¿Qué hacer? El indicador, que debe ser un medio —de diagnóstico, de comprensión, de rendición de cuentas—, se ha hecho un fin en sí mismo. Esta inversión de medios y fines es síntoma de otra enfermedad diagnosticada por la cibernética de las organizaciones: la burocracia. Un sistema viable, es decir, capaz de permanecer en el tiempo por sí mismo, se compone de cierto número de sistemas primarios que también son viables —por ejemplo, los negocios individuales que integran un sector de la economía— y de un número de sistemas auxiliares, los cuales organizan la interacción y el uso de recursos comunes entre los primeros —en una empresa: el Departamento de Contabilidad; en un país: las entidades que salvaguardan el orden público; en una universidad: la biblioteca—. Los primeros pueden existir sin los segundos: hay tiendas de empanadas sin un Departamento de Contabilidad, pero no un Departamento de Contabilidad “suelto”, como la sonrisa del gato de Cheshire.
Ahora bien, en parte porque, a menudo, se les otorga autoridad y en parte porque todo sistema tiende a volverse autopoiético —a reproducirse, a bregar por prosperar—, los sistemas auxiliares propenden a un estado patológico, llamado burocracia, en que se conciben a sí mismos como servidos por los sistemas primarios, no al servicio de estos (Beer, 1994). Por ejemplo, como escribe los cheques, la División de Nómina de una universidad se inclina a pensar que los profesores están a su servicio y que, cuando se paga a fin de mes, se está repartiendo “su” dinero. En términos biológicos, de una relación mutualista entre sistemas auxiliares y primarios se pasa a una parasitaria.
Otro ejemplo: una porción de la partida presupuestal de los departamentos de policía de los Estados Unidos viene de la venta de bienes decomisados vinculados con arrestos por tráfico y posesión de drogas —aun si el arrestado resulta inocente—, lo que estimula a los policías a perseguir en exceso a los ciudadanos y a crear motivos ficticios para un arresto (Hari, 2015): en este punto, la policía ha pasado de servir a la sociedad a comer de ella, se ha vuelto un parásito. En general, se puede reflexionar sobre cuál es el propósito de la Administración para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés), ¿crecer y prosperar como institución o acabar con las drogas?, nótese que lo segundo contradice lo primero.
Esta autopoiesis perversa también ocurre con las agencias de rankings de universidades y revistas académicas: pasan de ser evaluadoras a, por ejemplo, vender asesorías para obtener un buen ranking. Como la metrocosmética resulta de la autopoiesis perversa de los sistemas auxiliares —en concreto, de los de medición y control—, se alivia si se concibe e implementa una cibernética de las organizaciones, un modo de administración específico para estos sistemas. La idea consiste en pensar en instituciones suicidas o permanentemente anoréxicas; por ejemplo: con fecha de caducidad, con presupuestos que disminuyan cada año y con funcionarios prestados de otras instituciones, quienes, por lo tanto, no tendrán un interés laboral en la persistencia de la institución de control.
Ante esto, se necesita un cambio epistemológico: si comprendemos que medir creaturas no es lo mismo que medir pléromas, entenderemos que las primeras requieren otro tipo de sistema de diagnóstico y rendición de cuentas, que aborde la singularidad e historicidad de los sistemas que se manejan. Esto implica el diseño, caso por caso, de sistemas de medición: ¿quiénes deben diseñarlos?, en principio, las personas que viven el día a día de una institución y, en consecuencia, la conocen mejor: los académicos de un campo deben diseñar sus indicadores de desempeño; los ciudadanos de un país deben diseñar los indicadores de de-sempeño de su gobierno, dado que ¿quién conoce mejor su propio bienestar?
Para modelar creaturas se necesitan matemáticas más complejas que para modelar pléromas; pero esto, hoy en día, no es un obstáculo: contamos con la sofisticación matemática y con el poder de procesamiento suficientes para producir modelos tan sofisticados como lo requieran aquellas instituciones e individuos cuyo desempeño queramos medir. Sin embargo, también hay que cambiar los valores: debemos cultivar un gusto por la autenticidad.
