Luis Miguel Rivas - Tareas no hechas

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Puedo hacer fácilmente una lista de las cualidades de la prosa de Rivas: la austeridad y limpieza, la profundidad que no necesita ponerse un disfraz solemne, el humor, la ternura, la hijueputez en su justa medida… Pero, más allá de todo, achaco a solidez universal de sus escritos a un fenómeno concreto. Las crónicas, cuentos y textos híbridos que componen Tareas no hechas son noticias del abismo, «inminencias del barranco», traídas por un explorador que visitó el fondo y supo encontrar allí, además de lo obvio, también risa y poesía. Eso no tiene nacionalidad. Estamos ante un método de extracción minera que solamente se consigue con mucha sensibilidad y un talento fuera de lo común.

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Supongo también que algunos de ustedes se habrán pasado temporadas largas en esas circunstancias; e incluso habrá quienes perviven sin descanso en esa sensación de no pertenencia, de patito feo, de colado en un baile al que ni siquiera se quería entrar. Y sigo suponiendo que esas suposiciones son ciertas para sentirme menos solo en este momento. Porque esta tarde, mientras miro por la ventana hacia un cielo hermoso e inútil sobre el que cruzan banales nubes de formas ridículamente fantásticas, en medio de una primavera que se instaura con su humillante alegría, no me queda más que tratar de explicarme a mí mismo esa condición momentánea o irremediable del que “nada le sabe a nada”. Digamos el simplón, el aguafiestas, el aburrido, el carilargo que tiene que soportar los “animate” y “cambiá esa cara” de los amigos contentones, que además le hacen escuchar la cumbia de los aburridos de Calle 13 para alentarlo hiriéndolo.

¡A mí esta tarde no me llame nadie! (aunque en general no me llama nadie, ¡no vuelvan a hacerlo!) ¡Esta tarde no me vengan con Calle 13, ni con la vitalidad latinoamericana! ¡Llévense su contentura, su trópico y su “sacar el niño que todos tenemos adentro” hasta la lejanía astronómica de la mismísima olla dulzona donde se cocina la mermelada pegachenta de su ritmo Caribe y de su sabrosura montañera! A mí hoy déjenme haciendo mala cara y listo.

Bueno, pero empecé diciendo que iba a explicarme algo. Es que uno resulta emocionándose con la depresión. ¿De dónde viene entonces esta anulación de las papilas gustativas de la vida? ¿Será acaso el producto de un desafuero de pasiones, de vicios o de emociones que nos dejan vacíos, sin piso en el mundo? En el caso de esta tarde podría ser, si no fuera porque mi vida actual carece de excesos. Entonces, ¿un exceso de falta de excesos? No creo, porque no los añoro ni siento que algo en mí los necesite. ¿Una infancia infeliz? Ya me dan risa esas explicaciones. ¿Una falta de propósitos concretos en la vida? A mí nunca la vida me ha dicho en persona que hay que tener propósitos concretos en ella para poder vivirla. ¿Pensar demasiado en uno mismo? Tal vez. Me acuerdo entonces de una crónica de Luis Tejada que leí hace algunos años, en la que decía que la condición natural del ser humano es el aburrimiento. Por eso hubimos de entregarnos a la ilusión de las emociones. Por eso inventamos el amor, el fútbol, la economía, el asesinato, Internet, el arte, la ciencia.

Pero todos nacimos dotados con una cantidad distinta y con una distribución diferente de aburrimiento. Este está ubicado dentro de nosotros en la forma de una capa o superficie, entreverada con las capas de los restantes estados de ánimo que constituyen la geología de nuestra personalidad. Unas personas lo traen en la superficie y en forma de bloque grueso; otros, como una lámina delgada que reposa en la parte más escondida del armario de lo que son. Y otros tienen no una sino varias capas dispersas entre los múltiples bloques de las demás emociones, como placas tectónicas que a veces se remueven, se reorganizan y se superponen, sacando a la superficie en el momento menos pensado y por el espacio impredecible de horas, días, semanas o meses, un poderoso bloque que no tiene que ser grande para ser abismal: el bloque de la nada.

Por eso esta tarde llena de arreboles con nubes casi vivas, sobre el roji-azul vibrante del cielo, no me dice nada. Y estas chicas desparpajadas con vestidos vaporosos que pasan chupándose un helado me parecen completamente prescindibles y la sonrisa de un niño se me ocurre una zalamería y el color de la rosa un pastiche y la música de Mozart el embeleco de un mimado y la belleza un punto de vista y el sol un parche amarillo y las flores un acto de vanidad.

