Primeras experiencias en la escuela Hopkinson. Espero encontrar compañeros espirituales entre los maestros. No es así. Disculpas del señor Muglington. Me golpea una pelota de fútbol. Posterior disculpa del señor Beerthorpe. Hábitos degenerados de mis compañeros de escuela. Terrible descubrimiento y secuelas. Asombrosa ineptitud del señor Lorton. Asalto coordinado contra mi persona. Me rescata mi padre, que obtiene una disculpa pública.
Debido a los retrasos sucesivos causados por mi mala salud, el ataque contra mi persona de Desmond O’Flaherty, la repentina invasión de tiña y la desnudez craneal que trajo consigo la pomada, tenía casi catorce años cuando por fin pude ir a la escuela. Incluso entonces, cabían dudas sobre si mi padre debió haber tomado aquella decisión. Pues aunque en ese tiempo mi salud era algo menos precaria, las penosas experiencias que había tenido que sufrir me habían elevado, de forma natural y prácticamente en todos los aspectos, por encima de la mayoría de mis contemporáneos. Y aunque era verdad, claro está, que Simeon y Silas Whey terminarían por convertirse en caros y estimados compañeros de mis aventuras, mi edad mental y espiritual era mucho más elevada que la de las personas que se habían cruzado en mi camino hasta entonces. Pensé que solamente entre los maestros y educadores de la escuela podría albergar la esperanza razonable de encontrar compañeros apropiados y a mi altura.
Por eso desde el principio decidí fomentar en mis tutores la percepción de que yo sería una conexión firme y valiosa, no sin poner mis servicios igualmente a disposición de mis compañeros de estudio. Durante los primeros días no fue tarea fácil, debido a la natural confusión que el incidente de mi entrada en la escuela había causado, y solamente después de proferir algunas observaciones informativas, logré difundir mis propósitos.
Por ejemplo, cuando nuestro tutor, el señor Muglington, me preguntó si sabía cuál era la capital de Bélgica, le respondí que pese a que no había tenido la fortuna de disfrutar de una visita en persona a dicha ciudad, me habían informado con cierta verosimilitud de que la urbe recibía el nombre de Bruselas, tan indisolublemente asociada con la conocida brassica. 5 Aunque se trataba de un hombre de aspecto más bien repulsivo, adornado con un bigote de color jengibre, yo había acompañado mis palabras con una sonrisa amistosa. Pero él se limitó a mirarme fijamente, debo confesarlo, con expresión singularmente ruda y ofensiva.
—Veamos —dijo—. Creo que su nombre es Carp.
—Augustus Carp —repliqué— de Angela Gardens.
—Entonces tenga la bondad de recordar —respondió— que en el futuro debe limitarse a contestar la información que se requiera de usted, y nada más.
Se trataba, por supuesto, de la declaración de un hombre vengativo y de mente peculiarmente estrecha, hasta ahora instalado por azar en una posición de autoridad que evidentemente había alimentado sus inclinaciones más perniciosas. Pero como yo aún ignoraba hasta qué punto era un ejemplo deplorablemente típico de la clase a la que pertenecía, pasó una cantidad de tiempo considerable hasta que pude contener los sollozos que sus infamantes palabras habían causado en mi ánimo. Por supuesto, no perdió un momento y se aprovechó vilmente de mis emociones.
—Quizá —observó, con una burlona y malvada expresión— cuando haya terminado de meditar mi respuesta, será tan amable de enumerar las principales exportaciones de Finlandia.
Me alegra decir que, más tarde, gracias a la inmediata e imperativa exigencia de mi padre, se vio obligado a pedirme perdón en presencia de mi progenitor y del director de la escuela, el señor Septimus Lorton. Sin embargo, al instante comprendí que no era una disculpa basada en un arrepentimiento real y de corazón, y aunque le aseguré que en lo que a mí respectaba el incidente estaba cerrado, quedó claro que jamás podría concederle el privilegio de mi amistad.
