Philip Hoare - El alma del mar

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Una exploración del hechizo del mar y del arte.Del autor de
Leviatán o la ballena y
El mar interior, llega un maravilloso retrato compuesto por las sutiles, hermosas, inspiradas y enloquecedoras maneras en que el ser humano se ha relacionado con el planeta del agua.En el deslumbrante cierre de su trilogía sobre el mar, Hoare parte de nuevo en un viaje en busca de las historias humanas y animales del mar, desde las personas empujadas a la desesperación, a ballenas, gaviotas y espíritus de las aguas: esta es una odisea personal y literaria que nos llevará desde los suburbios de Londres hasta las costas europeas y del Atlántico. Desfilan por sus páginas William Shakespeare, Henry David Thoreau, Wilfred Owen, Jack London, Herman Melville, Elizabeth Barrett Browning, Virginia Woolf, Percy Bysse Shelley, Mary Shelley, Lord Byron, el almirante Nelson, David Bowie, Stanley Kubrick y muchos otros poetas y artistas, escritores modernistas y héroes famosos o desconocidos, todos ellos relacionados con el mar, a veces de manera fatal y hermosa. «Mitad historia cultural y mitad vibrante narración de su relación con el mar Philip Hoare ha escrito un libro maravilloso que es una delicia leer.» The Sunday Times"Hoare escribe sobre Shelley, Byron y Elizabeth Barrett Browning Poetas del mar en manos de un poeta del mar." The Literary Review"Una historia idiosincrática de marineros, aventureros y artistas que evoca la majestuosidad del horizonte marino Es una obra maestra que se eleva al nivel de poesía sublime." The Times"Rara vez he leído un libro que me haya hablado tan directa e íntimamente a mí." The Guardian"Un libro extraño y maravilloso." Robert Macfarlane

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«Aquella fue —dijo Pat— su última palabra sobre la pintura». Se mudaron a la casa el Día de Acción de Gracias de 1962. Estuvieron allí apenas un año. El siguiente Día de Acción de Gracias —pocos días después del asesinato del presidente Kennedy—, hubo una tormenta terrible que sembró el caos con tres pleamares. «Se llevó la barrera, la terraza y casi socava la casa entera», recuerda Pat. Un mes después, esa Navidad, Nanno murió.

Pat hizo que construyeran su ataúd con la madera de enebro de Virginia que había sobrado al construir la casa, como si fuera a ser lanzado al mar, como Ismael. Las tempestuosas imágenes de Nanno de las costas del Atlántico todavía cuelgan de estas paredes: Ballston Beach rebosa de energía, como si fuera una ventana en la pared abierta al lado del Cabo que da al océano. Todos los armarios, todos los cajones, todos los altillos de esta casa están llenos de arte. El arte se filtra por los nudos de la madera, como el mar bajo los maderos.

En los años sesenta y setenta, se organizaron fiestas aquí, grabadas en destellantes películas caseras y en la memoria y las historias de quienes asistieron y pasaron una noche en el calabozo por perturbar la paz. Había drogas psicodélicas y, cuando Pat invitaba a músicos de jazz, como su amante, Elvin Jones, luego encontraba pescados podridos frente a su puerta, que dejaban allí los vecinos molestos por el hecho de que hubiese llevado negros a la ciudad. Nina Simone estuvo aquí; imagino bajar las escaleras y encontrármela tomando un té en la larga mesa de Pat, hablando con su preciosa voz. Una fotografía descolorida pegada a la pared muestra a Pat y sus amigos bailando congas en la terraza. Los tambores todavía siguen en su sala de estar, pero hace tiempo que nadie los toca.

Pat tuvo otros visitantes que atender. En 1983, una orca solitaria apareció en la bahía. Era una hembra, al parecer habituada a los humanos; algunos pensaron que había escapado de un programa militar de adiestramiento de mamíferos marinos, un delfín desertor. Fue el animal más grande que vería. Pat salía en kayak a encontrarse con ella y la dibujó una y otra vez, utilizando un rotulador negro sobre piedras planas. El animal elevó la aleta junto a su canoa y Pat le ofreció un lenguado a su amiga.

Otros fueron menos amables cuando la ballena se acercó al muelle. «Alguien le echó bourbon en el respiradero», dice Pat. Después, el práctico del puerto llevó la ballena a mar abierto.

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Esta casa se reconstruye con cada estación, sumando capa tras capa. En el interior se alzan colosales ficus y árboles de jade, regados con el agua de lluvia que se recoge del techo. Buda está sentado en la posición del loto en el jardín. El exterior se adentra en el interior. En el patio, árboles silvestres proyectan su sombra sobre las tumbas de los perros fallecidos; grandes cadenas de luces azules iluminan sus ramas cuando cae la noche. Petirrojos y cardenales se refugian en las alturas de los gatos a quienes verdaderamente pertenece la casa, cómplices de su señora.

