Acomodado en un sofá, buscó en sus bolsillos los papeles que había guardado momentos antes. Comenzó a hojearlos con la esperanza de encontrar en ellos alguna respuesta.
Eran recetas de cocina. Instrucciones para elaborar distintas comidas: locro, tamales, dulce de leche y ambrosía. Encontró, también, un recibo por la compra de una pieza de tela e hilos de bordar. Todo escrito en papeles que se habían tornado amarillentos por el paso del tiempo. De repente, se topó con un sobre lacrado. Dudó si hacerlo, pero al final lo abrió con cautela. Había una carta. Ansioso, bajó la vista hacia la firma. La letra era clara: Vicenta Ahumada.
“¡Vicenta! Ése era el nombre por el que había clamado la joven.”
Intrigado, comenzó a leer.
“Buenos Aires, 18 de junio de 1900
A quien encuentre esta carta:
Yo, Vicenta Ahumada, criada al servicio de la familia Quintana Campos, dejo constancia en plena posesión de mis facultades, que he velado, secretamente, el sueño de la srta. Victoria Quintana Campos, durante 30 años. Envejecí cumpliendo con mi deber.
Pero la niña Victoria no despierta. Siento que las fuerzas me abandonan. No me queda demasiado tiempo.
Por ello, a partir de hoy, clausuraré esta habitación para resguardarla de cualquier intromisión que pudiera perturbar su sueño.
(Abajo una firma y su aclaración)
Vicenta Ahumada”
Alex se quedó perplejo con lo que acababa de leer. Nunca hubiera imaginado algo así. Y le ocurría precisamente a él, que descreía de todo lo que no fuera puramente científico.
Sin embargo, corroboró que lo que estaba viviendo era real, porque en ese mismo instante escuchó gritos desesperados.
-¡Vicenta! ¿Qué estás haciendo?… ¿Por qué no vienes?
Se levantó sobresaltado tratando de decidir sus próximos pasos ¿Sería oportuno hablar con la muchacha para aclarar la situación?
Tras algunas vacilaciones, decidió que eso era lo más razonable. Se acercó al cuarto, sin entrar, y exclamó en voz alta:
-Victoria, hay algo que quiero explicarle. Vicenta no está aquí; yo soy un amigo y deseo ayudarla, tengo algo muy importante que decirle. ¿Me permite pasar a su habitación?
-Eso es una situación muy inconveniente para una dama, pero ya que no aparece Vicenta, pase usted.
Alex entró en el cuarto penumbroso, donde todavía ardía la vela que había colocado.
Encontró a la mujer de pie, apoyada insegura sobre la cabecera de la cama. Se la veía pálida y ojerosa, estaba cubierta con una bata larga; el cabello negro, suelto y enmarañado.
-Necesito a mi criada, me siento débil, no sé qué me ocurre. Quisiera que ella acicale mi cabello; aunque dada las circunstancias tendré que presentarme en este estado indecoroso.
Alex sintió compasión; le resultaba difícil explicarle lo que estaba sucediendo, por lo que abandonó, aunque solo por el momento, su propósito de enfrentarla con la realidad.
-No se preocupe, Victoria. Tome mi brazo y vayamos por una taza de té.
Ella aceptó el ofrecimiento y comenzaron a caminar lentamente.
“Aunque su apariencia es muy desaliñada, este joven actúa como un caballero. ¿Quién es? Dejando de lado su rara manera de vestir y su extravagante peinado, tiene un aire aristocrático. Su rostro me resulta familiar”, se decía la muchacha a sí misma.
El impacto de la luminosidad produjo en Victoria el rápido reflejo de cerrar los párpados con fuerza.
-¡Ay! ¡Qué brillo tan fuerte! Me duelen los ojos.
Alex se apresuró a apagar las luces dicroicas y solo dejó un pequeño aplique encendido.
-Así estoy mejor -expresó la muchacha, mientras él la guiaba con delicadeza hasta hacerla sentar frente a una reluciente mesa blanca.
Desde ese lugar la joven podía observar la cocina completa. Estaba desconcertada con lo que veía, pero optó por no comentar nada.
Alex preparó dos tazas de té y tomó un sorbo para animarla a seguir su ejemplo. La muchacha hizo lo mismo, y después de un rato comenzó a sentirse reconfortada.
