Jesús Ramírez-Bermúdez - Un diccionario sin palabras

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La primera parte de este ensayo registra el devenir de dos casos clínicos: al participar en sendos accidentes, Diana y Amanda sufrieron daños cerebrales, y sus cotidianidades quedaron alteradas por completo. Distintos en sus particularidades, ambos casos comparten el trasfondo del lenguaje, la problemática de la comunicación de ideas básicas y complejas desde y hacia quienes han perdido sus palabras.La segunda sección la forman una serie de notas que comentan y amplían diversos temas tanto literarios como médicos planteados en las narraciones clínicas. Estos textos, plenos de erudición y reflexiones, quizá podrían entenderse como notas a pie de página que buscan redondear en otro ritmo las urgencias del tratamiento médico, pero son también una serie de ensayos que profundizan y potencian los alcances del libro.Cuando el órgano de las ideas y las palabras sufre un daño profundo, la vida ya no puede volver a ser la misma. ¿Hasta dónde llega la tarea del médico? ¿Qué papel juega a los ojos del paciente y sus familiares? ¿Debe basar su trabajo en la esperanza? Este ensayo afronta los conflictos éticos de la práctica médica, donde ninguna postura es cómoda, y en cuyo tránsito la ciencia debe ir siempre de la mano con el humanismo.

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–Estos casos son muy graves, Jesús. Puede haber una recuperación, pero con el grado de severidad que tiene ahora, tantos meses después del accidente, lo más lógico sería una permanencia del daño, y una incapacidad para casi todas las tareas instrumentales del lenguaje.

Me retiro de la clínica como tantas otras veces, frustrado por la oposición dura de la realidad médica, por la contradicción entre mi deseo entusiasta y la experiencia mucho más vasta de algunos colegas que trabajan diariamente con los enfermos desde hace cuatro décadas, y que dedican su vida entera al estudio de la función cerebral.

AGOSTO, 2009

Abro la puerta de mi oficina. Diana camina sin dificultades; se ha vestido con esmero y luce muy bien, al igual que su madre y su novio, Oswaldo. No es sólo la ropa gris y negra, ajustada, los zapatos de tacones altos que contrastan en cierta forma con el estatus de enferma, asignado por su carnet de la institución; por un momento me parece incluso una fanfarronería el uso de los tacones o una imprudencia de la madre y el novio, pero Diana ha subido las escaleras y ahora cruza la puerta sin titubeos.

La forma simétrica y continua de la cabeza, y una cicatriz del lado izquierdo, revelan que la cirugía para colocar el fragmento de hueso, conocida como craneoplastía, se ha llevado a cabo. El cabello aún no crece: debe tener medio centímetro de largo.

–Quiso cortarse todo el pelo, doctor; no solamente el área de la cirugía.

Al explorar la fuerza y el tono muscular del brazo y la mano derecha, encuentro capacidades de movimiento prácticamente en rangos normales. Hace algunos meses, cuando traté de flexionar y extender la extremidad, encontré una resistencia leve al inicio del arco de movimiento. El término neurológico sería espasticidad. También había entonces un aumento en los reflejos osteotendinosos de ambos brazos y piernas. Ahora los reflejos son normales y el tono muscular también.

–Hola, doctor. Buenos días.

Lo que estoy oyendo es su voz.

La saludo y me devuelve unas palabras de cortesía; le hago algunas preguntas acerca de su viaje a Monterrey y su relato es sencillo pero correcto. Detecto algunas fallas menores en la pronunciación de algunas palabras, y en un par de momentos repite algunas sílabas, comete errores gramaticales, pero en general es fácil comprenderla y ella me entiende también. Miro desconcertado a su madre y a Oswaldo, y explota la emoción grupal. Celebramos el cambio drástico; hago muchas preguntas, pero el hecho es simple: en los últimos meses el lenguaje ha mejorado notablemente; los defectos no son fáciles de percibir ahora, ¡hay que poner atención para definirlos! La mejoría ha sido gradual y constante en los dominios del habla, la escritura, la lectura, la comprensión del lenguaje hablado. Al parecer el inglés se recuperó un poco antes que el español. Sin duda es otra variante desconocida (para mí) del fenómeno conocido como afasia del políglota.

Su comportamiento ha ganado organización y autocontrol de una manera igualmente notable. Seguimos hablando un buen rato; me entero de que ella planea regresar a su trabajo como administradora de un hotel en el centro de la ciudad; más aún, ella y Oswaldo tienen planes de casarse; bromean un poco sobre los detalles de la boda. Oswaldo está frente a mí, con un gesto de confianza en sí mismo, ¿satisfecho? Lo encuentro de pie, apoyando el hombro derecho en el marco de la puerta, jugando con las manos mientras piensa (imagino) que Diana es y será siempre su mujer, y en un futuro próximo, la madre de sus niños.

