Y es cuando sucede. El advenimiento de un gris celestino, la mañana cruel retirando el velo negro de la carretera y sus bordes, que, en un solo parpadear, aparecen colmados de una gran masa de árboles. Aunque hablar de masa es impreciso. La visión consiste en una extensa red de ramas. Decenas de ramas angulosas que parecen emparentadas con las ramas de las filas posteriores, hijas de una sola planta madre. Un universo de conexiones que solo existe en la ilusión gestáltica que ese entrecruzamiento produce, pero que no obstante percibo como siniestro y real.
–¿Lo ves?
–¿Qué cosa? –dice Perales.
–La red.
–¿Qué red?
–Ahí afuera. Los árboles, ¿los ves?
Perales saca la cabeza de nuevo, realiza una inspección de derecha a izquierda, dos veces.
–Los veo –dice, y luego vuelve a una frase anterior–. Solo acelera, carajo.
Decido hacerle caso. Intento olvidar la sensación de malestar y me concentro en las ligeras curvas de la carretera. Procuro ignorar que hay algo más en el desierto, un llamado botánico, una broma cuya intención se me escapa, acaso la orden de no entrar en la tercera ciudad, de no llegar más lejos en nuestra incursión al sur.
Después de unos metros, sin embargo, quedo completamente alucinado. Los inmensos algarrobos, o esos árboles que nos flanquean, o mejor dicho sus siniestras ramas entrecruzadas y superpuestas, se han colado hasta la carretera y el camino ha quedado invadido, bloqueado, sellado sin remedio.
Contrario a lo que yo creía, Marta no pensaba irse a ningún sitio, tampoco escapar. La carretera no era su destino. El termómetro de la calle marcaba cinco grados bajo cero, eso lo recuerdo. También mis pies entumecidos, mis manos hinchadas y muertas. La vi atravesar la carretera por debajo, siguiendo un túnel, y una vez fuera, sobre la derecha, vi aparecer una estructura rosada y solitaria, de dos pisos. Sobre la puerta de vidrio giratoria, un letrero anunciaba: «Clínica de la mujer: fertilidad, ginecología y planificación familiar».
Eran casi las siete, las luces estaban encendidas. Marta dio vuelta y se quedó mirándome a la distancia, como si desde el inicio hubiese sabido que la seguía. Pensé en decir algo, lo que fuera por explicar qué hacía yo ahí, agitado, muerto de frío, pero era inútil. Había que acabar con la persecución. Regresar por donde había venido, correr, volver a una fuente de calor antes de que fuese demasiado tarde.
Conduzco sin prisa de regreso al tráiler. Perales ha vuelto a las muecas, a sus juegos con el espejo. Ambos sabemos cuánto nos pesa no haber podido llegar a la partida, no hace falta que ninguno lo diga. Aunque a decir verdad sí que me gustaría saber cómo explica él lo sucedido. Necesito una teoría. Cualquiera. No importa que venga de Perales.
Al mismo tiempo, prefiero pensar en otra cosa. En sus huevos, para empezar. En sus huevos queriendo decirle algo a sus ojos. En ese mensaje.
5
Algunas señales habían aparecido antes en un periódico o en el informativo del mediodía, incidentes aislados en la pantalla del televisor, perdidos sin producir mayor interés. Pero fue solo cuando el teniente de la Policía de Investigaciones hizo un llamado a la prensa y dio sus primeras declaraciones, que la noticia tomó forma.
–Nos encontramos frente a las acciones de un psicópata –dijo el teniente Santino. Sus labios húmedos, de bulldog solemne, demoraban en soltar cada palabra, como recordando un guión aprendido–. Y, por desgracia, uno bastante atípico. De más está decirles que el caso se ha convertido en una prioridad, tanto por la falta de compasión que evidencian las acciones del responsable como por la extensa amplitud de su radio de actividad. Creemos, sin embargo, que con seguridad en pocas semanas daremos con el culpable. La investigación se encuentra activa y en progreso, y de momento ya tenemos bajo custodia a dos sospechosos de sexo masculino.
