Juan Luis González García - Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro

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Dada la voluntad de difusión y acción eficaz que hizo ostensible la religiosidad del Siglo de Oro, puede entenderse naturalmente su fascinación por los instrumentos audiovisuales de adoctrinamiento y la función óptica de la comprensión. El acto de ver o mirar una pintura devota no era simplemente algo que le sucedía a la obra después de su ejecución por parte del artista, sino que ésta había sido creada para portar un mensaje distintivo e impactar en la imaginación. Enfatizar precisamente esta función comunicativa del cuadro, que está más allá de la mera experiencia estética, es un modo de equiparar imagen y oratoria. De hecho, este libro confirma que la retórica puede ayudar a determinar hasta qué punto las ideas tomadas de la elocuencia sagrada influyeron sobre los modos de ver en la Alta Edad Moderna hispánica, y cómo la percepción visual del público condicionó la predicación contemporánea.
Las conclusiones abren novedosas y enriquecedoras vías para la comprensión del arte y la cultura visual del Siglo de Oro, atestiguando, por un lado, una relación cierta entre los tratados españoles de pintura de la época y la oratoria clásica, y, por otro, afirmando la existencia de una teoría «española» de la imagen sagrada en los textos de predicación y espiritualidad de la época.

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La verdadera elocuencia, sin embargo, según la preceptiva del Siglo de Oro, sólo podía derivar de la unión armónica entre sabiduría y estilo, para conducir a los hombres hacia la virtud y hacia objetivos que valieran la pena, no para engañarlos por razones depravadas o insustanciales. En consecuencia, lo que los estudios actuales deberían perseguir en su aproximación a la teoría artística y literaria de la época es analizar la retórica en su contexto temporal, y no hacerlo a partir de aquello que los prejuicios del siglo XXI podrían hacer pensar que fue [44]. Las censuras que la historiografía en general ha emitido sobre la predicación áurea necesitan de una revisión a la luz de la filología moderna. Para deshacer esta idea, es preciso empezar por valorar estéticamente el género y por recomponer la preceptiva oratoria en lo que a sus fines y características concierne. Será, pues, obligado iniciar dicha reconsideración por la causa primera de su presente desdicha historiográfica: el ataque de Platón a la retórica y su posterior rehabilitación.

Filosofía vs retórica: los sofistas y la persuasión

El ataque de Platón

Para los griegos, la retórica representaba la fuente de la vida civilizada, aquello que distinguía a los seres humanos de los animales. En las ciudades democráticas, la persuasión, más que la fuerza bruta, era el ideal, y el funcionamiento armonioso de la sociedad dependía en todos sus aspectos de la elocuencia. Asimismo, como cualquiera que haya leído los textos clásicos sabe bien, la eficacia de la retórica derivaba de su poder sobre las emociones. Durante la Antigüedad, si alguien quería triunfar en la política o en la abogacía, tenía que dominar la habilidad de conducir las pasiones de quienes le escucharan. El estudio y uso de la elocuencia facultaban al orador a producir una convicción genuina en el espectador, incluso a impulsarle a seguir sus órdenes. Una vez conmovidos los afectos, también el juicio se sentía estimulado a actuar y a cambiar de mentalidad.

La retórica confería poder, un poder distinto y superior al de la imposición física; quienes supieran desvelar sus secretos a otros, se arrogaban dicho poder [45]. Los sofistas, oradores brillantes y cultos, cumplían la función de servir a la paideia con la palabra. Maestros ambulantes de sabiduría –de ahí su nombre–, estaban más interesados por la vida práctica que por las teorías filosóficas [46]. El caso es que, a la par que la sofística, y gracias a ella, cobró gran pujanza la retórica griega. Hacia el 395 a.C., alarmado por el creciente éxito de la oratoria entre la sociedad ateniense y molesto por la presencia desafiante de los sofistas, Platón impugnó la elocuencia por engañosa [47]. La acusó de ser un atechnos tribe («práctica carente de arte»), no una techne ni una ciencia (episteme), pues temía que la retórica, que se declaraba un sistema educativo completo en sí mismo, suplantara a la dialéctica socrática o la hiciese pasar a un segundo plano. Para Platón lo deplorable, claro está, es que semejante influencia la ejerciera el rétor y no el filósofo. En el Gorgias trató por todos los medios de convertir al orador en un mero declamador, para que no hubiera peligro de que aquél consiguiera hacerse con el alumnado. Sin embargo, aunque el propósito de este diálogo era disuadir a los estudiantes de seguir a los sofistas, Platón, con su elocuente defensa, estaba irónicamente probando el gran valor de la oratoria [48].

