Martín Felipe Castagnet - Los cuerpos del verano

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Esta novela dibuja con pasmosa naturalidad una realidad —familiar y dislocada a la vez— donde la muerte ha sido semierradicada. En este hipotético escenario de inmortalidad ficticia, las conciencias sobreviven «cargadas» en internet mientras esperan un nuevo cuerpo o funda donde ser quemadas.
Es a partir de esas premisas y de la historia de Ramiro («Rama», como el dios), un hombre «quemado» en un cuerpo de señora, que Castagnet contrasta nuestro presente con el futuro distópico del libro, discutiendo temas cruciales para nuestra civilización como la identidad, el amor y la muerte.

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Esta novela, repito, revive a Descartes. Fantasmas en el cerebro se celebra como definición del alma... pero, al mismo tiempo, el texto vuelve a matar la diferencia entre res extensa (todo aquello que es cuerpo) y res cogitans (todo aquello que es consciente). «Internet cuenta como cuerpo...», dice Castagnet; «internet modificó la realidad al convertirse en objeto». Rama, como buen personaje de ciencia ficción, tiene permiso para andar en direcciones diferentes a las determinadas por los Dioses —o el hardware—. Como sabemos por la Eneida, un caballo de Troya no es un habitáculo sostenible: tarde o temprano tiende a expulsar a los aqueos que aloja en su entraña de madera. El miembro fantasma —que un mutilado cree tener pero ya no tiene— es la mente misma, es el Yo. El fantasma en el cerebro ya es solo una picazón. Y viceversa.

El género que se regeneraba

La ciencia ficción es un género de editores. Los autores escribimos relatos y novelas; los editores inventan y nutren géneros; y los géneros, si hay suerte, terminan haciendo épocas. Mencioné en estas páginas que el papel para el cual parece haber evolucionado nuestro cerebro grande —y el extraño y terco Yo que alienta en sus entrañas— es el de anticipar futuro complejo. Al extremo de esta larguísima línea evolutiva, la ciencia ficción inventa y previene futuros: nos indica qué es posible, qué deseable y qué peligroso. De la mano de sus autores y editores, la ciencia ficción es (me atrevo a decir) la estrategia literaria de nuestro cerebro grande —de nuestro ilusorio Yo— para generarle espacios a la futura evolución de la especie, lejos de las restricciones de Dioses, Magias o Destinos.

Mientras ese futuro llega podemos leerla, como en las páginas que siguen: con asombro y provecho.

Enrique Prochazka

Ciudad de Guatemala, setiembre de 2018

1Por ejemplo, Elizabeth Blackburn, Carol Greider o Jack Shostak, nobeles premiados en el año 2009 por el descubrimiento del papel de la telomerasa en la longevidad.

2Como Ray Kurzweil, Aubrey de Grey o Nick Bostrom.

3Quinientos años más vieja que los primeros relatos acerca de Gilgamesh, la arcaica Liturgia de Nintud sobre la creación de hombre y mujer ponía ya a los Annunaki como señores del inframundo, que soportaba el templo de Kesh y lo elevaba hasta hacerlo la Luna. Y así desde entonces.

4En La última pregunta (1956) la fusión Hombre-Máquina (así, con mayúsculas) alcanza escalas de epopeya.

5En ella, el radioastrónomo John Martels es desplazado veinticinco milenios al futuro, donde descubre que su mente es inquilina precaria de una caja metálica que alberga a la poderosa mente del Inmortal Qvant. Las identidades de Martels, Qvant y el nativo Tlam terminan disputando el cuerpo de este último: «El hombre de mente triple se levantó y avanzó como un sonámbulo, hacia el sur una vez más». Bien narrado —la textura es la de un relato de Poe, con ratos de Dunsany—, con una metafísica compleja y argumentos cognitivos brillantes para su época, son setenta de las páginas que más han influido en mi propia literatura.

6A Descartes el Yo le pareció la primera de las certezas: lo menos ilusorio (de entre lo ilusorio del mundo). La esencia de ese Yo es la libertad, el arbitrio sobre «su» cuerpo. Y, sin embargo, esa misma certeza de Descartes es una de las más desprestigiadas por la neurociencia y la cibernética. Actualmente, ya sabemos por qué y cuánto se equivocó Descartes. Y aunque todavía no sabemos con precisión suficiente qué es el Yo, cómo es el Yo, cuándo es el Yo, ni menos dónde queda el Yo, no estamos tan desarmados como el buen René.

7El Dios de las Brechas se encoge, en una vuelta de torta del tzimtzum cabalista. Dios remueve su luz, la retira por etapas, a medida que aumenta la capacidad de recepción de los creados.

