Harold P. Simonson - Jonathan Edwards
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Jonathan Edwards, un teólogo norteamericano del siglo XVIII, un personaje que ha conformado en gran medida la vida intelectual y religiosa de muchas personas hasta nuestros tiempos, y que ha influido en ella. En este estudio, el profesor Simonson se centra en diversas maneras esenciales
para comprender y describir el camino a la salvación tal como lo expuso Edwards, incluyendo la narrativa, la experiencia y, un rasgo aún más distintivo de Edwards,
"los afectos".
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El meollo de la doctrina especifica que la unión con Cristo no es la recompensa por la fe, sino la fe misma, y que somos justificados solo por fe. Suponer, por ejemplo, que Dios proporciona esta relación con Cristo como recompensa por las buenas obras es incoherente con el hecho de que estamos bajo la condenación hasta que él entra en esa relación. Es la misma incoherencia que se produce cuando una persona espera ser justificada antes de unirse a Cristo. En ambos casos, Edwards atacó enfáticamente cualquier idea que elevase el mérito humano como condición previa a la actuación de Dios. Conforme al tenor del Pacto de las Obras, una persona debía ser aceptada y recompensada solo en función de sus obras; pero en el Pacto de la Gracia, la obra se acepta y se recompensa solo por amor a la persona. Al insuflar nueva vida a este Pacto de la Gracia no legalista, Edwards afectó los fundamentos de la teología del pacto de Nueva Inglaterra, que durante generaciones había favorecido la lógica de las obras, hasta el punto de que en la época de Edwards esa lógica prácticamente exigía que Dios recompensara solo las obras. 15
Perry Miller intenta demostrar que la interpretación que hizo Edwards de la justificación por la fe debía mucho a su “lectura inspirada de Newton”. 16Miller, que está decidido a considerar a Edwards un empirista (lockiano o newtoniano), arguye que la raíz de la doctrina de la justificación es el concepto newtoniano “de un antecedente a un subsiguiente, en el que el subsiguiente, cuando sucede, demuestra ser lo que sea por sí mismo y en sí mismo, sin la determinación del precedente”. Miller sigue diciendo: “Por consiguiente, todos los efectos deben tener sus causas, pero ningún efecto es un «resultado» de lo que ha pasado antes”. 17El argumento teológico de Edwards, que decía que el merecimiento de una recompensa a cambio de las buenas obras no antecede a la justificación sino que se debe a ella es, supuestamente, análogo a la idea de Newton. Sin que importe lo que Edwards debiese a Newton, su deuda era aún mayor con Pablo, al que citó prolíficamente a lo largo de su tratado, en ningún caso con un efecto más revelador que cuando citó Gálatas 2:20: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (I, 642).
Miller considera que la doctrina de la justificación provoca esencialmente un temor reverente, estableciendo un vínculo interno de causa y efecto que es “misterioso y aterrador”, un poder oculto parecido al que, en la naturaleza, sostiene a los átomos cohesionados y opera en la fuerza de la gravedad. Pero Miller lleva su analogía newtoniana más allá de sus límites metafóricos, permitiendo que, por así decirlo, Newton borre a Edwards del mapa. A diferencia de Edwards, Miller no tiene en cuenta el amor esencial. Para Miller, las “fuerzas tenebrosas de la naturaleza” ocultas a gran profundidad tras la fachada de racionalismo de Newton son más misteriosas que cualquier cosa que proporcione la teología cristiana. Su analogía entre esas “fuerzas tenebrosas” y el Dios que viola la lógica humana mediante el acto de la justificación se viene abajo cuando Miller afirma que esas fuerzas naturales eclipsan “el fulgor deslumbrante” de la predestinación calvinista. En resumen: el máximo poder pertenece a la naturaleza, no a Dios, una conclusión que ignora la esencia misma del pensamiento de Edwards. Porque este siempre sostuvo que era Dios, como “ser sabio” supremo, quien “se deleita en el orden” y cuya justificación del hombre en Cristo fue “un testimonio de su amor por ese orden”, quien era el “primer fundamento” de toda realidad (I, 627). Además, fue Dios como amor quien, bajo el punto de vista ortodoxo de Edwards, trajo al ser humano a la coherencia divina, por medio de la fe. Las obras del hombre no sirven como pacto legalista que promete recompensas por la obediencia, sino más bien “son obras de esa fe que obra por amor; y cada uno de esos actos de obediencia, siempre que sea interno y un acto del alma, es solo un acto nuevo y eficaz de recepción de Cristo y de adhesión al glorioso Salvador” (I, 642).
