Carlos Barros - Sobre las ruinas de la ciudad rebelde

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Sobre las ruinas de la ciudad rebelde: краткое содержание, описание и аннотация

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"Vendrán tiempos mejores, ya lo verás" le dijo Pinyol acercándose a ella y tratando de calmarla.Había tenido en su madre y su abuela dos buenas maestras, pero nadie le había explicado a Fineta que iba a ser tan difícil. La historia de esta humilde familia de Benimaclet se entremezcla con la de Salvador, el joven heredero del condado de la Espuña, en su lucha por escribir su propio destino.Los caprichos del azar acercarán sus vidas a las de Sebastián, un indefenso recién nacido que es abandonado a las puertas de un monasterio en Gilet y Jules, un joven vagabundo que se convierte de la noche a la mañana en el leal ayudante de un influyente comerciante inglés.En los turbulentos inicios del siglo XVIII, todas ellas se verán irremediablemente trastocadas por una guerra cruel y despiadada que hará sacudir los cimientos de toda Europa."Habían perdido todo lo que tenían, despojados de todo lo que amaban… pero nadie les quitará el derecho a construir un futuro sobre las ruinas de su pasado, sobre las ruinas de la ciudad rebelde."

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—Claro que sí hijo, ¿qué me quieres contar?

—Fineta va a casarse, su novio se lo ha pedido y ella ha dicho que sí.

—¿Te lo ha contado ella? —le preguntó de súbito algo más alterada.

—Sí.

—No debería haberte importunado con nada de eso, son asuntos que no son de tu incumbencia Salvador —le dijo al niño con voz grave.

—No me importuna madre, a mí me alegra mucho verla feliz.

Vicenta le lanzó una fugaz mirada de reprobación por el comentario que acababa de hacer, pero finalmente decidió dejarlo pasar por alto en aras de mejorar la relación con su hijo.

—¿Y con quién va a casarse la infeliz? —preguntó con algo de desprecio.

—Ella siempre dice que su novio es el chico más pobre del pueblo —dijo Salvador encogiéndose de hombros.

—Pobre Tomasa, no gana para disgustos —dijo la condesa pensando en voz alta.

Pero Salvador prosiguió abordando el tema que le interesaba.

—Lo que quería decirte madre es que esta noche he estado pensando una cosa. Siendo una chica tan guapa, ¿por qué no puede tener ningún vestido de seda ni ninguna joya ni alhaja que ponerse?

Vicenta empezó a preocuparse, no sabía dónde querría ir a parar su hijo en realidad.

—Tú tienes un montón de pendientes, diademas y adornos muy bonitos, y en verdad casi nunca te veo ponértelos —continuó él—. Se me ocurre que a lo mejor podrías dejarle alguno a ella para que lo llevara el día de su boda, ¿no crees que eso le haría muy feliz?

A medida que su hijo pronunciaba esas palabras un torbellino de furia se fue gestando en su interior, hasta que no pudo reprimir dejarlo salir.

—¿Ha sido ella, verdad? Ha sido ella quien te dijo que vinieras a pedírmelo —le dijo mientras empezaba a zarandearlo.

—¡No! —respondió Salvador.

—Sí, claro que sí, muy propio de alguien de su condición. No se puede ser más rastrera.

—No madre, se me ocurrió a mí, ella no me ha dicho nada, lo juro.

—No jures en vano que es pecado, y más delante de la madre de Dios —le decía su madre muy enfadada.

—Estoy diciendo la verdad, ella no me ha dicho nada, por favor madre no te enfades, pensé que sería una buena idea.

—Ya basta Salvador, si dices que te crea te creeré, pero ya puedes ir quitándotelo de la cabeza.

Salvador no pudo evitar sentirse sumamente decepcionado.

—Una criada nunca llevará mis joyas ni aunque se casara con el mismísimo rey de Francia. Y no quiero volver a oírte hablar de este tema, ¿está claro? —añadió.

Salvador asintió y se dispuso a marcharse entristecido y sin entender cómo había podido ir todo tan mal para acabar llevándose semejante regañina.

Era domingo, y como todos los domingos Fineta tenía que encargarse de vestir y arreglar convenientemente a Salvador para ir a misa. Aquel día Salvador estaba triste y arisco, algo no muy propio de su carácter, pero por más que ella le preguntaba cuál era la razón de su enfado él se negaba a contestar. Cuando hubo terminado de vestir al niño con sus mejores galas, medias blancas, camisa nueva con lazo, casaca de seda y zapatos relucientes, Salvador le cogió de la mano y le pidió que le acompañara. Cruzó con ella el pasillo y se internó en la gran alcoba de los condes.

