Harold P. Simonson - Jonathan Edwards

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Esta obra es un instrumento tremendamente útil que beneficiará tanto su intelecto como su espíritu. Habla de
Jonathan Edwards, un teólogo norteamericano del siglo XVIII, un personaje que ha conformado en gran medida la vida intelectual y religiosa de muchas personas hasta nuestros tiempos, y que ha influido en ella. En este estudio, el profesor Simonson se centra en diversas maneras esenciales
para comprender y describir el camino a la salvación tal como lo expuso Edwards, incluyendo la narrativa, la experiencia y, un rasgo aún más distintivo de Edwards,
"los afectos".

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Como descripción del avivamiento de Northampton, la Narración fiel posee una forma dramática impresionante, que ayuda a explicar el hecho de que durante la vida de Edwards se imprimiese en su totalidad por lo menos sesenta veces, diez de ellas en cinco países y en tres idiomas. 20En la sección introductoria Edwards proporciona el escenario, observando que los habitantes de Northampton eran tan “sobrios, metódicos y buenos” como cualquier otra persona de Nueva Inglaterra, y añadiendo que “son tan racionales y comprensivos como como pocos de los que he conocido” ( NF , 144-145). Sin embargo, lo que a Edwards le desconcertaba era la suficiencia que sentían respecto a su religión. Lo que les hizo recuperar súbitamente la sobriedad fueron dos muertes que se produjeron en un lugar cercano, Pascommuck, en abril de 1734; una de las víctimas fue un joven que murió de pleuresía tras dos días de delirio y, la otra, una joven que antes de morir “estaba muy inquieta” por el estado de su alma. Incitados por estos sucesos solemnes, unidos a un amenazante arminianismo que algunos interpretaron como la señal de que Dios se estaba alejando de aquella tierra, los ciudadanos se sintieron aún más conmocionados en diciembre cuando se convirtieron diversas personas, sobre todo una joven considerada una “de las más descocadas de toda la ciudad” ( NF , 149). Dios le había dado “un nuevo corazón, realmente quebrantado y santificado” ( NF , 149). Pronto hubo otros que se vieron igual de afectados, hasta que en primavera y verano de 1735 “la ciudad parecía estar llena de la presencia de Dios: nunca estuvo tan llena de amor ni de gozo y, sin embargo y al mismo tiempo, tan llena de inquietud, como lo estuvo entonces” ( NF , 151). Los padres se regocijaban cuando sus hijos nacían de nuevo, los maridos por sus esposas y estas por sus cónyuges. Cuando los aldeanos de pueblos vecinos se acercaron para ver qué estaba sucediendo, también se vieron afectados. El valle había adquirido una gran vida espiritual, y solo dentro de Northampton, una población de unas doscientas familias, se salvaron en torno a trescientas almas.

Tras describir estos casos iniciales y más generales, Edwards se concentra en las manifestaciones específicas de las experiencias de conversión. Lo que se ve incitado a comprender es la relación entre el acto invisible del espíritu de Dios y los efectos visibles. Su certeza de que existía una relación intensificaba todo el dramatismo de la salvación.

Al observar a sus feligreses recién despertados, Edwards detectó, primero, la gran tristeza que sentían por lo que consideraban su condición de pecado. Escribió: “sus conciencias han sido afectadas como si una flecha hubiera atravesado sus corazones” ( NF , 160). Convencidos de su pecado, a veces experimentaban “terribles aprensiones” sobre el verdadero grado de corrupción en el que vivían, temiendo en ocasiones que sus pecados fueran imperdonables, y teniendo siempre “una sensación aterradora” de su condición total. La segunda fase vino acompañada de la convicción de que Dios era justo al condenarles. Frente a esto solo podían exclamar “¡Es justo, es justo!” ( NF , 170). La tercera fase fue de calma, posterior a su aceptación de la gracia que es suficiente. Ahora fijaban sus pensamientos en Dios y en sus “dulces y gloriosos atributos” ( NF , 171). Anhelaban tener comunión con Cristo. En ellos se había producido “un santo reposo del alma”, les había invadido un sentido del corazón nuevo y vivificante ( NF , 173). Las personas más confundidas eran los intelectuales de la ciudad, que se convirtieron en “meros bebés” que no sabían nada. Para todos la experiencia fue “nueva y extraña”, acompañada a veces de la risa, las lágrimas o los sollozos. Para todos ellos la obra de Dios sobre el alma fue como la luz del amanecer:

Para algunos, la luz de la conversión es como una brillantez gloriosa que reluce súbitamente sobre la persona y a su alrededor: de un modo notable la saca de las tinieblas llevándola a la luz maravillosa. En muchos otros casos ha sido como el alba, cuando al principio aparece solo una escasa luz, y puede ser que esté envuelta en nubes; y entonces reaparece y brilla con un poco más de fuerza, que aumenta gradualmente, intercalándose con la oscuridad, hasta que al final, quizá, destella con mayor claridad desde detrás de las nubes ( NF , 177-178).

