Luis Miguel Rivas - Tareas no hechas

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Puedo hacer fácilmente una lista de las cualidades de la prosa de Rivas: la austeridad y limpieza, la profundidad que no necesita ponerse un disfraz solemne, el humor, la ternura, la hijueputez en su justa medida… Pero, más allá de todo, achaco a solidez universal de sus escritos a un fenómeno concreto. Las crónicas, cuentos y textos híbridos que componen Tareas no hechas son noticias del abismo, «inminencias del barranco», traídas por un explorador que visitó el fondo y supo encontrar allí, además de lo obvio, también risa y poesía. Eso no tiene nacionalidad. Estamos ante un método de extracción minera que solamente se consigue con mucha sensibilidad y un talento fuera de lo común.

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Ese trabajo era una especie de castigo que me imponía la vida como contraprestación para poder vivirla. Y yo me dedicaba a vivir antes de pagarle el precio, pero sin poderme despojar de una consciencia de existir al fiado, que no me permitía disfrutar lo que vivía. Así somos. Recuerdo que por esa época era un hombre triste. Aun mientras me reía bebiendo con los truhanes o disfrutaba la agradable charla con mi amiga triste, una inquietud insoslayable subyacía en la base de todo: la punzante y sutil presencia de la tarea no hecha. Una sombra que al parecer solo me cubría a mí. Todos, a su manera, me parecían felices: el mendigo de la calle, el tendero de la esquina, los truhanes, mi amiga (incluida su tristeza). Me sentía deambulando en un mundo de seres satisfechos e indolentes a los que no les había tocado en suerte la trágica condición, la angustia dostoievskiana que se empoza en el alma de quien tiene que escribir un guión institucional.

Pero siempre había un momento en el que la “realidad” empezaba a desbordarme, en que mi permanencia en el medio laboral bailaba en la cuerda floja y mi supervivencia económica prendía alarmas. Tenía que hacerlo ya . Entonces, un impulso primario, una especie de instinto de conservación me arrastraba hasta mi habitación a última hora. Me enclavaba en la tarea: jornadas frenéticas, tensas, extenuantes, sintiendo encima de mí la opresión de una fecha y una hora definitivas e impostergables, que aparecían en mi imaginación como la llegada del fin del mundo. Largas noches en vela pegado al teclado, en cuyas pausas miraba en el espejo mi rostro ojeroso y demacrado y me recriminaba por no haber hecho a tiempo una cosa que al fin y al cabo era más dispendiosa que difícil.

Y al fin entregaba el guión, que luego era grabado por un director y un camarógrafo apáticos, quienes a su vez le pasaban las imágenes a un editor desdeñoso para que armara un video que sería mostrado en salones llenos de gente somnolienta. Pero al cliente le gustaba y era él quien le pagaba a la empresa productora de video que me había contratado. Solo faltaba que quienes me habían acosado para cumplir con la fecha cumplieran su tarea de pagarme en la fecha que les correspondía. Pero el afán había terminado para ellos y mis contratantes se aplicaban, a su vez y literalmente, al “hábito de postergar actividades o situaciones que deben atenderse, sustituyéndolas por otras situaciones más irrelevantes y agradables”. Lo que siempre me pareció curioso es que ellos no se angustiaban como yo por no cumplir su tarea a tiempo. En su caso no se podía hablar de “irresponsables” o de “procrastinadores”, porque parece que ese lenguaje está hecho para nombrar solo a algunas personas.

Lo cierto del caso es que ninguno de los que habíamos participado en todo ese proceso habíamos hecho nada importante para nuestras vidas, ni para el mundo. El video se olvidaba al día siguiente y continuábamos con otro, una nueva angustia igualmente olvidable. Solo habíamos cumplido con el trabajo, que era lo esencial.

Un día no aguanté más y huí cuando me estaban exigiendo rehacer un guión que me había llevado valiosos días sacrificados a mi vida, debido a los caprichos de una muchachita con ínfulas de ejecutiva. No volví a ejercer ese oficio y desde ese momento dejé de ser procrastinador, por lo menos en el sentido culpabilizante que conlleva la “enfermedad”. Todavía tengo que hacer las mismas maromas económicas (y hasta más) que tenía que hacer cuando trabajaba para esas empresas. Pero ahora no tengo angustia. Sigo escribiendo cosas por encargo y no siempre sobre temas que me apasionan. Tampoco es que exija que cada trabajo que haga modifique la base de mi personalidad. Pero por lo menos cuido de que no me envilezca. Todavía pospongo las cosas, como el trabajo que iba a empezar cuando me dio por escribir esto que les cuento. Pero ya sé que siempre termino haciendo lo que tengo que hacer, así me demore.