Las preguntas sobresaltadas que cabía esperar luego de unas declaraciones de tal tipo no llegaron. Hasta ese momento, la dispersión geográfica de los crímenes había hecho pensar que los sucesos eran inconexos, tragedias comunes, de esas que ocurren a diario. El caso era una prioridad para la policía, pero no para la prensa.
La pregunta, aquella mañana, fue solo una:
–¿Y no ha pensado en varios responsables, en una acción organizada?
Apareció en pantalla un hombre rubio, de bigote poblado. Su sonrisa era jovial y desconcertante, algo soberbia en esas circunstancias.
–Si me perdona el atrevimiento –siguió el hombre–, tengo que decirle que sus conclusiones suenan bastante improvisadas.
Los segundos siguientes fueron largos, ensanchados por el compulsivo cambio de cámara que realizó la cadena de noticias. El hombre del bigote, el teniente, el hombre del bigote, el teniente. Otra vez el hombre del bigote.
–¿Improvisadas? –dijo al fin el teniente–. Las pruebas indican que el método ha sido el mismo en todos los casos.
–¿Y dice usted que eso es suficiente?
–Suficiente, sí. Ese patrón es suficiente para concluir que se trata de un solo responsable. Le pido que tenga confianza. Y en cualquier caso, si lo deja más tranquilo, sepa que ninguna posibilidad está descartada.
La mirada del teniente era severa y apuntaba hacia un punto impreciso que la cámara no revelaba pero que no era difícil de adivinar. La pregunta había sido profesional y acertada, pero en la sonrisa del periodista se anticipaban provocaciones posteriores, un duelo largo, el show que todos los televidentes esperaban. Santino relamió y separó sus labios como preparándose para añadir otra precisión, tal vez solo una recomendación para la población, la insufrible exhortación policial a mantener la calma.
–¿Me podría decir su nombre? –alcanzó a decir.
Y entonces la transmisión se detuvo.
Acostado en la cama que compartía con Nía, seguí el caso cada mañana. En distintas partes del territorio los cuerpos continuaban apareciendo desmembrados, dos, tres, hasta cuatro veces por semana. Y Santino no acertaba una. Paseaba su bemba compungida por salvajes escenas de crimen, sudoroso, aturdido por los flashes, sin respuestas.
Yo habitaba sus antípodas. Las horas se me perdían fumando frente a la computadora, un link tras otro, viendo tele, marcando números de comida a domicilio. Dejaba la cama cerca de las cinco, solo a tiempo para bañarme y preparar la cena antes de que Nía regresara de la oficina. Tenía mi propio proyecto, sí que lo tenía. Pero este no tomaba todavía una forma concreta, ni siquiera una primera idea escrita. La yerba lograba convencerme de que no era necesaria, que las imágenes que coleccionaba en mi cabeza darían fruto muy pronto, que solo hacía falta esperar. Y así, anclado a esa modorra, cada día caía sin remedio en obsesiones y hábitos nuevos, como quedarme toda la mañana frente a las noticias, a la espera de las próximas declaraciones del teniente.
Esa noche veníamos bebiendo, destendiendo con juegos tiernos la cama que también nos servía de mesa. No recuerdo qué me preguntó ni tampoco qué dije yo, pero sí la cachetada, la gravedad tirando de nosotros, el golpe cuando caímos al suelo, justo sobre el control remoto. La tele se había encendido, como en un chiste. Nía volvió a darme con la mano, como dejando en claro que aquello no había sido en broma, que yo era un imbécil aunque ahora estuviésemos muertos de risa. Después me besó allí donde me había pegado y liberó su cuello del peso de mi cuerpo, miró la tele. Habíamos dado con un reportaje sobre el caso. Las imágenes eran terribles, el repaso de todo lo sucedido en las últimas semanas.
–¿Por qué alguien haría una cosa así? –dije yo.
–Esa no es la pregunta, bebé. Muchas personas han hecho cosas peores.
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