—¿A dónde me llevas Salvador?

—Confía en mí —le dijo.

Fineta se resistía a entrar allí, era uno de los pocos lugares de la casa en los que no había estado. No es que lo tuviera prohibido, su madre era requerida en muchas ocasiones para limpiar o asumir algún encargo de doña Vicenta, pero en aquel preciso momento dudó que pudiera recurrir a ninguna excusa para profanar aquel espacio privado. Pero el niño tiraba de ella con insistencia, y a la vez una poderosa fuerza le llamaba y le incitaba a descubrir los secretos que guardaba aquella habitación.

El primer vistazo a la estancia no le defraudó, jamás había soñado que pudiera existir un lugar así. Las paredes estaban recubiertas de exquisito terciopelo rojo, alternado con impresionantes marcos y columnas de madera finamente trabajada. Las cortinas, igualmente rojas y de magnífica factura, vestían a la perfección los enormes ventanales que se alzaban desde el suelo hasta el techo llenando de luz toda la estancia. Presidiéndolo todo estaba la impresionante cama de los condes, con sus cuatro patas elevándose cual si fueran columnas de catedrales y un cabecero delicadamente tallado en madera con relieves rematados en oro imitando el retablo mayor de una iglesia. La colcha y el tapizado de las sillas y de los dos taburetes que estaban puestos a los pies de la cama eran, por supuesto, también de terciopelo rojo, a juego con todo lo demás. Coronando la cama, en la pared, había tres preciosos cuadros, dos más pequeños a los lados y uno más grande en el centro, con tres representaciones diferentes de la Virgen portando al niño en sus brazos.

Pero ahí no acababa todo, cada rincón que recorría con la vista le descubría más y más maravillas, en uno de los lados se hallaba una suntuosa mesa de madera con el complemento del lavamanos de reluciente oro y plata. En el otro lado el conjunto era no menos espectacular, con un precioso tocador trabajado todo en madera con relieves y detalles de recreación admirable. Por encima de él, en la pared, colgaba un enorme espejo que casi abarcaba un cuerpo entero y que estaba enmarcado todo en magníficos dorados. Fineta, al verse allí reflejada, no pudo por menos que sentir vergüenza de sí misma, su imagen no era merecedora de aquel marco de irreal fantasía. Por último, en la pared enfrentada al cabecero de la cama se hallaba la chimenea, cuya elegancia y proporciones solo rivalizaban con la imponente talla que presidía el comedor.

Una vez hubo recorrido todo, los ojos se le fueron al vestido de seda que la condesa iba a ponerse ese día y estaba preparado en un pequeño pedestal de madera. La tela tenía un tacto exquisito, intercalando los amarillos y azules con un laborioso bordado.

—¿Te imaginas que yo pudiera ponerme uno así Salvador? —dijo ella fantaseando.

Él no contestó, pero su simple sonrisa le bastó para satisfacerla. El niño se movía por allí como pez en el agua y sus ojos, como los de ella, eran el reflejo de la pura emoción. Pero Fineta tardó apenas un segundo en despertar de aquel sueño imposible y peligroso cuando vio cómo el niño iba demasiado lejos. De pronto, abrió con decisión uno de los cajones del tocador de su madre y sacó un cofrecillo de plata en el que sabía que tenía guardadas algunas joyas.

—¿Pero qué haces, estás loco? —le dijo Fineta al borde de la histeria.

—Mi madre me ha dado permiso —mintió—. Hablé con ella esta mañana y me dijo que podías coger alguna cosa prestada siempre y cuando lo devuelvas después de la boda.

—¿Estás seguro? —le preguntó ella turbada.

Fineta estaba desconcertada por la actitud del niño, pero nunca le había visto mentir ni obrar con maldad. Vaciló aún un poco antes de atreverse siquiera a acercarse a aquellas joyas.

—Salvador, por Dios, que no quiero que nos metamos en un lío —le dijo muy seria y preocupada.

Pero él demostraba una increíble naturalidad en todo lo que hacía.

—Sí, mira a ver qué es lo que más te gusta —le dijo mientras comenzaba a extraer algunas joyas del recipiente.

Se acercó dubitativa al magnífico cofre plateado rematado con piezas de oro en forma de rombos, tanto brillo y esplendor le había dejado tan anonadada que sintió de nuevo la llamada del precioso metal. Empezó a coger suavemente una de las piezas que le llamaron poderosamente la atención, nada menos que unos preciosos pendientes de finos encajes de oro que adornaban una perla rosada en el centro. Se atrevió a acercárselos a los lóbulos de sus orejas, simulando que los tenía puestos, y al verse reflejada en el gran espejo sintió toda la magia y el poder que irradiaban.

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