Pero lo cierto es que, más tarde o mañana, la placa tectónica se removerá de nuevo y entonces las emociones y la alegría se posicionarán en la superficie. Las nubes serán figuras vivas que me asusten o me hagan reír, las muchachas volverán a ser los demonios de siempre y la risa un asunto fácil y verdadero, hasta el surgimiento de un nuevo remezón.

Mañana tendré de nuevo mi risa. No una carcajada sino un discreto pliegue en los labios, salteado con pizcas de la nada. Y veré, no la belleza que quiere ver mi escándalo interno, sino la belleza incompleta e inquietante de todo lo que está hecho de vacío. A partir de esta tarde llevaré una alegría más sobria, menos torpe, más respetuosa con la aburrición de los aburridos. Porque después de visitar el Gran Aburrimiento nadie puede gozar con la misma inconsciencia de los chicos de colegio que chacotean en la última banca del bus.

Octubre de 2010

A uno a veces se le quitan las ganas

A uno a veces se le quitan las ganas de las cosas. Como ese jueves que andaba con Juan Cañola por el parque de El Periodista y nos dio hambre. Eran las once y media de la noche. Fuimos a la calle Girardot, frente a las licoreras, a una chaza que despacha empanadas y arepas de queso a diestra y siniestra todo el día.

Llegamos a la chaza, pedimos arepas, separamos dos sillas plásticas rojas sin espaldar y nos sentamos ahí mismo, casi sobre la acera, en la entrada de un parqueadero. Pusimos otra silla a manera de mesa de centro y sobre ella las gaseosas y la canasta con las arepas. Es lo que llaman salir a comer en la calle. Saqué la arepa de queso con lecherita de la canasta, la levanté y la contemplé con satisfacción. Representaba la feliz conjunción de cuatro circunstancias que no siempre coinciden:

1. Andaba con un amigo

2. Nos habíamos trabado

3. Teníamos la “cometrapo”

4. Había plata

Estábamos hablando con la boca llena de no sé qué tema, cuando llega a la chaza un hombre alto, con los cartones de una caja recién desbaratada bajo el brazo, rostro embetunado y una camisa negra que alguna vez no fue negra. Se detiene frente a nosotros. Lo miro mientras me llevo la arepa a la boca. Me mira fijo con un dolor punzante y con un desvalimiento agresivo. Miro pasar los carros, le digo algo a Cañola y al volver la cabeza veo al hombre haciendo notar que me está viendo. Aunque nos separan diez metros tengo la sensación de que lo tengo encima. No me importa su hambre. Me ha dañado la arepa. El dueño de la chaza le grita algo y él vuelve la mirada. Le hablo a Cañola pensando más en mis movimientos que en mis palabras. Vuelvo a la arepa. Levanto la cabeza y veo que el hombre ya no está. Lo veo caminar hacia el parque de El Periodista, silbando, desentendido de nosotros. Siento descanso y por allá en el fondo hasta la extraña sensación de haber sido abandonado.

Doy el segundo mordisco a la arepa y veo cruzar la calle a una rubia trajinada que no hace mucho debió haber sido bella y entera. Se agranda a cada paso, directo hacia nosotros. Nos pide dinero o comida. Con la arepa a medio camino le digo que no hay nada en este momento. Se queda haciendo presencia. No la determinamos y de repente se va. Vuelvo a la arepa, doy dos mordiscos más y paso con la gaseosa.

Cañola empieza a contarme un chiste y yo saboreo la arepa cuando aparece un hombre con cachucha roja y raída, alto y flaco, con la expresión de quien acaba de tomar leche cortada. Lleva media camisa por fuera y tiene un palo de escoba en la mano izquierda. Habla firme y seguro, se le nota la intención de arrasar con la voz. Me extiende la mano y levanta las cejas mirándome como desde arriba.

—Entonces qué peludo.

No le contesto. Me concentro en mi arepa. Sigue con la mano estirada.

—Entonces qué peludo.

Tengo claro que no quiero estrechar una mano a las malas. Solo quiero dar otro mordisco a la arepa. Pero la persistencia de la mano extendida en el vacío está diciendo que negar un saludo es ningunear, ofender. Miro la otra mano con el palo de escoba. Extiendo el brazo malamente.

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