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—Frank, tengo unos clientes para ti.
El partido había terminado y Brian Anderson se acercó. Era un abogado del mercado bursátil, en una gran firma empresarial de Houston. Tres años antes, cuando había estallado la burbuja del punto com, la Reserva Federal había llevado ante la justicia casos de fraude en la seguridad contra sus propios empleados, que habían cobrado sus acciones antes del crack. Cuando el mercado subía y los inversores se hacían ricos por el valor de sus acciones, todos eran felices y la economía seguía funcionando como siempre. Pero cuando el mercado caía y los inversores veían bajar el valor de sus acciones, cundía la desesperación y la economía se tambaleaba. Para mantener distraída a la población, el Gobierno encarcelaba a quien fuera. Brian había recomendado esos clientes a Frank. Se trataba de un grupo de genios de veintitantos que estaban acusados, por un tecnicismo de las leyes de seguridad, de crear un engañabobos o una desvinculación de la política. Se habían convertido en cabezas de turco en una sociedad capitalista como si fueran corderos en un sacrificio pagano al dios del sol. Después de un juicio que duró tres semanas, el jurado los absolvió.
—¿Quién es?
—Un director ejecutivo. Tiró a la basura sus acciones justo antes de un informe trimestral.
—A eso se le llama tráfico de información privilegiada.
—No si eres un miembro del Congreso.
El Congreso estaba exento de las propias leyes que creaban para los ciudadanos, tal y como sucedía en los gobiernos de Rusia y de China. De esta manera, los quinientos treinta y cinco miembros del Congreso podían, libremente y de manera legal, comprar y vender acciones con información reservada mientras que los otros trescientos millones de norteamericanos no podían. Frank no estaba conforme con esa ley, pero aun así se tenía que cumplir.
—¿Es culpable?
—Puede pagar —dijo con un gesto de indiferencia.
—Lo siento, Brian.
—Por el amor de Dios, ¿cómo lo haces para ganar tanto dinero y nunca representar a culpables? —preguntó Brian con incredulidad.
Los abogados penalistas defensores tenían que convivir con una cruda realidad de la vida: muchos de sus clientes eran culpables. Dedicaban su carrera profesional no a defender a gente inocente, sino a culpables de violaciones, asesinatos, pandilleros, traficantes, estafadores, defraudadores, timadores, desfalcadores, ladrones, embusteros y mentirosos.
Frank Tucker nunca había convivido con esa realidad. Siempre defendía a gente inocente. En Texas no había escasez de clientes, personas inocentes falsamente acusadas por fiscales demasiado entusiastas, mal informados o con ambiciones políticas. Muchos de esos acusados residían en ocasiones en cárceles estatales. A menos que Frank Tucker fuera su abogado defensor. Nunca había perdido un caso.
Por supuesto, no tenía discrepancias con los principios constitucionales que establecen que, incluso los acusados que eran culpables, tenían derecho a un juicio justo y a un abogado competente. Pero él no les asistía. Y el derecho de sus hijos superaba los derechos constitucionales: sus hijos tenían el derecho de tener un padre del que se sintieran orgullosos, y no creía que defender a un despiadado violador les hiciera sentir así. Por eso solo defendía a inocentes. Por sus hijos.
—Un gran partido, William.
—Gracias, señor.
—¡Fantástica carrera!
—Gracias, señor.
Los padres se habían reunido en el campo detrás del banquillo para saludar a los chicos. El equipo de William había perdido otra vez. Iban 0-6 en la temporada. Se sentía ninguneado. Muy pocos chicos de la Academia eran deportistas. Como Ray, que medía un metro veinte y pesaba cuarenta kilos. Con las hombreras parecía un enano. El pantalón de su equipación le quedaba tan grande que las rodilleras le protegían los tobillos. No podía correr, bloquear o recibir el balón. ¡Qué diablos…! No podría recibir un balón aunque estuviera hecho de fieltro y él estuviera recubierto de velcro. Pero a pesar de todo, era el mejor amigo de William. Se acercó y se sentó al lado de Ray en el banquillo. Este estaba acurrucado con los hombros en las rodillas y la barbilla sobre las manos. William trató de animarlo.
