Steven Johnson - La conquista de la actualidad

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La conquista de la actualidad no se expresa a través de grandes titulares sino en el desarrollo paciente y hasta azaroso de algunas ideas, que, lejos de toda celebridad, suelen reconocer como artífices a modestos y abnegados desconocidos. En esta historia laberíntica y casi secreta, Steven Johnson dirige su lupa hacia seis tópicos –El Vidrio, El Frío, El Sonido, La Limpieza, El Tiempo, La Luz– y analiza de qué modo fueron tratados a lo largo de los siglos hasta su expresión cabal en objetos sin los cuales jamás podríamos concebir el mundo actual. El enfoque de Johnson abunda en sorpresas y se nutre de malentendidos: desde el escritor francés que inventó el grabador antes de Edison pero «olvidó» incluir un sistema de reproducción hasta la dispar concepción de la higiene corporal en el siglo XIX, al tiempo que examina conexiones insólitas entre campos aparentemente distantes: cómo la invención del aire acondicionado permitió la migración más grande de seres humanos a ciudades como Dubai o Phoenix, que de otro modo serían inhabitables; cómo los relojes de péndulo ayudaron a desencadenar la revolución industrial o cómo el agua potable posibilitó la fabricación de chips de computadora. Cuando contemplamos un objeto vulgar –un par de anteojos o una lámpara, sin ir más lejos–, solemos olvidar la historia que lo inviste. Debemos agradecer a Johnson no solo que la recree sino además que lo haga de modo tan ameno y fascinante.

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MacFarlane describe de forma muy ingeniosa este tipo de relación causal. El espejo no “fuerza” el desarrollo del Renacimiento, pero “permite” que se desarrolle. La elaborada estrategia reproductiva de los polinizadores no forzó al colibrí a evolucionar su espectacular aerodinámica, pero creó las condiciones que le permitieron al colibrí aprovechar los azúcares gratuitos de la flor evolucionando este rasgo tan distintivo. El hecho de que el colibrí sea una especie única en el reino aviario sugiere que, si las flores no hubieran evolucionado su baile simbiótico con los insectos, las habilidades de vuelo del colibrí nunca se hubieran desarrollado. Es fácil imaginar un mundo con flores, pero sin colibríes. Pero es mucho más difícil imaginar un mundo sin flores, pero con colibríes.

Lo mismo se aplica a los avances tecnológicos como el espejo. Sin la tecnología que permitió al hombre ver un claro reflejo de la realidad –incluso su propio rostro–, hubiera sido mucho más difícil que se produjera la constelación particular de ideas en el arte, la filosofía y la política que denominamos Renacimiento. (La cultura japonesa también se inclinaba por los espejos de acero durante este mismo período, pero nunca los adoptó para el uso introspectivo que floreció en Europa, quizá porque el acero reflejaba mucho menos luz que los espejos de vidrio y agregaba un color poco natural a la imagen). No obstante, el espejo no fue el único que dictó los términos de la revolución europea sobre el sentido del ser. Una cultura diferente, que hubiera inventado el espejo de vidrio en un momento distinto de su desarrollo histórico, quizá no habría experimentado la misma revolución intelectual, porque el resto de su orden social sería diferente del de los pueblos serranos de la Italia del siglo xv. El Renacimiento también se vio beneficiado por un sistema de mecenazgo que permitió a los artistas y a los científicos pasar sus días jugando con espejos en lugar de, por ejemplo, recolectando nueces y bayas. Un Renacimiento sin los Medici –no la familia, por supuesto, sino la clase económica que representan– es tan difícil de imaginar como un Renacimiento sin el espejo.

Probablemente, deberíamos agregar que las virtudes de la sociedad del ser son completamente debatibles. La orientación de las leyes en torno a los individuos llevó directamente a una tradición de los derechos humanos y a la prominencia de las libertades individuales en los códigos jurídicos. Esto debe ser considerado un progreso. Pero las personas más sensatas no están de acuerdo respecto de cómo hemos inclinado la balanza demasiado en favor del individualismo, alejándonos de las sociedades colectivas: la unión, la comunidad y el Estado. Para solucionar estos desacuerdos son necesarios argumentos –y valores– diferentes de los que necesitamos para explicar de dónde surgieron estos desacuerdos. El espejo ayudó en la invención del “yo” moderno, de forma real pero incuantificable. En eso estamos de acuerdo. Si fue algo bueno o no es una cuestión aparte, que quizá nunca podamos resolver del todo.

El volcán dormido de Mauna Kea en la Isla Grande de Hawái se eleva unos cuatro mil metros sobre el nivel del mar, aunque la montaña se extiende otros seis mil metros más debajo del fondo oceánico, por lo que es significativamente más grande que el monte Everest en términos de altura de la base al pico. Es uno de los pocos lugares en el mundo donde se puede conducir desde el nivel del mar hasta los cuatro mil metros en unas horas. En la cima, el paisaje es desértico, casi marciano, en su expansión rocosa y sin vida. Por lo general, una capa de inversión térmica mantiene a las nubes miles de metros sobre la cima del volcán; el aire es tan seco como cortante. Al estar de pie en la cima, estamos lo más lejos posible de los continentes de la Tierra, pero seguimos en tierra firme, es decir que la atmósfera en Hawái –inalterada por la turbulencia de la energía solar rebotando o siendo absorbida por grandes y diversas masas de tierra– es tan estable como en cualquier otro lugar del planeta. Todas estas propiedades hacen que la cima de Mauna Kea sea uno de los lugares más sobrenaturales que podemos visitar. Por supuesto, es también un sitio ideal para observar las estrellas.

