Carlos Barros - Sobre las ruinas de la ciudad rebelde

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde: краткое содержание, описание и аннотация

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"Vendrán tiempos mejores, ya lo verás" le dijo Pinyol acercándose a ella y tratando de calmarla.Había tenido en su madre y su abuela dos buenas maestras, pero nadie le había explicado a Fineta que iba a ser tan difícil. La historia de esta humilde familia de Benimaclet se entremezcla con la de Salvador, el joven heredero del condado de la Espuña, en su lucha por escribir su propio destino.Los caprichos del azar acercarán sus vidas a las de Sebastián, un indefenso recién nacido que es abandonado a las puertas de un monasterio en Gilet y Jules, un joven vagabundo que se convierte de la noche a la mañana en el leal ayudante de un influyente comerciante inglés.En los turbulentos inicios del siglo XVIII, todas ellas se verán irremediablemente trastocadas por una guerra cruel y despiadada que hará sacudir los cimientos de toda Europa."Habían perdido todo lo que tenían, despojados de todo lo que amaban… pero nadie les quitará el derecho a construir un futuro sobre las ruinas de su pasado, sobre las ruinas de la ciudad rebelde."

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Sebastián seguía mirándole con absoluta perplejidad.

—Piensa muy bien todo aquello que pongas por escrito, quiero que me demuestres madurez y sensatez en cada palabra —le dijo justo antes de marcharse.

A pesar de su reticencia inicial, se decidió a dar un pequeño trago del oscuro licor cuando se encontró ante él a solas. Notó primero cómo el sabor fuerte y amargo inundaba su paladar, y después cómo el alcohol bajaba a través de su garganta sacudiéndole por dentro. Tuvo que meterse en la boca de inmediato un buen pedazo de bizcocho para quitarse esa desagradable sensación. Después, sujetó con fuerza la plumilla y se enfrentó con valor al pedazo de papel en blanco, imaginando que era el último obstáculo que le separaba de Isabel. Las palabras empezaron a brotar con fluidez de su interior.

Alejandro regresó apenas dos horas después y encontró al muchacho acurrucado en el suelo sobre la manta, abrazado a la tablilla y al papel en el que había dejado su alegato completo. La llama de la vela, que seguía prendida, había hecho menguar el cirio un buen trecho dejando una estela de ribetes de cera a su alrededor. La botella de vino estaba casi llena mientras que del bizcocho quedaban solo las migas. Recogió del suelo el pedazo de papel con suma suavidad y retiró también todo lo demás, marchándose de nuevo en silencio tras arropar al muchacho.

Lejos ya de las frías bodegas, se dirigió a la capilla y se sentó frente a la imagen de San Francisco para leer el escrito de su sobrino. Alejandro suspiró, la increíble fuerza de voluntad de aquel niño le dejaba perplejo. Las palabras empezaron a golpearle el alma una detrás de otra, en ellas Sebastián abría su corazón de par en par descargando en cada frase todo lo que sentía. Allí no había reproches, ni rencor, tan solo amor y deseos de libertad. No pudo por menos que sentirse conmovido por aquella redacción tan profunda y pura.

Reinaba en ese momento la oscuridad de la noche, y en el monasterio un profundo silencio propio de las horas de descanso de los monjes entre cada oficio religioso. Fue un hecho totalmente casual que Fray Anselmo apareciera justo en ese momento también por la capilla. Encontró a Fray Alejandro sentado en uno de los bancos sosteniendo el mencionado papel y el rostro cubierto de lágrimas.

—¿Qué os ocurre hermano? —le preguntó a su amigo.

—¿Qué he hecho mal hermano Anselmo? ¿Por qué lo he hecho todo tan mal? —dijo él desesperado.

—¿De qué estás hablando?

—Sebastián, no quiere saber nada de mí ni del monasterio, está perdido Anselmo. Y todo por una chica de su edad que acaba de conocer —le decía atropelladamente.

—No sé por qué os extrañáis tanto. ¿Acaso no es un sentimiento perfectamente natural? ¿No experimentasteis acaso algo parecido vos cuando erais joven? —replicó Anselmo.

—¡Pero la ama más a ella que a Dios!

—¡Es solo un chico Alejandro! Los sentimientos terrenales le son más fáciles de entender que la teología.

Fray Alejandro negaba con la cabeza abatido, y Anselmo empezó a sospechar que algo extraño estaba ocurriendo.

—¿Qué has hecho con él? ¿No se suponía que llevaba un par de días enfermo en su celda?

—Le tengo encerrado en las bodegas —confesó Fray Alejandro con pesadumbre en sus ojos.

—¿Y puede saberse a qué se ha debido un castigo tan severo? —inquirió Fray Anselmo preocupado.

—Pretendía fugarse del monasterio… ¡con ella! —respondió Alejandro cargado de razón.

Anselmo agitaba la cabeza una y otra vez en señal de desaprobación.

—Así jamás conseguirás doblegar su voluntad.