Sigo teniendo un problema: todo lo que pase a ocupar en mi cerebro la categoría de “deber” empieza a requerir de mi parte un esfuerzo extra, por más que me guste. Hace días, por ejemplo, iba a releerme Cien años de soledad , pero en una clase a la que asisto pusieron como tarea leer la novela y desde ese día le he venido sacando el cuerpo. Sé que la releeré. Pero a lo mejor no alcance a hacerlo para ese curso. Es un problema mío, pero no una razón para sufrir.

No creo en la disciplina. La mayoría de personas disciplinadas que conozco son perezosas que con fuerza de voluntad logran controlar su natural tendencia a la molicie. Sufren en ese esfuerzo y luego quieren cobrárselo a los demás imponiendo su ejemplo y sus discursos sobre la pujanza. He visto muchas estupideces e iniquidades cometidas al impulso de la disciplina. No creo en la eficiencia por la eficiencia. No creo que los procrastinadores sean enfermos que haya que curar. Me sorprende ver en los informes sobre el tema testimonios de gente que se lamenta de su tendencia a posponer las cosas como si se tratara de un pecado mortal. Me asombra que las víctimas de la disciplina sean quienes más la mitifican. Hablan de la panacea que fue para ellos haber encontrado tratamientos que los ayudan a cambiar, a esforzarse en hacer lo que no les gusta ni saben en el fondo para qué sirve y que a lo sumo les permite una precaria supervivencia y una eventual palmada en la espalda por parte de su jefe.

Algunos estudios hechos en Estados Unidos dicen que tres de cada veinte personas están “afectadas” por la procrastinación crónica y que el 70% de los estudiantes universitarios padecen de este “mal”. Y ya existen grupos de hombres y mujeres que se reúnen semanalmente para hacer terapia de grupo con respecto a este “problema”. Cuando no posponen la reunión, supongo.

Conozco muchas más personas desmotivadas que realmente perezosas. Lo cierto es que quienes postergamos las tareas somos mayoría. Por fin creo cierta la frase de “los buenos somos más”. Eso debería darnos una consciencia de grupo. No estamos solos y no necesitamos tratamientos. Debemos unirnos para estimular nuestra vagarosa actividad y de esa manera seguir construyendo el camino irresponsable que nos lleve por fin a ser nosotros mismos. Tal vez así, unidos, podamos contemplar esa radiante mañana en que, de tanto aplazar y de tanto robarle el tiempo a quienes nos lo roban, las tareas no hechas de millones de seres humanos se acumulen y obstruyan por un momento el trajín frenético y sin sentido de este mundo atareado con tantas inutilidades importantes que no nos dejan darnos cuenta para dónde vamos ni por qué ni qué sentido tiene seguir siendo tan cumplidores de un deber que hasta ahora no nos ha llevado a ninguna parte.

Agosto de 2010

Preeminencia del buñuelo

A finales del año pasado encontré en el periódico Universo Centro de Medellín una pequeña nota que denuncia de modo valiente el concepto generalizado e injusto de la inseparabilidad de la natilla y el buñuelo en la cultura antioqueña durante la época decembrina. El texto confrontaba una de esas creencias difundidas que, sin pasar por el cedazo de la razón, se han convertido en axioma y por tanto en retorcida y celebrada práctica cotidiana paisa. Como tantas otras: la costumbre de solucionar discusiones suprimiendo al otro, la práctica de utilizar el ingenio para tumbar a los demás, la imposición del punto de vista propio etiquetando al oponente, etc.

En el caso específico de la natilla y el buñuelo, me adhiero sin reservas a la posición de los redactores de Universo Centro . También creo que este dúo alimenticio no es producto de una unión esencial. No podemos hablar de ellos como si hubieran estado juntos desde el comienzo de los tiempos, a la manera de otras parejas como Batman y Robin, Garzón y Collazos o Uribe y José Obdulio.

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