En una etapa embrionaria de la presente investigación (Bula, 2012), al fenómeno de la metrocosmética lo llamamos por otro nombre: la enfermedad de Gorgias —queda abierta la pregunta sobre si, con los años, hemos aprendido a bautizar mejor las cosas—. En un importante diálogo de Platón (1932), Sócrates le pregunta a Gorgias y sus seguidores por la naturaleza de la retórica: ¿qué clase de saber es?, ¿cuál es su objeto? Exasperado, Polo le exige a Sócrates que ponga las cartas sobre la mesa, que diga qué considera la naturaleza de la retórica. Sócrates, con cierta renuencia, le dice a Gorgias:
me parece, Gorgias, que existe cierta ocupación que no tiene nada de arte, pero que exige un espíritu sagaz, decidido y apto por naturaleza para las relaciones humanas; llamo adulación a lo fundamental de ella. Hay, según yo creo, otras muchas partes de esta; una, la cocina, que parece arte, pero que no lo es, en mi opinión, sino una práctica y una rutina. También llamo parte de la adulación a la retórica, la cosmética y la sofística, cuatro partes que se aplican a cuatro objetos. (462e-4633)
Para Sócrates, la adulación es un quehacer en el que se simula la práctica de artes legítimos: los últimos producen salud real, la primera su apariencia (464a). Sea cual sea el objeto de la salud, cuerpo o alma, produce la base para clasificar las partes de la adulación:
[…] puesto que son dos los objetos, hay dos artes, que corresponden una al cuerpo y otra al alma; llamo política a la que se refiere al alma, pero no puedo definir con un solo nombre a la que se refiere al cuerpo, y aunque el cuidado del cuerpo es uno, lo divido en dos partes: la gimnasia y la medicina; en la política corresponden la legislación a la gimnasia, y la justicia a la medicina. (464b)
Así, el mantenimiento de la salud del cuerpo le corresponde a la gimnasia y su reparación a la medicina; en cuanto al alma, la política mantiene y la justicia corrige. Entre las partes de la adulación hay un imitador para cada una de estas artes:
[…] la adulación […] sin conocimiento razonado, sino por conjetura, se divide a sí misma en cuatro partes e introduce cada una de estas partes en el arte correspondiente, fingiendo ser el arte en el que se introduce; no se ocupa del bien, sino que, captándose a la insensatez por medio de lo más agradable en cada ocasión, produce engaño, hasta el punto de parecer digna de gran valor. Así pues, la culinaria se introduce en la medicina y finge conocer los alimentos más convenientes para el cuerpo, de manera que si, ante niños u hombres tan insensatos como niños, un cocinero y un médico tuvieran que poner en juicio quién de los dos conoce mejor los alimentos beneficiosos y nocivos, el médico moriría de hambre. A esto llamo adulación y afirmo que es feo […] porque pone su punto de mira en el placer sin el bien. (464c-465a)
La adulación, de suyo inferior a las artes que imita, sale triunfal frente a quienes son como niños, porque se enfoca en el placer: las golosinas del cocinero, por ejemplo, frente a los sanos alimentos del médico. No solo no produce los bienes propios de las artes que imita, sino que no se puede llamar arte en absoluto, puesto que no opera con conocimiento de causa: “[…] no tiene ningún fundamento por el que ofrecer las cosas que ella ofrece […] Yo no llamo arte a lo que es irracional […]” (465a).
Según venimos diciendo, la metrocosmética produce la apariencia de buen desempeño. ¿Estamos ante otra parte de la adulación? Curiosamente, la metrocosmética, basada en la medición cuantitativa, se alimenta de formas de pensar cientificistas y cuantitativistas; sin embargo, si estamos en lo cierto, este cuantitativismo solo crea la apariencia de objetividad y cientificidad: los niños a los que engaña no buscan el placer, pero sí el atajo de parecer serios sin serlo. Así como hay aduladores respecto al cuerpo, los hay respecto al alma e instituciones:
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