—Sí, creo que de eso estoy empezando a darme cuenta —concedió Fray Alejandro—. Pero dime, ¿qué puedo hacer? ¿Dejarle que se vaya así, sin más?

—Me temo que, aunque te duela escucharlo, quizás sea esa la mejor forma que tengas de ayudarle.

Fray Alejandro miró a su amigo con total incredulidad.

—¿Cómo que dejarle marchar? ¡Si es solo un niño!

—No es tan difícil de entender Alejandro, es natural que sienta curiosidad por el mundo que le rodea, y esas experiencias también nos ayudan a formarnos como personas. Todo buen maestro sabe que para aprender primero hay que equivocarse, y de todos es conocido que muchas veces necesitamos echar en falta las cosas para aprender a valorarlas.

—Por el amor de Dios Anselmo, ¿sabes lo que me estás diciendo? Que suelte a una criatura indefensa a vagar por un mundo lleno de peligros y calamidades, Dios sabe la suerte que le podría deparar tras cada esquina. Seamos sensatos, ¿de qué iba a vivir? ¿Dónde iba a estar mejor que aquí?

—No te estoy diciendo que le dejes ir así sin más, precisamente te digo que le abras la puerta para ayudarle y guiarle un poco en el camino en lugar de que se escape y ya solo puedas lamentarlo. Si lo piensas bien, tal vez sea la única posibilidad que te queda de no perderlo para siempre. Deja que se vaya y conozca de primera mano cómo es el mundo que le rodea. Entonces, y solo entonces, será capaz de decidir si es eso lo que quiere o por el contrario era verdad todo aquello que le decía su tío sobre las bondades de la vida en el monasterio. Y si se siente solo y desprotegido volverá, ya lo creo que volverá —argumentó Anselmo.

Las palabras empezaron a calar en el aturdido Alejandro, los argumentos le estaban desarmando. No encontraba nada con qué rebatir a su amigo, pero aun así una poderosa fuerza en su interior le impedía asumir esa tesis. Sus ojos empezaron a mostrar sus dudas y su debilidad y Anselmo aprovechó para tratar de inclinar la balanza del debate que Fray Alejandro libraba internamente.

—Sabes tan bien como yo que la vida entregada a Dios es una opción libre y voluntaria, en ningún caso un encierro forzoso. Los dos venimos de ahí fuera y probablemente es por todo lo que vivimos por lo que quisimos escoger esta opción, y no al revés. Recuerda que aún no ha hecho sus votos, y en este monasterio no retenemos a nadie contra su voluntad. Esto no es una cárcel Alejandro, es un convento.

—Pero él es solo un niño —repetía Alejandro con lágrimas en los ojos.

—Envíale con alguien que sea de confianza en Gilet, él estará bien.

Las palabras de Anselmo terminaron por vencer la resistencia de Fray Alejandro, la férrea voluntad del monje se empezaba a resquebrajar.

—¿No habría que poner el caso en conocimiento del padre guardián? —preguntó entonces.

—¿Para qué? ¿Para que atormente aún más al chico? ¿No crees que ya ha tenido suficiente? ¿No crees que se merece que le libres de ese trago?

—Sí —dijo al fin Alejandro dándose por vencido—. Puede que tengas razón.

Anselmo mostró una débil sonrisa de satisfacción.

—Bajemos entonces, una gélida bodega no es el lugar apropiado para un niño.

Alejandro obedeció. Aquella máscara de autoritario ejecutor del castigo se había esfumado por completo, al monje le temblaban las manos y el resquemor del arrepentimiento empezaba a pesar sobre su conciencia.

Se detuvo frente a la vieja y sucia puerta de madera y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo de los pies a la cabeza, podía sentir en la nuca los ojos escrutadores del piadoso Anselmo cargados de reprobación. Solo entonces empezaba a ser consciente de su propia crueldad, por un momento se llegó a imaginar que al abrirla hallaría al niño enfermo o al borde de la muerte por su propia negligencia. Desterró aquella imagen de su cabeza y, mientras hacía girar la llave, pidió perdón a Dios por el acto reprobatorio que había cometido y rezó porque el niño se encontrara sano y salvo, igual que la última vez que le había dejado.

El sonido seco metálico de la cerradura despertó a Sebastián, que lentamente se incorporó tratando de poner a su pequeño cuerpo en funcionamiento. Se dio cuenta de que tenía un brazo dormido y le dolían todos los músculos, después de tantas horas encerrado en aquella especie de armario mugriento y polvoriento se sentía sucio y terriblemente cansado. Al tragar saliva, ésta pareció convertirse de pronto en miles de agujas que perforaban su garganta. Pero a pesar de todo no había olvidado por qué estaba allí y cuál era su propósito. Tras abrirse la puerta sus ojos somnolientos se encontraron con los de su tío y, sorprendentemente, con los de Fray Anselmo. Alejandro se agachó y le miró con profundo congojo y arrepentimiento.

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