Juan Luis González García - Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro

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Dada la voluntad de difusión y acción eficaz que hizo ostensible la religiosidad del Siglo de Oro, puede entenderse naturalmente su fascinación por los instrumentos audiovisuales de adoctrinamiento y la función óptica de la comprensión. El acto de ver o mirar una pintura devota no era simplemente algo que le sucedía a la obra después de su ejecución por parte del artista, sino que ésta había sido creada para portar un mensaje distintivo e impactar en la imaginación. Enfatizar precisamente esta función comunicativa del cuadro, que está más allá de la mera experiencia estética, es un modo de equiparar imagen y oratoria. De hecho, este libro confirma que la retórica puede ayudar a determinar hasta qué punto las ideas tomadas de la elocuencia sagrada influyeron sobre los modos de ver en la Alta Edad Moderna hispánica, y cómo la percepción visual del público condicionó la predicación contemporánea.
Las conclusiones abren novedosas y enriquecedoras vías para la comprensión del arte y la cultura visual del Siglo de Oro, atestiguando, por un lado, una relación cierta entre los tratados españoles de pintura de la época y la oratoria clásica, y, por otro, afirmando la existencia de una teoría «española» de la imagen sagrada en los textos de predicación y espiritualidad de la época.

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Alcance cultural de la retórica en el Renacimiento

La rhetorica recepta y el descubrimiento de los manuscritos

Durante la Edad Media, las fuentes básicas para la teoría general de la retórica fueron De inventione y Ad Herennium, acaso los escritos latinos más ampliamente usados de todos los tiempos. Ambos principian lo que se ha denominado rhetorica recepta [64]o corpus «autorizado» de oratoria clásica, formado por estas dos obras junto con los discursos de Cicerón y las Institutionis oratoriae de Quintiliano –desde el siglo VI difundidas solamente a través de resúmenes, extractos o copias mutiladas–. La invención retórica y la Retórica a Herenio constituían parte del currículo básico del trívium en las escuelas y academias medievales. Cicerón era entonces conocido casi exclusivamente en su faceta moralizadora (i. e., De officiis); sus escritos retóricos de madurez no fueron glosados ni comentados, mientras que sus discursos recibieron sólo una atención marginal, principalmente a través de antiguos scholia [65]. Todavía menos circularon las fuentes de oratoria griega, salvo la Retórica de Aristóteles –hasta finales del siglo XIV tenida por apéndice de la Poética y leída como un texto de ética y psicología–, y la pseudo-aristotélica Rhetorica ad Alexandrum.

Reducida a cuestiones lingüísticas y enciclopédicas, la retórica clásica pervivió como rama auxiliar de la gramática y materia de aprendizaje en las escuelas monásticas. Simplificada y cristianizada, sufrió una parcelación en campos discursivos muy concretos (ars poeticae, ars dictaminis, ars praedicandi), ramificándose y apenas logrando entidad como objeto unitario de estudio. A partir de los siglos XI-XII, las artes praedicandi, una adaptación práctica de la elocuencia grecolatina a las nuevas necesidades del clero regular, renovaron y reconectaron la retórica con los saberes grecorromanos. Los monasterios dejaron paso a las universidades, donde se valoraba un conocimiento más profundo de la técnica oratoria para defender o atacar tesis con agudos razonamientos dialécticos.

Con los inicios del humanismo resurgió la antigua disputa entre retórica y filosofía. La elocuencia se oponía a la intelectualidad abstracta de la escolástica, a la que se criticaba por no poder comunicar verdades importantes con un efecto persuasivo. A diferencia de ésta, carente de consecuencias útiles, la retórica tenía un efecto determinante en los sucesos, en el comportamiento de la gente, y presuponía un conocimiento global de los asuntos concernientes al hombre en la política y en otros campos de decisión, en la «vida real», tal como griegos y romanos habían observado [66]. Hubo humanistas que, comenzando por Francesco Petrarca, encontraron y debatieron problemas genuinamente filosóficos ligados a su función de retóricos. En un capítulo del De remediis utriusque fortunae (ca. 1360-1366) –su más extenso manifiesto artístico y el de mayor longitud de todo el Trecento– titulado «De la eloquencia», proponía conjugar la filosofía con la retórica: «ninguno puede ser verdadero orador […] sino es varon perfecto: y en siendo esto luego es sabio» [67]. Petrarca admiraba enormemente a Cicerón, a quien consideraba «el gran padre de la elocuencia romana» [68]. Para él personalizaba el ideal del rhetor-filósofo, el pensador y el hombre de acción, el orador eficaz y, por tanto, el «ciudadano eficaz». «Tenía –afirmará en 1350– los corazones de los hombres en sus manos; gobernaba su auditorio como un rey» [69]. El propio estudioso contribuyó a la difusión de las obras de Tulio con su hallazgo del manuscrito del Pro Archia poeta en Lieja (1333) y varias epístolas familiares en Verona (1345).

