El lunes 9 me arrestaron [...] y me encerraron por deudor en una prisión de Boston [...] En este día memorable en mi pequeña crónica, tengo 28 años, 6 meses y 5 días de edad. Es un evento que creo que no podría haber evitado, pero es un clímax del que sí esperaba poder escapar, dado que mis negocios por fin están mejorando luego de una terrible lucha contra circunstancias adversas durante siete años. Sin embargo, esto ha sucedido y debo intentar soportarlo como haría contra las tempestades del cielo, que deberían servir para fortalecer, en lugar de menguar, el espíritu de un verdadero hombre.
El incipiente negocio de Tudor se enfrentaba a dos importantes obstáculos. Tenía un gran problema de demanda, dado que la mayoría de sus potenciales clientes no comprendían para qué les sería útil este producto. Y tenía un problema de almacenamiento: perdía gran parte del producto por culpa del calor, especialmente una vez que llegaba a los trópicos. Pero su experiencia en Nueva Inglaterra le otorgó una ventaja crucial, más allá del hielo en sí mismo. A diferencia del sur de los Estados Unidos, que se caracterizaba por las plantaciones de azúcar y de algodón, los estados del norte estaban casi desprovistos de recursos naturales que pudieran vender en otro sitio. Esto significaba que los barcos salían vacíos del puerto de Boston y se dirigían a las Indias Occidentales para llenar sus cascos con cargamentos valiosos, antes de regresar a los adinerados mercados de la costa este. Pagarle a una tripulación para que navegara sin cargamento era una verdadera pérdida de dinero. Cualquier cargamento era mejor que nada, es decir que Tudor podía negociar tarifas más económicas si cargaba el hielo en lo que de otra forma hubiera sido un barco vacío y, de esta manera, evitaba la necesidad de comprar y mantener sus propios navíos.
Por supuesto, gran parte de la belleza del hielo es que era básicamente gratis: Tudor solo necesitaba pagarles a sus trabajadores para que tallaran los bloques de los lagos congelados. La economía de Nueva Inglaterra generaba otro producto que también carecía de valor: aserrín –el principal desecho de los aserraderos–. Tras años de experimentar con diferentes soluciones, Tudor descubrió que el aserrín podía ser un efectivo aislante para el hielo. Los bloques apilados, separados con el aserrín, eran dos veces más resistentes que el hielo sin ninguna protección. Este fue el gran ingenio de Tudor: tomó tres elementos cuyo precio era nulo para el mercado –hielo, aserrín y un barco vacío– y los convirtió en un negocio floreciente.
El catastrófico viaje inicial de Tudor a Martinica había dejado claro que necesitaba un lugar de almacenamiento en los trópicos que pudiera controlar; era demasiado peligroso mantener su producto –que se derretía rápidamente– en edificios que no estuvieran diseñados para aislar el hielo del calor del verano. Analizó diferentes diseños de almacenes de hielo y se decidió finalmente por una estructura con doble carcasa que utilizaba el aire entre dos paredes de piedra para mantener frío el interior.
Tudor no comprendía la química molecular del diseño, pero tanto el aserrín como la arquitectura de doble carcasa se regían por el mismo principio. Para que el hielo se derrita, es necesario que tome calor del entorno circundante, a fin de romper el enlace tetraédrico de los átomos de hidrógeno que le dan al hielo su estructura cristalina. (La extracción del calor de la atmósfera circundante es lo que le garantiza al hielo su milagrosa capacidad de enfriarnos). El único lugar donde puede suceder este intercambio de calor es en la superficie del hielo; por ello, grandes bloques de hielo pueden sobrevivir durante tanto tiempo –todos los enlaces de hidrógeno están perfectamente aislados de la temperatura exterior–. Si intentamos proteger al hielo de su calidez externa con algún tipo de sustancia que conduzca eficazmente el calor –por ejemplo, el metal– los enlaces de hidrógeno se convertirán rápidamente en agua. Pero si creamos un amortiguador entre el calor externo y el hielo que conduzca pobremente el calor, el hielo preservará durante más tiempo su estado cristalino. Como conductor térmico, el aire es unas dos mil veces menos eficiente que el metal y unas veinte veces menos eficiente que el vidrio. En sus almacenes de hielo, la estructura de doble carcasa de Tudor creó un suministro de aire que mantenía el calor alejado del hielo; su embalaje con aserrín en los barcos permitió garantizar que hubiera un sinfín de bolsillos de aire entre las virutas de madera a fin de mantener el hielo aislado. Los aislantes modernos, como el poliestireno, dependen de la misma técnica: el refrigerador que llevamos a un picnic mantiene la sandía fría porque está hecho de cadenas de poliestireno intercaladas con pequeños bolsillos de gas.
Para 1815, Tudor había reunido las piezas clave para su rompecabezas de hielo: recolección, aislamiento, transporte y almacenamiento. Aún buscado por sus acreedores, comenzó a realizar envíos regulares al almacén de hielo de última generación que había construido en La Habana, donde había comenzado a despertarse un gusto por el helado. Quince años después de su primera corazonada, el mercado del hielo de Tudor por fin comenzaba a dar beneficios. Para 1820, tenía almacenes de hielo con agua congelada de Nueva Inglaterra en toda América del Sur. Para 1830, sus barcos navegaban hacia Río y Bombay (India sería su mercado más lucrativo). Al momento de su muerte en 1864, Tudor había amasado una fortuna valuada en $200 millones de dólares actuales.
Tres décadas después de su viaje fallido, Tudor escribió estás líneas en su diario:
En el día de hoy, hace treinta años, partía desde Boston en el bergantín Favorite Capt Pearson para Martinica, con el primer cargamento de hielo. El año pasado envié 30 cargamentos de hielo y casi 40 más fueron enviados por otras personas [...] El negocio está establecido. Ahora no puede abandonarse y ya no depende de un único individuo. La humanidad podrá disfrutar por siempre de esta bendición, sin importar si yo muero pronto o vivo durante muchos años más.
El triunfo de Tudor (aunque tardío) vendiendo hielo alrededor del mundo nos parece inverosímil al día de hoy, porque es difícil imaginar bloques de hielo intactos que sobrevivan el viaje de Boston a Bombay. Existe también una curiosidad adicional, casi filosófica, sobre la industria del hielo. La mayoría del comercio de bienes naturales implica material que prospera en ambientes de alta energía. La caña de azúcar, el café, el té, el algodón, todos estos elementos básicos del comercio de los siglos xviii y xix dependían del abrasador calor de los climas tropicales y subtropicales; los combustibles fósiles que ahora se encuentran por todo el planeta en tanques de combustible y tuberías son simplemente energía solar que fue capturada y almacenada por las plantas hace millones de años. En el siglo xix, era posible ganar una fortuna tomando elementos que solo se obtenían en ambientes con alta energía y enviarlos a climas con baja energía. Pero se puede decir que, por única vez en la historia, el comercio del hielo revirtió ese patrón. Lo que hizo al hielo un bien tan valioso fue precisamente la baja energía del invierno de Nueva Inglaterra y la peculiar capacidad del hielo de almacenar esa baja energía durante largos períodos. Los cultivos comerciales en los trópicos hicieron que aumentaran las poblaciones en sitios con muy altas temperaturas, lo que luego dio lugar a la comercialización de un producto que permitía evitar el calor. En toda la historia del comercio, la energía siempre se relacionó con el valor: a más calor, mayor energía solar y mayores cultivos. Pero en un mundo que se inclinaba hacia el calor productivo de las plantaciones de algodón y caña de azúcar, el frío también podía convertirse en un activo. Esa fue la gran percepción de Tudor.
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