La señora Casanova nos mira a los tres; autoriza la escena: nos ve confirmando con resignación serena la validez del acontecimiento; a pesar del panorama sombrío que descendió a su vida como secuela de la catástrofe, ahora nos observa involucrados en la conversación, usando las manos como si intentáramos hablar con ellas. Así la imagino: superado el asunto del habla, nos contempla en una película muda y atiende a la mímica de la comunicación, que pasa de unos a otros; codificamos juntos los estados mentales del intelecto, del afecto, procreamos signos en el aire con la motricidad cambiante. Pero, ¿cómo diríamos lo que expresamos ahora si no tuviéramos palabras? Si todos fuéramos afásicos, como lo fue antes Diana, ¿podríamos aprender el lenguaje de señas de los sordomudos? ¿Contaríamos nuestra historia como lo hizo el personaje de Ítalo Calvino en El castillo de los destinos entrecruzados, mediante el ordenamiento secuencial de unas cartas de Tarot? En su relato, un viajero se pierde en el bosque y descubre en una taberna que ha perdido el habla, descubre que todos los viajeros también. El dueño de la taberna aparece y trae consigo una pila de cartas y las pone en la mesa. La única solución frente al mutismo inexplicable consiste en tirar la baraja, lentamente, para revelar cartas, una tras otra, para comunicar la historia que los llevó a perderse en el bosque. Pero, ¿es posible decir cualquier cosa con cartas de Tarot, con imágenes fotográficas, con cine mudo, con pintura?

DICIEMBRE, 2013

En casa los niños duermen. Julián me ha pedido que lo despierte a las cuatro de la mañana para despedirse, y tal vez para deslizarse al escritorio de los juegos mitológicos. En los últimos años dedica horas enteras a elaborar historias, frente a la computadora, en el mundo de los videojuegos. A veces convierte esas ficciones en cuadernos llenos de letras, dispuestos para la imaginación, o en prototipos de novela gráfica. Me pregunto si su universo de mitologías personales tomará al final la forma de las palabras o las imágenes. ¿Usará un lenguaje capaz de combinar ambos sistemas de comunicación?

Pienso en Italo Calvino, cuando narra su duelo por las historias hechas de dibujos: frente a las historietas publicadas en el periódico, Calvino (un niño que no sabía leer) construía ficciones con una rapidez vertiginosa. No necesitaba palabras. Le bastaban los dibujos. Elaboraba variantes de la historieta, interpretaba las escenas de muchas maneras, imaginaba relatos derivados de la trama principal, donde los personajes secundarios se convertían en personajes relevantes. Aprender a leer tuvo un efecto traumático, según lo narra en sus Seis propuestas para el próximo milenio: el orden secuencial obligatorio del lenguaje escrito forzaba una interpretación unívoca de las imágenes. Antes podía leer en cualquier dirección. Ahora debía hacerlo de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo. Descubrió, por así decirlo, el orden tiránico de la causalidad: esa lamentable dimensión donde ponemos nuestras vidas en escena, del pasado al futuro, sin enmendaduras, sin retroceso, sin una goma o corrector para borrar nuestras acciones desafortunadas. Calvino aprendió el orden secuencial de la escritura, como quien aprende el orden lineal de una realidad física marcada por la causalidad. Su proyecto narrativo intenta recuperar las posibilidades interminables de aquella ficción infantil, multidireccional, hecha de imágenes.

Vivo a mi manera el duelo por las imágenes. De niño, escribía y dibujaba historias en el lenguaje de los cómics. A los doce años tuve que elegir, como lo hizo mi padre en su momento, entre palabras o imágenes. No tenía tiempo de profundizar en ambos lenguajes y de seguir adelante con mi carrera escolar. Escogí las palabras. El resultado, ahora, es un ensayo sobre la pérdida del lenguaje.

Tomo el avión antes del amanecer. Me transporta a la urbe donde ha comenzado este ensayo: los desiertos del norte, la cadena montañosa donde emerge Monterrey. Miro hacia abajo por la ventana. No puedo ver el mosaico de colores secos donde termina la selva central del país, pues una superficie curva formada por nubes crepusculares invade mi conciencia: me reconforto en el asiento y atiendo al espectáculo de luz: mi reflexión sería menos melancólica si la práctica médica fuera como este día: una transición desde el desierto hacia un panorama blanco penetrado por el sol.

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