Al rumiante lo metieron en el remolque de un camión y a José lo subieron a hombros; había sido el héroe de la tarde. Todo el mundo lo conocía y lo quería. π3 se sentía orgulloso de tener un amigo tan querido y esperó a que José pisara el suelo para unirse a él.
La pandilla rodeaba a π3. Todos estaban un poco temerosos de la señorita, que bajaba enfurruñada y con cara de muy pocos amigos. Menuda la que habían montado. Estaba realmente enfadada. Aunque todo había sido muy aparatoso, afortunadamente ninguno de los barriles había estallado. No se había perdido ninguno de los néctares divinos, que eran vinos de más de cien años.
Cuando la señorita llegó a ellos con el ceño fruncido, π3 intentó disculparse, pero solo pudo decir:
−¡Tooooro...! −poniendo los dedos como cuernos y embistiéndola, lo que provocó una carcajada general y relajó bastante a la señorita. Sabía que el seguro se haría cargo de todos los desperfectos, y aunque había sido un susto importante, nadie se había accidentado, por lo que se unió a la alegría general.
En el bar Vicente pidieron chocolate con churros para todos. Tras la carrera estaban hambrientos. Los camareros fueron sirviendo el chocolate a la taza mientras una comisión, en la que también estaba la señorita −por si acaso−, se encargaba de los churros.
La churrería estaba a un costado del mercado, en mitad de la plaza donde también se vendían lechugas, tomates y caracoles. Como π3 quería conocerlo todo, se unió a la profesora, a Carmen y a García. Mientras esperaban a que frieran una rosca entera de churros, observaba a los vendedores de fruta y verdura. La maestra no le quitaba ojo. Ya había comprobado lo revoltoso que era. Carmen lo cogió de la mano y le preguntó a la profesora si podían alejarse un poco a ver los puestos. La señorita les dijo que sí, pero que solo cinco minutos.
Carmen y π3 se separaron y empezaron a contemplar los puestos de verdura y fruta. π3 acercaba su cara hasta las mismas hojas de las lechugas y las olía. Parecía que se las comía con la nariz de cómo tragaba el aire. La chica le iba diciendo:
−Lechuga, tomate.
El frutero arrancó un par de uvas de un racimo y se las dio a probar:
−Uvas, chaval, de donde sale el vino.
π3 las apachurró entre sus manos y luego se las comió. Sabían totalmente distintas a las gominolas, aunque se parecieran de aspecto. Luego avanzaron hasta una gitanilla que vendía caracoles. π3 se sentó sobre la acera cruzando las piernas y mirando los pequeños animales que subían y bajaban los cuernos entre las babas. La gitana le puso un par de caracoles en la mano; π3 no dejaba de mirarlos, mientras Carmen le cantaba:
−Caracol, col, col... saca los cuernos al sol −y él repetía:
−Caracol, col, col.
Se había quedado tan fascinado, que la gitana le preparó una bolsita con hierbabuena y unos pocos caracoles para que se los llevara al barco y jugara con ellos en alta mar.
π3 nunca había visto caracoles. Ni siquiera en el ordenador. Aunque hubiera estudiado parte de la biosfera terrestre y otras biosferas, no le había dado tiempo a conocer todos los animales que habitaban en nuestro planeta. La Tierra tenía muchas cosas y más el Universo. En su planeta, todos los animales y vegetales se habían extinguido hacía mucho tiempo y por eso π3 amaba la vida en todas sus formas, en los pequeños animales como el caracol y en el olor de las lechugas y el jazmín.
La señorita los llamó de nuevo:
−Pitré, Carmen, ayudadme con los churros −y fueron hasta el puesto que olía a fritanga.
La churrera les ofreció uno calentito. π3, que estaba muerto de hambre, se lo metió de golpe en la boca y empezó a aullar porque quemaba, pero no lo escupía y todo fueron risas mientras se dirigían al bar.
