Martí Manen - Salir de la exposición

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El formato estrella de presentación de arte contemporáneo sigue siendo la exposición. Una exposición que sufre modificaciones constantes, que necesita adaptarse a las propuestas de los artistas, repensarse desde su uso, analizarse según sus posibles funciones y que, en definitiva, nos pide a gritos una reformulación.Salir de la exposición (si es que alguna vez habíamos entrado) es un acercamiento a las posibilidades de la exposición, un deseo, una mirada para compartir con la voluntad de repensar el modo como el arte se conecta con la sociedad.

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Las instituciones artísticas necesitan seguir los cambios sistémicos que conllevan una incorporación de la velocidad en su modus operandi. También una voluntad de comunicación más fluida con sus usuarios permite a una nueva definición en las funciones del entramado institucional. Si la exposición ha sido la herramienta básica y más importante de la institución artística para realizar sus tareas de presentación, tocará adaptarla a las nuevas demandas. En un primer momento, la exposición vio nacer actividades paralelas. Ciclos de conferencias, debates, proyecciones, encuentros... también la educación, y las propuestas educativas, entraron en la exposición para definirla como un lugar de intercambio. Se trataba de gestos, de acciones paralelas que no afectaban en la definición del hecho expositivo. Pero llegó el momento de ir a más y entender la exposición en sí bajo términos más amplios. El workshop empezó a desarrollarse dentro del espacio expositivo para convertirse de facto en un elemento de la exposición. En algunos casos, las conferencias abandonaron los auditorios para formar parte del material presentado en el contexto expositivo. Conferencias en vivo o registros de ellas que muestran que el propio espacio expositivo ha tenido un pasado reciente que afecta nuestra percepción de ella. La exposición se convierte en un lugar activo, en actividad, en paso del tiempo. En periodos de crisis económica, desde el campo institucional aparece la tentación -o la pura necesidad- de reducir el número de exposiciones, de alargar los periodos donde se presenta la misma exposición. Los gastos de mantenimiento de la joya de la corona son altos, llenar el tiempo de la exposición con actividad puede justificar la inversión. También así se evita que las exposiciones se conviertan en un problema y los edificios de las instituciones en una tentación.

Volviendo a las posibilidades de modificación de la obra artística, y a cómo cada obra pide un tipo de contacto específico con sus usuarios, es pertinente hablar de nuevo del proceso. El proceso de trabajo en arte es una condición propia y definitoria de la creación artística. El proceso siempre ha estado allí, aunque su presentación pública responde a un planteamiento distante de cierto formalismo o de una voluntad de definición estanca del objeto artístico.

Podríamos hablar de la improvisación en el jazz como sistema procesual donde, bajo unos códigos predeterminados, una serie de actores interactúan para construir un presente único. Podríamos hablar de Black Mountain College como un espacio donde las clases de verano se convirtieron en algo más que “clase de verano” para llegar a ser trabajos artísticos. Podríamos también hablar del Cabaret Voltaire, de Joseph Beuys, de Calder (como comenta Zigmunt Bauman) y su intento de poner en movimiento el trabajo estático de Mondrian. Podríamos volver a John Cage mostrando la importancia del público en la creación de una situación y en el valor de cada pequeño momento de la obra. Podemos hablar de happening, de performance, de la acción vienesa o de Yoko Ono. También podemos hablar de vídeo, de Bruce Nauman en su taller, de Félix González-Torres y de sus instalaciones con caramelos que van desapareciendo por la acción (a veces inconsciente) de un público de museo. También podemos hablar de la interactividad de formatos como el CD-ROM o las posibilidades de contacto de la red de internet.

