móvil fuera de un policía, al que lo estuviera espiando, hacía que el asunto fuera más delicado. ¿Qué consecuencias tendría si le pillaran?
La llegada a la estricta cinta del control de seguridad acabó con las cavilaciones de Gottfried. Lo que seguía ahora era el rígido ritual, gracias al cual la aviación se presuponía que era más segura: el control de seguridad. Gottfried dejó encima de la cinta, dentro de una bandeja de plástico, todo lo que pudiera ser metálico. Y la ceremonia seguía: poner el equipaje de mano encima de la cinta, abrir la cremallera para sacar el portátil. La mayoría de las veces ya estaba listo, antes de que el empleado de seguridad le dijera “¿lleva algún portátil?” No había abierto todavía la cremallera cuando escuchó “Do you have a laptop?”. El tono sajón no sonaba muy “ sajón” , por así decirlo.
No hacía mucho, unos periodistas habían logrado pasar armas por los controles, cosa que había levantado cierto revuelo. Estaba claro que las personas inteligentes podían lograrlo. Así que los controles de seguridad atraparían solo a terroristas estúpidos.
Gottfried colocó en la cinta la bolsa transparente con la crema de dientes y la loción de afeitado. Después tenía que pasar por el control del escáner corporal: los brazos extendidos con humildad hacia el cielo hasta que se abriera la puerta de plástico para depositarlo de nuevo en este mundo. Hoy le había agotado más mantener los brazos hacia arriba. Una persona del servicio de control le indicó que no se moviera constantemente, primero en alemán y después en un balbuceante inglés. Le temblaban los brazos y parecía que pesaban toneladas. Finalmente se abrió la puerta y un controlador, con una expresión de pocos amigos, le pidió que le acompañara para someterle a otro control. Cacheado por delante, cacheado por detrás, zapatos fuera y esperar a que los zapatos pasaran por el escáner.
Читать дальше