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No se me daba mal la mentira, me acostumbré a utilizarla a la tierna edad de cuatro o cinco años cuando me empeñaba en camuflar mi irremediable cojera con alguna lesión futbolística de esas que sufrían Arconada o Satrústegui y que les tenían unas semanas de baja. Era cuando aún tenía la esperanza de que mi pierna, un día, amanecería en su debido sitio y dejaría de ver el mundo a trompicones. A mi ama le pareció de lo más natural que me fuera al parque de Elorrieta o a la puerta del Hotel Londres donde se concentraban los jugadores de la Real antes de los partidos. Llevaba un par de días sin ver a mi aita . A veces desaparecía y mi ama me decía que había tenido que ir a Iparralde a comprar cosas para la tienda.
No era la primera vez que entraba en el hospital, pero sí la primera que lo hacía solo. Me pareció diferente a como lo había visto hasta ese momento, su frialdad, sus paredes blancas donde imperaba el eco y donde siempre era de día, enmascarando el negro olor que desprenden los quirófanos, los visitantes con trajes deslucidos y cara preocupada, y de pronto yo, allí en medio, con mis zapatos limpios y mi chaqueta preferida, veía el mundo con cierta indiferencia y con un aire de suficiencia.
En el momento en que me dirigía a preguntar en qué habitación estaba Eloy, justo en ese instante, la aparente paz de los enfermos se transformó en gritos, sirenas y miedo.
—¡Venga, fuera de aquí! ¡Apártense! ¡Urgencias! ¿Dónde está urgencias? ¡Llamen a un médico, por favor, rápido!
Pasando muy cerca de mí, llevaron inmediatamente al quirófano a un hombre con una especie de uniforme oscuro producto del humo o la metralla y con la cara amarillenta, sin apenas sostenerse sobre sus piernas. Al llegar a mi altura me aparté hacia la pared para dejar paso al gentío que se arremolinaba en torno al herido en una carrera frenética hacia la sala de operaciones. Con el torso semidesnudo, el herido me miró con cierto desdén, como pidiéndome explicaciones por mi presencia en el hospital. Lo observé desde tan cerca que vi con absoluta claridad cómo su ropa y sus uñas estaban tiznadas de negro, y cómo de las palmas de sus manos brotaba sangre, que le impregnaba toda la ropa.
En ese momento, debido a mi curiosidad, hubiera dado cualquier cosa por saber qué piensa exactamente un hombre solo en una mesa de operaciones, cuánto tiempo dura esa soledad, en qué piensa un hombre que sabe que han querido matarlo y sin embargo han fallado. ¿Por qué han fallado? ¿Qué circunstancia incontrolable ha hecho que lo que debería haber ocurrido, que es su muerte, no se haya producido? ¿A quién le debe dar las gracias? ¿A Dios, a que el asesino se ha resbalado en el último momento, a que el arma se ha encasquillado o quizá a una distracción porque pasaba por allí una bella muchacha? En ese momento mi pensamiento se alejaba de lo que realmente había ido a hacer al hospital, para pensar fugazmente en la suerte de aquel hombre que probablemente salvó su vida.
Pasados unos minutos y como si el hospital fuera en realidad un escenario más de una guerra en la que momentos de aparente paz sucedían a los bombardeos, me dirigí hacia la habitación donde me dijeron que se encontraba Eloy.
Eloy Navarro López, segunda planta de pediatría, habitación 208.
Así me enteré del apellido de Eloy. Al principio me sorprendió porque casi todos mis amigos tenían apellidos como Goicoetxea, Uriarte, Bengoetxea, Lasarte o Gerritabeitia y hasta ese día no había conocido a ningún Navarro. «Será de Navarra», pensé, aunque creía recordar que me había dicho que era de un pueblo de Granada.
Cuando entré en la habitación Eloy estaba solo, apoyado sobre un sofá de color verde aceituna mirando por la ventana la concentración de ambulancias, coches de policía y algún periodista haciendo fotos en la entrada del hospital.
—¡Hola! —le dije, con una efusividad no acorde con nuestra todavía muy incipiente amistad.