-Hábleme de usted -pidió la joven -¿Cómo dijo que se llama?
-Alejo, pero me dicen Alex.
-¿Y cuál es su apellido?
-García -dijo él-, como los de la guía.
Enseguida se dio cuenta de que esa broma que hacía de forma maquinal era totalmente inoportuna. Desvió la
conversación.
-Le convidaré galletitas -dijo mientras sacaba algunas de un frasco y las colocaba sobre la mesa.
-Ga-lle-ti-tas -exclamó ella remarcando cada sílaba, a la vez que probaba una.
Por primera vez sonrió con agrado mientras la deglutía con cierta dificultad.
-Quiero un poco más de té, por favor.
-Con gusto -respondió Alex y le sirvió otra taza.
Victoria comenzaba a sentir un calorcito interno a la par que los colores iban apareciendo en sus mejillas.
Ya se encontraba más cómoda en presencia de ese extraño, aunque todavía no entendía qué hacía él en su casa.
“Tal vez era alguien que contrató Vicenta como ayudante”, pensó. “Pero… ¿Por qué se comportaba como si él fuera el anfitrión?”
Miró a su alrededor, no sabía qué estaba sucediendo, se sentía perturbada. Notaba muchos cambios.
Aunque los ventanales que daban al patio y las puertas de roble le eran familiares, había otras cosas que no reconocía ni podía comprender.
Una de ellas era un aparato con dos puertas que tenía iluminación propia. De allí Alex había extraído una caja blanca con dibujos verdes para ofrecerle leche. Ella, por supuesto, no había aceptado, porque le resultaba poco confiable. Su familia acostumbraba a consumirla exclusivamente recién ordeñada al pie de la vaca.
Desde la cocina, observó la sala. Vio un rectángulo negro con colores brillosos que titilaba permanentemente.
- ¿Qué es eso? -le preguntó a Alex.
-Se llama computadora.
-¿Para qué sirve?
-En ella cabe casi todo el saber del mundo.
-¿En algo tan pequeño?
-Sí, en algo tan pequeño -respondió él.
Victoria estaba cada vez más confundida.
-Por favor, explíqueme qué hace usted aquí y por qué hay tantos cambios.
-Bueno, Victoria... creo que tiene derecho a saberlo. Yo también vivo aquí.
-¿En calidad de qué?
-De propietario.
-¿Qué dice? ¡Insensato!; la dueña soy yo.
Alex se arrepintió de sus inoportunas palabras. No quería contrariarla ya que al fin parecía relajada, enseguida agregó:
-Fue una broma. Por supuesto, Victoria, usted es la dueña de esta casa.
En realidad, eso era verdad. Ella era la titular más de un siglo antes que él.
La joven esbozó una sonrisa de satisfacción y abandonó su pregunta inicial.
-Quisiera bañarme.
-Le advierto que hay ciertas reformas en el cuarto de baño -respondió Alex.
-Bueno, eso no viene al caso, pues el baño lo tomaré, como de costumbre, en mi dormitorio. Pero... a propósito, ¿en qué momento se hicieron esas reformas?
-¿Sabe una cosa, Victoria?, usted durmió largo tiempo.
-¿Largo tiempo? ¿Cuánto…?
-No sé decirle.
-Tal vez tenga razón, porque me desperté muy embotada.
-¿Recuerda algún detalle? -inquirió Alex.
-Ahora que lo pienso, deben haber sido aquellas semillas que el sobrino de Vicenta trajo del Perú -dijo ella en tono dubitativo.
-¿Y qué semillas eran?
-Aquí tengo algunas -exclamó, al mismo tiempo que señalaba una pequeña bolsita de tela marrón que pendía de su cuello-. El joven que me las entregó me aseguró que el poder de esas semillas era un secreto muy bien guardado por los indios del Amazonas, las llamó “las semillas del devenir”.
-¿Y usted las probó?
-Sí, lo hice, no entendía bien qué significaba la palabra “devenir” y se me despertó la curiosidad por poder experimentar el efecto que me causarían. Después de unos minutos, sentí un gran cansancio; Vicenta me acompañó a la cama. Me dormí de inmediato. Lo demás, ya lo sabe. Cuando desperté, estaba usted.
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