Tampoco estaba en mi destino recibir una respuesta más satisfactoria a los siguientes avances que consideré mi deber emprender. Estaba excusado, por razones morales, del estudio del francés por petición expresa de mi padre, y en lugar de eso se me permitió recibir lecciones adicionales de alemán, impartidas por el señor Beerthorpe. Era un hombre de complexión fornida y muy miope; para corregir ese defecto, llevaba unas gafas excepcionalmente gruesas. Al principio, su amistad me atrajo, pero pronto descubrí que su carácter no era más que espuria amabilidad. También me resultó embarazoso descubrir que casi todo el mundo se refería a él por la primera sílaba de su apellido, añadiéndole un apéndice vocal que le confería el mote de «El Cervezas». 6
Si el interfecto lo sabía o no, eso yo lo ignoraba. Pero opté por distanciarme de dicha práctica a la menor oportunidad, como un acto de bondad y justicia hacia mi persona. Así, un día en que actuaba de árbitro de un partido de fútbol, me acerqué y posé mi mano en su codo, diciéndole que me gustaría intercambiar algunas palabras con él.
—¿Eh? ¿Qué? —dijo—. ¡Falta!
Y soltó un pitido tremendo con un diminuto silbato. Me pilló desprevenido y no pude evitar sobresaltarme, tapándome los oídos.
—Bueno, ¿qué pasa? ¿Cuál es el problema? —preguntó.
—Quizá podríamos buscar un lugar más tranquilo para hablar.
—Pero bueno, ¿qué pasa? —exclamó y añadió—: ¡Cuidado!
Se apartó bruscamente para dejar pasar un balón. Al perder el muro de contención del señor Beerthorpe, yo no fui tan afortunado y recibí el impacto del proyectil aéreo en la parte superior de mi cuello y mi oreja izquierda. Durante unos instantes fui incapaz de seguir hablando. Si la pelota hubiera tenido una forma más cónica, parecida a un huevo, de esas que tan habitualmente se utilizan para el mismo tipo de celebraciones bárbaras, el golpe habría tenido consecuencias más graves e incluso fatales. Cuando hube recuperado la capacidad de hablar, sentí una ligera decepción al ver que el señor Beerthorpe seguía soplando cruelmente con su silbato, en una lejana esquina del campo de deportes. En esas circunstancias, cualquier otro muchacho habría abandonado su propósito. Pero a pesar de lo que después siguió, siempre me enorgulleceré de no haberme dejado arredrar por el desafortunado principio de mi tarea. Acercándome por segunda vez, volví a tocarle el codo.
—Por el amor de Dios, ¿sigue ahí? —exclamó.
Naturalmente, parpadeé un poco ante su interjección, y le recordé que seguía pendiente mi comunicación.
—Está bien, está bien. Venga, vamos.
Le entregó el silbato a un muchacho que andaba cerca.
—Bueno, ¿qué pasa? —preguntó.
Entramos en un aula vacía.
—Primero, me agradaría que aceptara esto —dije yo, entregándole una caja de media libra de chocolates, adornada con muy buen gusto con un lazo de color amarillo. Proseguí—: Es una pequeña muestra, aunque espero que aceptable, de mi deseo de inaugurar relaciones amistosas con su persona.
Se quedó mirándome con la boca abierta durante un instante, y luego se oyó un sonido gutural en la parte posterior de su garganta.
—Pero bueno, muchacho. ¿No pretenderá decirme que ha interrumpido un partido de fútbol para traerme aquí y darme media libra de chocolatinas, verdad?
—No del todo —dije—. No era esa mi intención primordial, aunque debo confesarle que me siento herido por el tono de su voz. También deseaba informarle de que es usted objeto de una continuada indignidad, con la que personalmente disiento sobremanera.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué demonios quiere decir?
Volví a sobresaltarme por segunda vez, y en esta ocasión bajé mi voz.
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