Miró hacia la puerta con cara de sorpresa como diciendo «Y éste… ¿que hace aquí?» y comentó:
—Hola… ¿Cómo te llamas? Que se me ha olvidado.
—Ander, ¿no te acuerdas? De la consulta del doctor Elósegui. ¡Pero si yo estaba cuando te pegaste aquel trompazo!
—Sí, sí, ya me acuerdo. Es que creo que el golpe me ha perjudicado la memoria un poco.
—Bueno y ¿qué te ha pasado? ¿Por qué te caíste en la consulta del doctor Elósegui?
—Jo, no me acuerdo muy bien del golpe pero —dijo señalándose su sien izquierda— mira qué morado me he hecho. Además me han operado de anginas. Me las han quitado y no te puedes ni llegar a imaginar cómo llega a doler. Me molesta hasta el aire que respiro.
—¿Las anginas? —dije como si fuera imposible vivir sin ellas, como si fueran el hígado o el corazón.
—Sí. Dice el doctor Elósegui que cuando dan tantos problemas es mejor quitarlas. Que si no me las quitan me podía entrar reúma en el corazón. Y eso es muy peligroso.
—¿Reúma? ¿Y eso qué es?
—No lo sé —dijo Eloy como empezando a cansarse ante tanta pregunta.
En ese momento entró en la habitación un hombre de unos setenta años algo encogido en su porte, pelo canoso y ralo y un bigotito muy fino y muy negro que me recordaba al de los actores americanos de las películas de guerra que veía en el cine de Inchaurrondo. Su rostro tenía un color cobrizo, como si pasara mucho tiempo a la intemperie y el viento del Cantábrico no parara de chocar contra su cara. A pesar de ello tenía una tenue elegancia en sus formas. Fue, cuidadoso al entrar y cerrar la puerta, y mostró una sonrisa dulzona hacia Eloy y vacilante hacia mí. El rostro era más severo que la voz y su bigote había adquirido un tono artificial descolorido. Tras sus ropas se escondía un cuerpo que en su día fue musculado y que ahora se encorvaba levemente.
Mientras le estrujaba las manos, le dijo a Eloy:
—Pero bueno, ¿qué diablos haces aquí?
—¡Hola Canicas! Pues mira, que me han quitado las anginas.
—Bueno hombre, yo tampoco las tengo y mira, aquí me tienes más peripuesto que un don Juan.
—¿Y no las echas de menos? Es decir, ¿nunca más te has acordado de ellas?
—En absoluto. Y tú tampoco te acordarás.
Mientas Canicas intentaba animar a Eloy tratándolo como si fuera un adulto, que es como nos gusta a los niños que nos traten, observé que la cálida voz de aquel hombre parecía de otra época, no sólo por su edad sino por su vocabulario entre agradecido y solemne.
—Bueno, Canicas, ¿no crees que habrá que huir de este hospital? —dijo Eloy.
Canicas emitió una sonrisa cómplice y le dijo:
—Estaba yo pensando que cuando te den el alta podríamos irnos de excursión a los Montes de Lasarte. Conozco unos árboles que en el interior de la corteza tienen unos duendecillos que emiten sonidos de miles de años atrás. Y los prados que hay son mejores que el césped de Atocha. ¿Qué te parece?
A Eloy se le iluminaron sus tristes ojos imaginándose correteando por los prados de Lasarte.
—Sí, claro, y podría venir mi amigo Ander, ¿verdad?
—Bueno, si sus padres no ponen inconveniente…
—Sí, sí, sí. Mis padres, nada, no hay problema. Si hoy me han dejado venir solo al hospital. Mis padres me dejan hacer de todo. Tengo trece años pero voy a hacer catorce muy pronto y mi aita dice que a esa edad él ya trabajaba.
—En ese caso lo prepararemos todo para cuando Eloy esté bien.
***
Canicas había perdido la medida del tiempo desde que cinco años antes se había jubilado de la Guardia Civil después de más de cuarenta luciendo el color verde del uniforme y el emblemático tricornio. Canicas siempre decía que el día que desapareciera el tricornio, desaparecería la Guardia Civil. Le podrían dejar el mismo nombre, pero sería como un león sin melena o un vasco sin txapela .
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