8Es imposible resumir aquí una veintena de libros clave de Roger Penrose, Christof Koch, Susan Blackmore («la conciencia está allí solo cuando la miras»), David Chalmers, António Damásio, David Eagleman o Giulio Tononi («la identidad entre propiedades fenomenológicas de la experiencia y propiedades causales de sistemas físicos»).

9Cabe resaltar, además, que forma parte del megatexto fílmico de la ciencia ficción en películas como Total Recall, Bourne’s Identity o Blade Runner.

10Taumatse, «asombro» en griego clásico. Para los presocráticos y hasta Platón, el asombro es la disposición primera del conocimiento en tanto lo antecede y también lo posibilita.

1.1

Es bueno tener otra vez cuerpo, aunque sea este cuerpo gordo de mujer que nadie más quiere, y salir a caminar por la vereda para sentir la rugosidad del mundo. El calor me satura la piel. Los ojos se entrecierran: hace poco ninguna luz era demasiada para mí. También me gusta toser hasta quedar ronco, regresar al cuarto y oler la ropa usada.

Los nietos de Teo me ayudan a dar mis primeros pasos. Sostienen mi batería, caminan y se ríen mientras giran sobre sí mismos. El trayecto va desde la casa hasta la esquina y de regreso. Llegamos a la meta y festejan. Paso la mano por la cabeza del más pequeño y le digo: «Qué vibrante tenés el pelo»; mi voz me resulta extraña.

Teo me hace señas sentado desde los escalones frente a la puerta. Abre la boca pero la vejez le impide hablar; él también sonríe y mueve la cabeza como diciendo que sí. Tomo la mano de mi hijo, hinchada como una bolsa llena de hielo, pero que aprieta fuerte.

1.2

En medio de la noche quiero bajar hasta la cocina. Los síntomas después de regresar de la flotación son poco sueño y mucha hambre. La esposa de mi nieto me dejó un bol lleno de cereales y frutas que se acabó rápido.

Gales insistió en que durmiera en el cuarto principal, ubicado en la planta baja, pero preferí dormir en el de invitados; el médico lo consintió. Ahora me arrepiento, mientras arrastro la batería con ruedas por la escalera; hace mucho ruido. La luz está apagada. Sudo. Tropiezo con cosas; no debo caerme.

Incluso después de vivir tantos años en flotación, todavía me es natural considerar esta casa como mi hogar. Pero todo está cambiado; regresé a casa como luego de una inundación. La ola que arrasó la superficie de las cosas y movió los electrodomésticos de lugar tiñó las paredes con otros colores y deformó el tamaño de los muebles.

Me apoyo contra las paredes para llegar hasta la cocina. La heladera está llena de cosas que no puedo comer mientras dure la adaptación. Un casillero indica la estabilidad de la conexión wifi; la heladera es consciente de su propio contenido: cualquier elemento nuevo o eliminado se agregará al registro. Cierro rápido la puerta para no tentarme y porque su luz me hace parpadear.

Las naranjas están en el mismo lugar pero en un canasto nuevo. Los cubiertos se guardan en otro cajón. El cuchillo que usé hace años sigue igual de filoso; quizás sea otro. No reconozco los platos. Aparto una silla nueva para sentarme en la mesa vieja. Una diferencia extraña: antes la casa estaba deteriorada; ahora está reluciente. Alguien llamado Cuzco se encarga de limpiar la casa los días hábiles; aún no lo conozco.

Pelo la naranja; el olor me recuerda a mi padre. Aparto la cáscara con movimientos lentos; quito los pellejos blancos de los gajos antes de comerlos. Separo con la lengua los gajos en porciones más pequeñas. Chupo las semillas como si fueran caramelos; las escupo como si fueran chicles.

El cable de la batería me entorpece el regreso al cuarto. Quisiera no tener que cargarla, pero es el único modelo que pudo pagar mi familia. Hago una pausa en el espejo del baño: veo una señora gorda y bajita, sobrenaturalmente linda.

1.3

Lo primero que hice cuando estuve a solas fue meterme los dedos en la concha. No sentí nada. Acostado en la cama del hospital, la ventana hermética pero sin cortinas, observaba mi batería por primera vez, enchufada a mi cuerpo como una correa entre el perro y su amo. Los médicos querían que durmiera. Mi mente estaba fresca aunque el cerebro fuera usado; si la cabeza tenía algún historial, había sido bien borrado. Las rodillas todavía no respondían, pero el resto del cuerpo sí. La mente interpreta el fin del estado de flotación como el fin de un calambre; la ausencia de pito, en cambio, se asemeja al síndrome de miembro fantasma que sufren algunos amputados.

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