La importancia que tenía esta doctrina para lo que se cernía sobre el panorama de Nueva Inglaterra no recibió mejor testimonio que el propio Prefacio de Edwards, escrito en 1738. A pesar de los ataques que recibió por predicar los sermones sobre la justificación, declaró su exculpación, porque poco después, en otoño de 1734, escribió: “La obra de Dios se manifestó de forma maravillosa entre nosotros, y las almas comenzaron a acudir a Cristo como el Salvador en cuya justicia única esperaban ser justificadas” (I, 620). Había comenzado el Gran Despertar, y el pensamiento y la práctica religiosos de Estados Unidos ya no volverían a ser los mismos. Según la opinión de Frank Hugh Foster, el movimiento teológico que empezó Edwards cuando predicó esos sermones concretos “adquirió una importancia para toda la civilización cristiana cuando se convirtió en la fuerza que moldeó buena parte de la obra religiosa constructiva que se hizo en los Estados Unidos de América”. 18Si este juicio parece exagerado, hallamos una sólida validez en la propia declaración de Edwards de que “esta fue la doctrina sobre la que se fundamentó al principio esta obra [el Gran Despertar], siendo también el cimiento sobre el que se afirmó todo el proceso posterior” (I, 620).
3. El brillante valle del Connecticut
La doctrina de la justificación sola fide señala hacia la gran doctrina de la predestinación. Lo que enseña la primera sobre la relación entre Dios y la persona de Cristo se aplica también a lo que enseña la segunda sobre la relación entre Dios y su pueblo. La primera tiene que ver con el individuo, la segunda con la historia. Ambas tienen que ver con la obra redentora de Dios. Ambas presuponen a un Dios soberano, un Dios de poder, gracia y amor, y conocerle es recibir los frutos espirituales del gozo y de la paz. Sin embargo, ambas doctrinas también enseñan que los actos de Dios, aunque se pueden aprehender, nunca se pueden comprender del todo. No existe una explicación globalizadora de los actos divinos en la justificación, porque las obras anteriores del hombre no sirven de nada. Tampoco existe una lógica determinista, una causa y un efecto, que explique la actuación de Dios en la historia. A pesar de todo, en la esencia de ambas doctrinas hallamos la certidumbre de que nada de lo que hace Dios es fortuito; misterioso sí, pero nunca escapa a la intención divina. A esta certidumbre llegamos cuando fijamos nuestro corazón y nuestra mente en la Escritura, en Cristo y en la historia del pueblo de Dios. Edwards predicó estas cosas con su habitual fijación inmutable.
La experiencia religiosa se hizo con individuos y con comunidades por igual. Hacia 1735 todo Northampton estaba inmerso en lo que Edwards consideraba la obra redentora de Dios. Al año siguiente el avivamiento se había extendido a South Hadley, Suffield, Sunderland, Deerfield, Hatfield, West Springfield, Long Meadow, Enfield, Westfield, Northfield, East Windsor, Coventry, Stratford, Ripton, Tolland, Hebron, Bolton, Woodbury. Sin duda, Dios se movía de maneras extrañas, misteriosas y veloces. Por lo que respecta a Northampton, donde durante varios años tras la muerte de Stoddard se había asentado cierto “embotamiento religioso” —incluyendo más de un caso de “paseos nocturnos, frecuentación de las tabernas y prácticas lujuriosas” ( NF , 146) 19— en un solo año acudieron a Cristo aproximadamente trescientas almas.
Estos fueron los hechos que Edwards plasmó en Fiel narración de la obra sorprendente de Dios en la conversión de muchos cientos de almas en Northampton y las ciudades y pueblos vecinos (1737). Pero este relato, una ampliación de la “Narración sobre conversiones sorprendentes” que Edwards había enviado un año antes al reverendo Benjamin Colman en Boston, es mucho más que una mera relación de hechos. Escrita dentro del contexto de su propia conversión personal y anticipando en muchos sentidos su Narración personal , este documento de 1737 señala la primera vez que Edwards se enfrentó al fenómeno de la experiencia religiosa a gran escala. Si ya era deudor a la psicología lockiana, ahora se consideraba un testigo clínico de la obra de Dios en la conversión de otros. Además, fue testigo de una corroboración dramática de la justificación doctrinal, así como de algunos indicios de que el propio avivamiento no era más que un episodio en una esfera suprahistórica que los elegidos conocerían como “la historia de la salvación”. La crítica llama la atención frecuentemente sobre las características extravagantes de lo que sucedió en Northampton. En escritos posteriores, Edwards intentó corregir esta impresión sin repudiar la Narración fiel . Estaba convencido de que aquellas conversiones (repentinas, espectaculares, inexplicables) estaban relacionadas con “la obra peculiar e inmediata” de Dios en esta ciudad elegida ( NF , 210). Por el momento se contentó con describirlas. Más tarde intentó volverlas comprensibles teológicamente. Esta labor exigió su máxima capacidad. Resulta irónico que también echase los cimientos para su tragedia personal, porque la vindicación intelectual que estructuró desmentía el sentido del corazón, que singularmente se justificaba a sí mismo. El intento de hacer visible, sea en tratados o en instituciones, lo que es invisible está condenado al fracaso, sobre todo cuando lo visible adopta formas con perfiles duros y rígidos.
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