Con gran fervor, Edwards llevó su relato a un punto álgido describiendo casi día por día la conversión de Abigail Hutchinson, seguido de la conversión espectacular de la pequeña Phebe Bartlet, de cuatro años. El primer esbozo es el más conmovedor, e incluso posee tintes de sentimentalismo. En este esbozo, Edwards relata los siete últimos meses de la vida de Abigail, empezando cuando determinado el lunes, en diciembre de 1734, la hermana de esta mujer le comunicó que la joven “cortesana” se había convertido a Dios. Edwards sigue la vida de Abigail, soltera y enfermiza, a lo largo de los tres estadios mencionados antes, acabando con la convergencia entre visión religiosa y muerte. Por otro lado, la pequeña Phebe vivió hasta una edad muy avanzada. El relato que hace Edwards de su conversión durante la infancia se volvió famosa en toda Nueva Inglaterra, 21sobre todo la parte que describe las largas horas que pasó en el armario, donde oraba a Dios pidiendo salvación y donde, supuestamente, tuvo todo tipo de visiones impactantes. Sin que le afectasen los esfuerzos de su madre para tranquilizarla y sujeta a tremendos episodios de llanto, la pequeña Phebe confesó llorosa: “¡Sí, tengo miedo de ir al infierno!” ( NF , 200). Cuando salió del mismo armario un tiempo después, exclamó: “Ahora puedo encontrar a Dios… Amo a Dios… Ahora no iré [al infierno]” ( NF , 200-201).

Por fácil que resulte no tomar en consideración la historia de Phebe, ofrece, como el relato de Abigail, una pista para detectar la dimensión trascendental con la que Edwards interpretó estos episodios. Si, como él creía, el avivamiento de Northampton formaba parte de la obra redentora de Dios en la historia, más amplia, el drama de estas dos almas adquiere una importancia muy superior a la de los estudios de casos individuales. Estos dos episodios revelan también la sensibilidad de Edwards por las consecuencias psicológicas de la experiencia religiosa, incluso entre los niños. La pequeña Phebe se convirtió en prototipo para determinados niños de la ficción estadounidense del siglo XIX, cuya inteligencia roza el ámbito amedrentador y prohibido de lo sobrenatural, para bien o para mal. Según F. O. Matthiessen, el retrato que hace Nathaniel Hawthorne de Pearl en La letra escarlata refleja en parte la “terrible precocidad” que reveló la dialéctica de Edwards en niños sometidos a la presión emocional del Gran Despertar. 22Algunos de los niños ficticios de Henry James llevan también la huella de una herencia parecida.

La intensidad religiosa en Northampton no se podía mantener indefinidamente. Lo que la sumió en un sombrío apaciguamiento fue el caso del tío de Edwards, Joseph Hawley, cuya lucha espiritual le había llevado a una desesperada melancolía. Según Edwards, el diablo pronto aprovechó esta situación para conducir a Hawley a “pensamientos cada vez más desoladores”, que le llevaron al insomnio, al delirio y por último al suicidio el 1 de junio de 1735. Por amor al bienestar de otros ciudadanos, afortunadamente prevaleció ese apaciguamiento, aunque inmediatamente después de que Hawley se hubiera cortado el cuello otros habitantes del pueblo se sintieron lo bastante afectados como para afirmar que oyeron voces que les incitaban: “¡Córtate el cuello! ¡Ahora es una buena oportunidad! Ahora , ¡AHO RA !” ( NF , 207) Sin embargo, semejante histeria no disuadió en modo alguno a Edwards de su creencia de que Dios había visitado de verdad a aquella comunidad. Escribió que, como consecuencia de ello, Dios había convertido a los habitantes de Northampton en un “pueblo nuevo” por medio de “la gran y maravillosa obra de la conversión y la santificación” (NF, 209). Haciéndose eco de las palabras que dijera cien años antes el bostoniano John Winthrop, ahora Edwards consideraba Northampton la ciudad “situada sobre una colina” (FN, 210).

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