—Buen partido, Ray.
—Mi padre se va enfadar conmigo.
—¿Por qué?
—Él quiere que sea jugador de fútbol americano de mayor.
—¿De verdad? —preguntó William, intentando aguantar la risa—. ¿Qué se fuma?
—¿Tabaco?
—Mmm… no. ¿Él jugaba cuando era joven?
Ray negó con la cabeza.
—¿Tu padre también quiere que seas jugador de mayor?
—Creo que quiere que sea abogado.
—Pero si eres buenísimo, William.
Se encogió de hombros.
—Se me da bien jugar a cualquier deporte. Pero a ti se te dan bien las matemáticas. Tío, tienes deberes de Mates que yo no sabría hacer ni en sueños. Me encantaría ser tan listo como tú.
Ray era el capitán del equipo de matemáticas. La mayoría de los alumnos preferían una plaza en el club antes que en el equipo de fútbol. Así de malo era el equipo de la Academia.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Se me dan bien las matemáticas.
—A todo el mundo se le da bien algo, Ray.
—Pero ser la estrella del equipo de matemáticas no es lo mismo que serlo del equipo de fútbol. Tío, algún día serás un deportista famoso.
—También hay matemáticos famosos.
—Dime uno.
No se le ocurrió ninguno.
—Pero los matemáticos también hacen cosas interesantes —dijo William—. Mi padre me dijo que inventaron internet.
—Al Gore dijo que él inventó internet.
—¿Quién es Al Gore?
—Los algoritmos tal vez. Suena igual.
Ray rio como si le hubieran contado el chiste más gracioso del mundo. William no lo entendió.
—¿Es eso alguna clase de chiste matemático?
—Sí.
Ray se sentó bien. Ya parecía más contento.
—¿Quieres venirte mañana a casa y jugamos a algún videojuego? —preguntó William.
—Claro.
—Justo después del partido de los Cowboys —dijo mientras se levantaba—. ¿Vale?
—Claro. Gracias, William.
Apartó el brazo de su pequeño amigo.
—No le des más vueltas.
Ray no dijo nada y William le dio a su amigo un abrazo, como hacían los profesionales después de un partido. Ray se marchó cuando Frank llegó con la mano en alto. William la chocó.
—Buen partido, William —dijo su padre—. Siento que hayáis perdido.
—No pasa nada. Me divierte jugar con mis amigos.
Vieron cómo Ray le daba su casco a su padre.
—¿Cómo se llama tu amigo?
—Ray.
—¿Es buen chico?
—Sí, es pequeño como una piedrecita, pero me cae bien.
Muchos de los chicos de la Academia eran tan bajitos como Ray. Otros, como Jerry, del club de fotografía del colegio, eran más como un pedrusco. Se acercó corriendo con su gran cámara colgada al cuello.
—William, ¿puedo hacerte una foto con tu padre?
Su padre le pasó el brazo por los hombros y le sonrieron a la cámara.
—Tendría que haber cambiado de jugada a una hot route —dijo William.
—¿Quién? —preguntó su padre.
—El quarterback de los Cowboys, mira los pies de Sam.—¿Quién es Sam?
—El strong safety . En la NFL lo llaman Sam. Mira cómo tiene los pies, se ve que va a hacer un blitz.
—¿Tú eres capaz de ver eso?
El domingo pasado se habían ido a Galveston, a practicar lanzamientos en la playa, pero ese domingo se quedaron en el cuarto de estar de River Oaks para ver el partido. William estaba sentado delante del televisor con las páginas de deportes de los periódicos abiertas y desperdigadas por el suelo. Su padre estaba sentado en el sillón de cuero al lado de la lamparita. Becky estaba tumbada despatarrada en el otro sofá. William veía el partido de los Cowboys; su padre trabajaba en el alegato final; y su hermana leía algo sobre magia. Después del partido, su padre tendría que conducir de vuelta a Austin. El alegato final del juicio de la senadora era a la mañana siguiente. Cuando el partido estaba en anuncios, William volvía la atención a las páginas deportivas.
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