Los agentes encargados del caso por el jefe de la Brigada de Investigación de Delitos contra las Personas eran la inspectora María José Salaverri, a todos efectos considerada jefa de un equipo que incluía a otros subinspectores especializados en cuestiones informáticas o científicas, y el inspector Víctor Casamián. Dos funcionarios perfectamente capaces de resolver cualquier crimen en el que se conociera la identidad de la víctima, por muy extraña que hubiera sido su forma de morir. Porque, en el caso que les había tocado en suertes, lo primero que llamaba la atención era precisamente eso, la forma de morir del difunto Rodríguez García, tal y como se recogía en la autopsia practicada.
«Compromiso neurológico en anoxia con parada cardiorrespiratoria, además de las consecuencias derivadas de rotura traqueal y vértebras cervicales, todo ello producido por algún mecanismo que incluya una argolla metálica...».
El reloj señalaba ya las diez de la noche, cuando los dos investigadores todavía seguían asombrados ante aquellas palabras. Para estar más seguros de lo que pretendían decir, habían telefoneado al forense encargado de la necropsia en Guadalajara. Este, aunque se encontraba ya en su domicilio, atendió amablemente la consulta de los policías.
—Perdone que lo moleste a estar horas, doctor, pero el resultado de su autopsia nos ha dejado confusos —indicó Salaverri tras presentarse como la encargada de investigar el caso—. ¿Podría ser más explícito cuando habla de una argolla metálica?
—Por supuesto, inspectora. Lo que he querido decir es que ese desdichado ha muerto por estrangulamiento provocado por algún objeto metálico. Las marcas en el cuello, que, por cierto, ha quedado reducido a la mínima expresión, tal y como señalo en mi informe, son de una argolla... metálica, o de algún material muy resistente, aunque yo me inclino por el metal. Un mecanismo que tuvo que comprimirse con extremada fuerza en torno al cuello de la víctima, hasta provocar incluso que sangrara levemente.
—Es decir, no con unas simples manos...
—No, no..., ni hablar, más bien con algún artilugio tipo... garrote. Como el que usaban antes para ejecutar a los reos. De hecho, al no haberme encontrado nunca con un caso así, antes de redactar mis conclusiones me he documentado un poco, y he comprobado que las señales son muy parecidas, por no decir iguales. Todo dependía un poco de la profesionalidad y fuerza del verdugo, y del estado de conservación del aparato.
—Entonces, quiere decirnos que al señor Rodríguez lo han ejecutado como se hacía antiguamente.
—Más o menos. Las últimas ejecuciones mediante garrote se llevaron a cabo en España el 2 de marzo de 1974, si le sirve como información adicional, aunque de eso hay muchísimas páginas en Internet.
María José se mantuvo unos instantes en silencio, como si estuviera sopesando la nueva información recibida.
—De acuerdo, doctor —dijo por fin—, muchas gracias por atenderme a estas horas y buenas noches.
—De nada, si tiene más dudas, puede llamarme cuando lo considere oportuno. Adiós, buenas noches, inspectora.
En cuanto hubo colgado, le contó a su compañero el resultado de su gestión. Víctor, con el que había resuelto ya varios casos, tenía alrededor de cuarenta años, rostro achinado y barba perfectamente recortada. Al escuchar la hipótesis del garrote, supo que se encontraban ante un asunto muy especial.
—Si alguien se ha tomado la molestia de secuestrar a nuestra víctima para luego estrujarle el gaznate con un garrote, es que le tenía muchas ganas. Aquí tenemos de todo: premeditación, alevosía, sin duda un móvil sólido que deberíamos determinar cuanto antes... Si tenemos en cuenta la información que nos ha llegado de la comisaría de Chamartín, el infeliz desapareció mientras daba un paseo nocturno por su barrio, tal y como solía hacer a menudo. Así que tuvieron que secuestrarlo, llevarlo a algún lugar discreto y allí encajarle la argolla de la muerte. El informe de la autopsia menciona restos de tiopental, un anestésico, al parecer inyectado, si nos atenemos a la punzada apreciada en el cuello por el forense. Pudo ser aquí, en Madrid, o en algún otro punto entre la capital y Brihuega. Como digo, todo parece perfectamente planificado por alguien que sin duda conocía la rutina de la víctima. Y por lo que he leído también, el rastreo de su móvil indica que fue apagado la noche de su desaparición, y que no ha vuelto a activarse desde entonces.
—E imagino que no volverá a activarse nunca más —apuntó María José, una mujer que aparentaba la misma edad que su compañero, aunque parecía conservarse mejor. De hecho, su cuerpo, ajustado entre un jersey de cuello alto que marcaba perfectamente sus formas y unos tejanos, no parecía acumular ni un gramo más del establecido por los cánones estéticos.
—Antes de dejarlo por hoy, nos queda lo peor... —dejó caer el inspector.
—La familia...
—La familia. Y te toca llamar a ti, como mujer que eres y por tanto mucho más capacitada para eso..., y muchas otras cosas, entre ellas, porque eres la jefa.
María José chasqueó la lengua en un gesto que denotaba cierto disgusto, aunque no dudó en telefonear de inmediato a la viuda de la víctima.
—...
—Buenas noches, ¿la señora Fuertes?
—...
—Soy la inspectora Salaverri. Es sobre su marido. Esta mañana se ha hallado un cuerpo en Brihuega, y mucho nos tememos que se trata de él. ¿Podríamos pasar un momento por su casa para mostrarle unas imágenes y confirmar su identidad?
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