En el bar los esperaban el resto de los alumnos, José y Mukiko. El chocolate humeaba en las tazas. Se sentaron y esta vez fue Malocotón quien dijo:
−Pitré, ahora no te vayas a meter toa la taza en la boca. Se bebe despacio, que quema.
π3 agarró la taza como hacían los otros, fijándose para no volver a meter la pata, o mejor, la mano, y sorbió el chocolate, que de nuevo le supo a néctar divino.
No entendía por qué no había ninguno de esos manjares en su planeta. Bien es verdad que la Naturaleza allí había desaparecido y entonces tenían que comer a base de sintéticos: caldos y sueros esenciales y gelatinas que llevaban todas las vitaminas y nutrientes. Sabía que ese tipo de comida se obtenía de otros planetas en donde habían establecido bases de aprovisionamiento. Pero no sabía dónde estaban. De eso se ocupaban los adultos, de que no faltara nada en su planeta, sobre todo la comida y el agua, que desalaban. Eran los mayores quienes hacían incursiones en los distintos planetas vivos, y entre ellos la Tierra, donde entraban siempre por los Polos. Sabía que para poder transportar bien los alimentos tenían que sintetizarlos y por eso comían todo tan simplificado que apenas se parecía a la comida de los humanos, y sí mucho a las medicinas, esas pildoritas de fibra, vitaminas o minerales como las que tomaba la señorita Mariví que había dejado tres frascos distintos sobre la mesa e iba cogiendo pastillas de unos y otros.
Todo esto se decía π3 mientras saboreaba el chocolate. Si todo era así de rico, no quería volver a casa. ¿Para qué?
7
Averiguando
El Puerto es una ciudad pequeña y todo se hace a pie. Y como está llena de bares y de cafés, es mejor hacer las gestiones en estos sitios, donde se reúne la gente a desayunar o merendar.
El periodista Melchor Bocaboca, tras terminar su programa en la radio, se dio un paseo por los lugares acostumbrados hasta llegar a las inmediaciones del mercado donde se concentraba mucha gente. La Policía local había acordonado la zona y unas vallas impedían el tráfico de vehículos. Un camión de bomberos esperaba en un lateral; los flashes de las luces avisaban de que había pasado o estaba pasando algo. Bocaboca se acercó y preguntó a una de las mujeres pechugonas que esperaban tras la valla.
−Un toro que han soltado unos gamberros.
−¿Un toro?
−El toro de Osborne... que ha empezado a correr calle abajo, y aquí mismo, aquí mismito, lo han toreado. −Bocaboca estaba sorprendido. Desde que habían instalado al toro de Osborne en el corral de las bodegas nunca había pasado nada. El toro, de la misma estampa que los toros de cartón de las carreteras, vivía tan contento en su toril. Era un semental de casta fina que cubría a las vacas bravas, pero de bravo no tenía nada; se había terminado amansando, y los turistas se acercaban y le tocaban el belfo.
El periodista contempló con curiosidad al toro, que esperaba paciente en el remolque del camión, aunque coceaba sus paredes metálicas, que retumbaban. El espectáculo había terminado. Bocaboca entró en el bar Vicente y vio de refilón a José y a π3, que estaban con un grupo de chavales. Mientras tomaba un carajillo, uno de los camareros le contó el lío que se había montado, y como José había conseguido capturar al toro. «Otra noticia interesante», pensó Bocaboca. Pero ahora no podía entrevistar al camarero ni a los testigos; tenía que concentrarse en la historia de π3 y sus orígenes ocultos. No quiso hacerse notar ni que José siquiera le viese merodeando.
Inmediatamente después se encaminó hacia la playa de la Puntilla, y llegó a la comisaría. Allá la cola para hacerse los carnets era bastante larga, así que optó por el bar de enfrente; allí se enteraría de todo lo que le interesaba.
En la barra había dos polis uniformados y otros dos de civil, que actuaban de policía secreta, aunque los conociera todo el mundo. Bocaboca entró y todos le saludaron.
−Buenas, Bocaboca.
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