En la actualidad, en la cima de Mauna Kea hay trece observatorios diferentes, grandes domos blancos esparcidos por las rocas rojas, como puestos remotos relucientes en un planeta lejano. En este grupo se encuentran los telescopios mellizos del observatorio W. M. Keck, los telescopios ópticos más potentes del mundo. Los telescopios Keck parecen ser un descendiente directo de la creación de Hans Lippershey, pero no dependen de lentes para hacer su magia. Para capturar la luz de los sitios más remotos del universo, se necesitan lentes del tamaño de una camioneta pickup; a ese tamaño, es muy difícil soportar físicamente el vidrio y comienza a introducir distorsiones inevitables en la imagen. Por ello, los científicos e ingenieros del Keck recurrieron a otra técnica para captar los rastros extremadamente distantes de luz: el espejo.

Observatorio Keck.

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Cada telescopio cuenta con treinta y seis espejos hexagonales que forman un lienzo reflectante de seis metros. La luz se refleja en un segundo espejo y luego desciende hacia un conjunto de instrumentos, donde las imágenes se procesan y visualizan en la pantalla de un ordenador. (En el Keck no existe un punto panorámico donde se pueda mirar directamente a través del telescopio, como hacía Galileo y como han hecho un sinfín de astrónomos desde entonces). Pero incluso en la atmósfera ultraestable de Mauna Kea, pequeñas perturbaciones pueden nublar las imágenes capturadas por el Keck. Entonces, los observatorios emplearon un ingenioso sistema denominado “óptica adaptativa” para corregir la visión de los telescopios. Se envían haces de rayos láser hacia el cielo nocturno sobre el observatorio, lo que crea una estrella artificial. Esa falsa estrella se convierte en un punto de referencia; dado que los científicos saben exactamente cómo debería verse el láser en el cielo, donde no hay distorsión atmosférica, pueden medir la distorsión existente comparando la imagen “ideal” del láser y lo que los telescopios registran. Guiados por el mapa del ruido atmosférico, los ordenadores indican a los espejos del telescopio que se flexionen ligeramente en función de las distorsiones exactas en el cielo de Mauna Kea esa noche en cuestión. El efecto es casi igual a darle gafas a una persona miope: los objetos lejanos se vuelven significativamente más nítidos.

Por supuesto, con los telescopios Keck los objetos distantes son galaxias y supernovas que, en algunos casos, están a miles de millones de años luz de distancia. Cuando observamos a través de los espejos del Keck, estamos viendo directamente hacia un pasado lejano. Una vez más, el vidrio nos ha permitido extender nuestra visión: no solo hacia el mundo invisible de las células y los microbios, o hacia la conectividad global del teléfono con cámara, sino también hacia los albores del universo. El vidrio comenzó como chucherías y recipientes vacíos. Miles de años más tarde, se posa sobre las nubes en la cima del Mauna Kea, convirtiéndose en una máquina del tiempo.

La historia del vidrio nos recuerda cómo nuestro ingenio se ve, al mismo tiempo, confinado y enriquecido por las propiedades físicas de los elementos que nos rodean. Cuando pensamos en las entidades que conforman el mundo moderno, solemos hablar acerca de los grandes visionarios de la ciencia y la política, o de los inventos más exitosos, o de los movimientos colectivos. Pero nuestra historia también tiene un elemento material: no el materialismo dialéctico que practicaba el marxismo, donde el “material” se refería a la lucha de clases y a la primacía de las explicaciones económicas. Hablamos de la historia material, en cambio, en el sentido de la historia moldeada por los elementos fundamentales de la materia, que luego se conectan con otras cosas, como movimientos sociales o sistemas económicos. Imaginemos que podemos reescribir el Big Bang (o hacer las veces de Dios, dependiendo de la metáfora) y crear un universo que sea exactamente como el nuestro, pero con un pequeño cambio: los electrones del átomo de silicio no se comportan de la misma manera. En este universo alternativo, los electrones absorben la luz como la mayoría de los materiales, en lugar de dejar que los fotones los atraviesen. Un ajuste tan pequeño podría no haber tenido ninguna importancia para la evolución del Homo sapiens hasta hace unos miles de años. Pero luego, sorprendentemente, todo cambió. Los hombres comenzaron a explotar el comportamiento cuántico de estos electrones de silicio de innumerables maneras. En un nivel fundamental, es imposible imaginar el último milenio sin el vidrio transparente. Podemos manipular el carbono (en la forma de ese compuesto distintivo del siglo xx, el plástico) en materiales transparentes durables que pueden cumplir la función del vidrio, pero esa experiencia data de este último siglo. Si modificamos los electrones de silicio, eliminamos los últimos miles de años de ventanas, gafas, lentes, tubos de ensayo y bombillas (los espejos de alta calidad podrían haberse inventado independientemente utilizando otros materiales reflectantes, aunque seguro este invento hubiera demorado más siglos). Un mundo sin vidrio sin duda transformaría la estructura de la civilización, al eliminar todas las ventanas de colores de las grandes catedrales y las superficies brillantes y reflectantes del moderno paisaje urbano. Pero un mundo sin vidrio también atentaría contra la base del progreso moderno: la esperanza de vida extendida que surge de la comprensión de las células, los virus y las bacterias; el conocimiento genético de lo que nos hace humanos; el conocimiento astronómico de nuestro lugar en el universo. Ningún material de la Tierra fue más importante para estos avances conceptuales que el vidrio.

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