Es precisamente la antítesis del orden que su madre creaba en el Manhattan más glamuroso. Libros y catálogos se erigen en pilas en cada peldaño de las escaleras. Los polvorientos cajones están llenos de cormoranes que graznan y claman por salir. Si Pat ya no pinta es porque ya ha dicho todo lo que tenía que decir. Ahora colecciona piedras de la orilla mientras marcha con su zancada amplia y ligera, llevándose al bolsillo trozos de granito y de cuarzo pulidos por el mar para disponerlos en la mesa sin ningún propósito pero con intención. Hace años, en 1954, cuando estaba mecanografiando Molloy, de Beckett, para la Paris Review, le fascinó la parte en que Molloy «chupa las piedras».

«Pasé algún tiempo a la orilla del mar, sin incidente digno de mención —dice Molloy—. Personalmente, no me encuentro peor que en cualquier otro sitio […] Y el hecho de que la tierra no llegara más lejos, al menos por un lado, no me disgustaba. Y me resultaba agradable sentir que había al menos una dirección que no podía tomar sin mojarme primero y ahogarme después».

Entonces ejecuta un extraño y obsesivo ritual: «Aproveché aquella estancia para aprovisionarme de piedras de succión. Eran guijarros, pero los llamo piedras. Sí, aquella vez adquirí una importante reserva. Las distribuí equitativamente entre mis cuatro bolsillos y las iba chupando por turno».

«Durante diez páginas, en un párrafo —dice Pat—, se saca las piedras de los bolsillos, se las lleva a la boca y las guarda de nuevo, trabajando según una complicada logística que marca la decisión de chupar cada piedra y guardarla después de chuparla para no volverla a chupar antes de haber chupado las dieciséis piedras por orden y haberlas guardado en el bolsillo adecuado. Me llevó mucho tiempo porque me perdía constantemente. He leído y releído ese fragmento. Esas piedras siguen conmigo…».

Piedras, mar y arena. Es el vacío de lo que hace lo que impulsa a Pat a seguir. Su energía se ha concentrado, como si todo avanzara hacia un punto zen de totalidad y desprendimiento; la aparente vacuidad de sus pinturas, la supuesta desolación de la playa; como si lo hubiera conjurado todo y se sintiera satisfecha de lo que ha conseguido. No necesita hacer más. Pat rara vez sale ahora de Provincetown; está unida a este lugar. «Me siento muy distante de todo», dijo en 1987, más de veinte años después de la muerte de Nanno. «Cuando llega abril, tras un invierno sola, casi siento que no existo».

Viviendo tras sus árboles, mirando hacia el mar, puede parecer que es una figura olvidada en esta olvidadiza ciudad, abandonada de nuevo. Pero cuando subimos en un taxi, el joven conductor me dice: «La señora De Groot viaja gratis».

Está allí, a la sombra del embarcadero, como si hubiera buscado refugio bajo los puntales de madera. Lleva muerto solo veinticuatro horas, pero sus rasgos más característicos —delicados tirabuzones grises y amarillos, que se mezclan como señales de su movimiento entre las olas capturado por un ecualizador gráfico, y hubieran dejado un rastro sobre su cuerpo— ya se están desvaneciendo.

Un delfín común, un nombre exquisitamente inadecuado. Dennis escribe el nombre científico en su formulario y pierde la paciencia cuando el bolígrafo se gasta: Delphinus delphis, un título más principesco, con ecos de frisos cretenses y jarrones griegos. Hace dos mil años, en su Historia de los animales, Aristóteles atestiguó «la mansedumbre y bondad de los delfines y la pasión con la que aman a los muchachos». Y añadió: «No se sabe por qué razón nadan hasta la orilla y se quedan varados en tierra; en cualquier caso, se dice que lo hacen en ocasiones, sin motivo aparente».

No es una franja poco transitada de la orilla oceánica del Cabo. Es la playa de la ciudad en la bahía, a la que dan los porches traseros de tiendas y restaurantes; este cetáceo varado podría haber sido arrojado perfectamente a última hora de la noche, junto con las conchas de almejas y los caparazones de langosta. Sin embargo, estas aguas tan tranquilas pueden ser también un lugar peligroso. Una mañana, desde mi terraza, vi unas aletas en la distancia, entre el rompeolas y el muelle. Con mis binoculares, observé a un grupo de delfines comunes que se movían inquietos de un lado a otro. Me acerqué en bicicleta para observarlos más de cerca. Demasiado cerca, según comprendí pronto; corrían peligro de quedar varados. Yo estaba de pie, el agua me llegaba a la altura del tobillo y los tenía a unos seis metros, donde el océano azul se volvía arenoso y marrón. Parecía imposible que pudieran nadar con tan poca agua. El desastre potencial convirtió la escena en una silenciosa crisis, como el fragmento de un documental de historia natural sin la voz en off, una escena ignorada por los vecinos, que seguían con sus asuntos.

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