En 2011, la Feria del Libro de Guadalajara, la más importante de habla hispana, eligió a los 25 secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana . Entre los seleccionados había un colombiano, anónimo entre anónimos, Luis Miguel Rivas, quien viajó a México para estar presente en los diversos eventos de la celebración. La actividad central consistía en una lectura pública donde los autores compartían una muestra de su obra. Ese día, el público numeroso que abarrotó la sala, procedente de muchos países, pudo ver cómo bajo la mesa principal la pierna derecha del colombiano no dejaba de moverse en un espasmo nervioso mientras esperaba su turno. Era como si se esforzara por encender una buseta abúlica chancleteando una y otra vez el acelerador.
Le llegó la hora de leer. Parecía que lo iban a traicionar los nervios. La pierna intensificó su furor y la voz por poco no se le asoma más allá de los dientes. Ni uno de los que nos encontrábamos allí fuimos ajenos a su tensión. Respiramos aliviados, solidarizados, cuando con valentía de colegial en un acto de izada de bandera logró seguir adelante y alcanzar la velocidad crucero.
Leyó algo que sería parte de Tareas no hechas . Pero aún su matrona interior no lo había empujado completamente a esta nueva encomienda. Allí caminaban personajes que no temían exponer su fragilidad, subversivos que dudaban de las certezas y de aquellos que las pavonean, estaba también el absurdo de la vida delatado por seres a quienes les tallan los roles que les diseñó la sociedad, gente que no cabe en sí misma; en fin, hacían presencia sus fantasmas y obsesiones.
Hacía presencia Medellín. Ese homúnculo al que los hijos no tan pródigos nunca hemos dejado de cargar como una madre asfixiante que nos debate entre el amor y el odio. Ese pueblo “adocenado y chicanero”, como lo bautiza Tareas no hechas . En un principio, me angustié. Tal vez a una audiencia internacional nada le decían nuestras taras, ni las referencias a los buñuelos, ni los efluvios de fritura que se levantan en la Avenida Oriental bajo la canícula, ni la maldad afable de los paisas, ni…
Pero me equivoqué. A medida que el relato avanzaba, un silencio arrobado fue norma entre el público y apenas se interrumpió en momentos muy concretos para adobarse con risas. Luis Miguel continuaba leyendo con torpeza y nerviosismo. La pierna no se quedaba quieta. Sin embargo, la situación había cambiado radicalmente.
Un flujo paulatino y espectral anegó la sala. Hasta el último de los presentes se puso la camiseta de ese narrador de eses arrastradas, sin ninguna pretensión y pasos titubeantes. Apenas un segundo separó al punto final de un sólido aplauso. Por encima de la mesa, él sonreía abrumado; bajo ella, la pierna se estuvo quieta por fin. Es la única vez que he presenciado el escaso fenómeno de la literatura como experiencia masiva en vivo.
Cuando pienso en las razones de ese salto sobre de las diferencias culturales, puedo hacer fácilmente una lista de las cualidades de la prosa de Rivas: la austeridad y limpieza, la profundidad que no necesita ponerse un disfraz solemne, el humor, la ternura, la hijueputez en su justa medida… Pero, más allá de todo, achaco la solidez universal de sus escritos a un fenómeno concreto. Las crónicas, cuentos y textos híbridos como los que componen Tareas no hechas son noticias del abismo, “inminencias del barranco”, traídas por un explorador que visitó el fondo y supo encontrar allí, además de lo obvio, también risa y poesía. Eso no tiene nacionalidad. Estamos ante un método de extracción minera que solamente se consigue con mucha sensibilidad y un talento fuera de lo común.
Compruébenlo por ustedes mismos.
Andrés Burgos
tareas no hechas
De donde uno no puede dejar de ser
¡Mañana o nunca!
Antes de empezar a escribir un trabajo por encargo, que debía haber entregado la semana pasada, voy a hacer una pausa (sí, es posible hacer una pausa en el trabajo sin haber comenzado a trabajar) para discurrir alrededor de una palabra que escuché hace poco: “procrastinación”. La mencionó un amigo que padece el doble síndrome de “la tarea no hecha” y “el propósito no cumplido”. Me dijo que se trataba de una enfermedad que los científicos estudian hoy en día. Según la wikipedia (fuente de sabiduría para los que siempre pospusimos el estudio riguroso de cualquier materia), procrastinación es la “acción o hábito de postergar actividades o situaciones que deben atenderse, sustituyéndolas por otras situaciones más irrelevantes y agradables”.
Es una enfermedad. Cuando leí eso quise llamar a varios conocidos para restregar en sus pujantes oídos los argumentos que hoy la ciencia esgrime dignificando lo que todos ellos (familiares, jefes, mundo en general) me endilgaron durante tantos años (pero solo hasta hoy) como simple pereza.
Dice además la más conocida enciclopedia en Internet (según los estudios, Internet es a los procrastinadores lo que las historietas del llanero solitario a Felipito, ¡ese santo patrono!) que “el término se aplica comúnmente al sentido de ansiedad generado ante una tarea pendiente de concluir” y que “el acto que se pospone puede ser percibido como abrumador, desafiante, inquietante, peligroso, difícil, tedioso o aburrido…”. ¡Qué sabias palabras! ¡Qué reflejo fidedigno de la más honda realidad que embarga el alma de un incumplido!
Yo por ejemplo recuerdo el tiempo en que tuve por oficio escribir guiones para videos institucionales, en los que decía mil veces que “su empresa es la mejor del mundo” y que “avanza al ritmo de los nuevos tiempos con altos niveles de competitividad (sigo pensando que a la palabra competitividad le sobra una “ti”) en un mundo cada vez más globalizado”. Y todas esas cosas. Fórmulas que uno interioriza después de años de escribir lo mismo. Pero, irónicamente, las fórmulas nunca facilitaron mi trabajo sino que lo hacían cada vez más angustioso. Cuando me entregaban los materiales con los que debía hacer un nuevo guión, sentía en mis manos la misma opresión que debe sentir el bulteador de la Mayorista cuando el peso del costal se abandona sobre su espalda. Esos libros, esas revistas, esos DVD, que constituían la materia prima de mi trabajo, pasaban entonces a reposar en mi escritorio durante días, desde donde me observaban desafiantes, inquietantes, peligrosos, difíciles, tediosos, y yo agregaría a la lista de wikipedia: acuciantes y diabólicos.
Me sentaba frente al computador (cuando me sentaba), hojeaba las publicaciones de la empresa, reflexionaba sobre esas maravillosas ediciones derrochadas en tan fútiles contenidos, preparaba un café, tomaba una novela de mi biblioteca para leer una historia que me diera ideas, buscaba una vieja canción, hacía una llamada y después recibía otra en la que un amigo largamente ausente me citaba para esa misma tarde. No podía negarme dado el carácter contingente de la circunstancia y posponía la escritura del guión para el día siguiente. Al otro día una amiga estaba mal y quería hablar con alguien. Y al posterior, cuando iba directo a mi casa para sentarme a escribir, me encontraba con unos truhanes con los que siempre terminaba emborrachándome. A la mañana siguiente no tenía capacidad para concentrarme y necesitaba la jornada entera para convalecer. Pero siempre esos libros, esas revistas, esos DVD, estaban en mi cabeza; el guión no hecho era la música de fondo, el imperceptible y constante sonido ambiente de todos los días en los que no lo estaba haciendo.
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