El (re)descubrimiento de los manuscritos «perdidos» de Cicerón y Quintiliano configura uno de los episodios fundacionales del Renacimiento. Aunque el texto íntegro de la obra quintilianea sólo fue localizado y estudiado en el siglo XV, existen fundadas sospechas de que, a finales de la centuria precedente, en España ya se disponía de una versión completa de las Instituciones en algunos ambientes eruditos [70]. Sea como fuere, la identificación del tratado de Quintiliano por parte del secretario papal Poggio Bracciolini en 1416, en la abadía suiza de San Galo –que siguió a varios discursos ciceronianos encontrados por él un año antes en el monasterio de Cluny–, no pudo producirse en un momento más oportuno. La excitación que le supuso el descubrimiento, de la cual hay testimonios, parece real y no un recurso literario, y dio satisfacción a un interés que arrancaba de Petrarca y Giovanni Boccaccio [71]. A finales del cuatrocientos, Nebrija o Juan del Encina no dudaban ya en apelar a las autorizadas opiniones del viejo paisano de Calahorra, que enseguida se convertirían en la fuente principal de la pedagogía renacentista. Respecto a Cicerón, en 1421 Gherardo Landriani, obispo de Lodi (cerca de Milán), descubrió en el archivo de su catedral un manuscrito con el De oratore –hasta entonces sólo conocido en codices mutili–, el Brutus y el Orator, que fue rápidamente diseminado en copias [72].

Occidente accedió al corpus de la literatura retórica griega sobre todo a través de traducciones. Los humanistas conocieron así no sólo a Hermógenes de Tarso, auténtico pilar de la oratoria bizantina, sino también al Pseudo-Longino, a Dionisio de Halicarnaso y a otros autores menores, y, lo que es más importante, la Retórica de Aristóteles comenzó a ser apreciada y estudiada más como obra de elocuencia que de filosofía moral. La principal aportación de la retórica helenística a la Europa del humanismo fue una preocupación mayor por las cuestiones del estilo. A los anteriores tratados se añadieron los discursos: todos los oradores áticos –especialmente Lisias, Isócrates y Demóstenes– y algunos rétores tardíos, como Dión de Prusa, fueron asimismo traducidos, leídos e imitados [73].

Sólo en el Renacimiento europeo se cuentan unos seiscientos autores de textos de retórica entre ediciones, comentarios y obras nuevas. Se publicaron en torno a dos mil títulos entre 1453 –edición de la Biblia de Gutenberg– y 1700, y de cada uno se hicieron tiradas de entre doscientos cincuenta y mil ejemplares: un vasto y casi inexplorado tesoro de información. En incunables pueden cifrarse más de mil. Si cada copia fue leída por entre uno o varias docenas de lectores (que lo empleasen, por ejemplo, como manual en las escuelas o en la universidad), en la Europa de la Edad Moderna debió haber varios millones de personas con conocimientos reales de retórica. Entre éstos se contaron muchos de reyes, príncipes y nobles; papas, cardenales, obispos, frailes y clérigos ordinarios; profesores y maestros, estudiantes, escribanos, abogados, historiadores, poetas, dramaturgos y artistas [74].

Retórica y educación en España: el foco precursor complutense

Hace mucho que la oratoria dejó de ser materia pedagógica corriente en el mundo occidental, pero durante más de dos mil años enseñó a producir literatura culta oral y escrita. El sistema didáctico grecolatino es la causa de que el arte literario descansara sobre la retórica escolar hasta las postrimerías de la Edad Moderna. En el Alto Imperio floreció el estudio teórico de la oratoria. La práctica se adquiría en el foro, lugar de aprendizaje de las leyes y la administración de justicia; llegar a ser abogado era el deseo de todo ciudadano que ansiara el honor. Los maestros que adiestraban en retórica gozaban de gran estima, y lo mejor de la juventud romana frecuentaba sus aulas. Este entusiasmo por el aprendizaje de las artes liberales pasó a los territorios romanizados. Los oradores españoles –Marco Porcio Catón, Lucio Anneo Séneca y Quintiliano– llegaron a formar escuela y su estilo, un tanto enfático, se impuso en la misma Roma.

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