Parece evidente que ya llevamos un tiempo donde no resulta sorprendente la presencia del elemento temporal en arte, donde el proceso es la obra. En el momento en que el factor temporal entra en la definición de la obra de arte, en el momento en que la obra de arte deja de ser un objeto parado que supera el tiempo presente camino hacia una supuesta inmortalidad, empieza a ser necesario evidenciar el proceso de trabajo como parte resultante. La idea de proceso la encontramos, entonces, a distintos niveles. Las alteraciones que antes sufría con el paso del tiempo se convierten en identificadores de su estado latente. Hans Haacke ejemplifica perfectamente esta idea de obra en cada momento de la misma (sea ésta escultórica, sea instalación), esa idea de momento único para un visitante en una exposición, que ve una obra donde en ese instante en concreto una parte está congelándose. Un visitante que ve una obra donde un chispazo eléctrico salta de vez en cuando. Un visitante que ve una obra donde una pequeña cantidad de agua se condensa infinitamente dentro de un cubo de plexiglás por el calor de las luces. Un visitante que puede ser consciente de la importancia de su mirada, que se convierte en única frente a un momento también único en un proceso. El contacto con la obra se personaliza, se individualiza, empieza a ser un diálogo directo entre dos elementos (obra y observador) que se encuentran en un momento determinado y, ahora, en un mismo estatus. La obra ofrece su propio proceso y se convierte en el elemento definitorio de la temporalidad de la exposición. La exposición deja de ser un espacio para pasar a ser una consecución de momentos ligeramente inestables, pero nos encontramos aún en una exposición bajo control, con unas temporalidades determinadas por los objetos que se incorporan en ella. También la exposición entrará en la inestabilidad para pasar a ser esa secuencia de momentos donde todo es posible. O imposible de ver.

La obra también puede presentarse en un estado concreto después de que sta haya realizado –o sufrido– un proceso determinado. Ignasi Aballí, con sus telas que han estado parcialmente expuestas a la luz solar, nos muestra cómo la luz ha afectado a la propia tela (espacio anteriormente de la pintura), cómo el blanco se ha convertido en distintos blancos, cómo la propia obra ha ido definiéndose pacientemente a través del paso del tiempo más que por el trabajo activo del artista. Aballí, en el momento de presentación, decide parar el proceso de la propia obra, pero somos conscientes de que la obra ha necesitado su propio tiempo, ha necesitado ser expuesta al tiempo para existir como ahora existe. La obra, en este caso, entra en la sala de exposiciones para mostrar un proceso que sucede sin la acción directa del artista, un proceso no necesariamente premeditado y que ahora se encuentra parado. Supuestamente. La luz sigue, los elementos meteorológicos están activos. La humedad, el calor, la posibilidad de un accidente.

La obra también puede hacer partícipe al antes espectador y ahora usuario. Resulta paradigmático el ejemplo de Félix González-Torres por la vinculación emocional que ofrece al usuario. La obra será creada-destruida por el usuario. Una montañita de caramelos representa el peso de la pareja del artista. La pareja del artista acabará muriendo, adelgazando por culpa del sida. Los momentos dulces desaparecerán lentamente, y cada instante se convierte en un momento dramático por la consciencia de la desaparición. Los visitantes de las exposiciones se llevarán estos momentos dulces, participando de la destrucción de la persona querida. La obra irá desapareciendo paulatinamente para renacer de nuevo ofreciéndose a otros usuarios que van a poder degustar la amarga experiencia de participar en esta desaparición. La obra tiene su propio proceso y, en este caso, un proceso que va repitiéndose (podríamos abrir aquí una discusión sobre poderes en arte, sobre quién decide cuándo se para algo), como también observábamos en los trabajos de Hans Haacke.

La obra que nos enseña un proceso propio o que necesita del espacio expositivo para seguir su propio proceso no es el único elemento temporal que ocupa las exposiciones. Resulta evidente la importancia del vídeo en el contexto artístico, así como el valor del elemento sonoro como sistema de comunicación más allá de los parámetros visuales. También podríamos mencionar la interactividad tecnológica como sistema de creación de distintos discursos narrativos según la participación del usuario. Gary Hill, con un laberinto marcado en el suelo de la exposición, invitando al visitante a pasear dentro de él. Tomar un camino u otro implica que el audio que llena la sala y una proyección de vídeo irán cambiando según las decisiones que se tomen al andar, ofrece con esta instalación un buen ejemplo de un grado de interacción bajo que posibilita una recepción cordial por parte de un usuario de museo que aún actúa como un tímido espectador.

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