La descalificación más o menos radical de la retórica es una constante en los diálogos platónicos. Aparte de en Fedro, del cual nos ocupamos en el primer capítulo, en Eutidemo se compara al orador con el encantador de serpientes, tarántulas, escorpiones y otras bestias [49], y en Teeteto se le acusa de persuadir sin enseñar toda la verdad, transmitiendo sólo las opiniones que quiere [50]. De Platón, según estudiaremos, también arrancan y derivan las principales críticas moralistas contra la retórica y lo retórico en la plástica, como la reprobación de las capacidades miméticas del color; del estilo oratorio florido o de la gestualidad, o la condena de las imágenes y de los artistas. ¡A tenor de todo ello, resulta difícil conceder, con Diógenes Laercio, que Platón ejerciera alguna vez la pintura [51]!

La rehabilitación del orador-filósofo

Fue Aristóteles, profesor de elocuencia en su propia escuela, el Peripatos o Lyceum –que fundó para rivalizar con Isócrates–, quien primero rehabilitó la oratoria de los ataques de su maestro [52]. Pese a que al principio pensaba como Platón, reelaboró sus creencias hasta considerar paralelas la retórica y la dialéctica, y transformar la primera en un auténtico arte. Su Rhetorica (ca. 330 a.C.), que en el Corpus Aristotelicum sigue a la Política y precede a la Poética, es el tratado completo sobre el tema más antiguo que nos ha llegado. El Estagirita se propuso demostrar que la retórica podía ser tan útil [53]como la dialéctica, la ciencia suprema para Platón. Los perjuicios que éste quiso hallar en la disciplina no estaban ligados al arte o a la facultad oratoria sino, en todo caso, a la intención moral del orador; esto es, lo malo no era el «arte» en sí sino la actitud de determinados artífices. Como todas las herramientas puestas al alcance del hombre, estaba sujeta a abusos: la naturaleza heurística de la elocuencia permitía acusar al rétor de oportunista, pues para alcanzar sus objetivos podía valerse de cualquier medio, moral o inmoral. Con el fin de ganar la adhesión del público, existían tres tipos de pruebas persuasivas o pisteis: logos, ethos y pathos. El logos estaba constituido por argumentos que dependían del discurso mismo; el ethos entrañaba convencer con el carácter del orador, y el pathos persuadía a través de las pasiones suscitadas en el oyente. A la tradición latina esta tríada pasó como docere, delectare y movere.

Cicerón recuperó el ideal isocrático del orador-filósofo al servicio del Estado [54]. Según Plutarco, Cicerón pedía a sus amigos que le llamaran «filósofo» y no «orador», pues había hecho de la filosofía su profesión y de la oratoria sólo un instrumento útil en la carrera política [55]. Sin sabiduría, la elocuencia carecía de utilidad para la patria y podía llegar a ser perjudicial. El ejercicio de la palabra debía complementarse con el estudio noble y digno de la filosofía y la moral [56]. Ninguna otra cosa era la elocuencia, sino sabiduría que habla copiosamente [57].

El orador ideal, conforme a Cicerón, es aquel en el que confluyen los ríos de la filosofía y la retórica [58]. Alguien así puede erigirse en guía de la sociedad civilizada. Nada más digno que ser capaz de controlar el espíritu del público, atraerse sus simpatías e impulsarlo a voluntad. ¿Qué hay más poderoso y magnífico «que el estado de ánimo del pueblo, los escrúpulos de los jueces o todo el peso del senado pueda cambiar de dirección con el discurso de uno solo» [59]? Quien sabe inflamar las mentes de sus oyentes puede moverles en la dirección que el caso precise. El orador lleva al público a donde le place; influye en su ánimo; le arrastra y arrebata adonde se propone [60]. Por eso –reconoce el Arpinate– esta facultad ha de estar unida a la honradez y a la prudencia: «Pues si les proporcionáramos técnicas oratorias a quienes carecen de estas virtudes, a la postre no los habríamos hecho oradores, sino que les habríamos dado armas a unos locos» [61].

Filosofía y retórica, vinculadas por naturaleza, crecieron unidas por su común campo de actuación, de suerte que sabios y elocuentes venían a ser lo mismo: sofistas. Quintiliano lamentaba cómo tan pronto empezó a ser la lengua una fuente de ganancias, se hizo costumbre el empleo torcido de los bienes de la elocuencia, y aquellos considerados buenos oradores abandonaron el cuidado de su conducta. De ahí que el orador que Aristóteles, Cicerón y él mismo preconizaban, hubiera de ser tan digno que pudiese verdaderamente llamarse sabio [62]. De cara al futuro, la retórica se propuso satisfacer por sí sola todas las necesidades culturales que antes habían estado a cargo de la filosofía [63]. El humanismo haría todo lo posible porque así fuera.

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