1 ...6 7 8 10 11 12 ...33 Un día se presentó una pequeña flota de guerra en la cala de Río Tinto, a fin de realizar reparaciones. Eran veleros artillados con base en el puerto de Veracruz y con la consigna de perseguir corsarios locales. Diezmados por la disentería, el capitán de guerra don Pablo de la Peña ocupaba hombres armados para abordo, pues debían de escoltar barcos provenientes de Tierra Firme hasta el puerto de Veracruz. No me hice de rogar. Tras una tortuosa sesión con mi caduco tío, cuya afición al licor de contrabando ya le había secado prematuramente el seso, logré convencerlo de dejarme ir sin nada más que mi sable, mi látigo, mi mosquete y mis cicatrices. Nada le pedí de sus negocios ni de los salarios que me debía. En adición, hice juramento de dar un testimonio favorable de su gestión en Río Tinto, en caso de que alguna autoridad española lo requiriese algún día. Al fin me dejó partir, mascullando amenazas ininteligibles. Después de todo, era yo un heredero menos.
Fue así como mi anhelo por el mar encontró arrullo en el seno de mi pasión por las armas. Miembro de la dotación de guerra de la pequeña pero mortífera flota, me esmeré en complacer a mi comandante en todo. Las marcas de mi piel y la despiadada disciplina que mostré fueron las mejores recomendaciones que pude presentar. Pronto fui ascendido a alférez en el barco insignia de Pablo de la Peña, el San Juan Bautista. Un buque de guardia cuya misión era perseguir bucaneros en el Caribe norte, fondeando alternativamente entre Veracruz y La Habana para escoltar graves y hermosos galeones de cascos carcomidos por la broma, jarcias gastadas, afustes vacíos e incapaces y artillerías de bronce ausentes, pero no por ello menos hermosas.
Los años pasaron sobre las olas del Caribe, primero en el Bautista y luego en otros barcos, repostando entre Veracruz, Santo Domingo y La Habana. Cada uno de ellos franqueó mi piel en una sucesión de persecuciones marítimas, emboscadas, asaltos a barcos piratas, ejecuciones y degollinas. Mi dureza me granjeó un nombre entre la chusma de mar, como un perturbado fiero, preciso y metódico. Un demente en diálogo permanente con las huestes infernales y cuyo aliento hedía a víbora en celo.
Fue también en esta ciudad de La Habana, durante mis juergas de tierra firme, que también adicioné a mis chifladuras viperinas mi gusto por los cultos africanos. Estos negros eran distintos a los taciturnos morenos de mi Cartago. Bajo su voluble esmalte de cristianos a medio fraguar, rugía una feroz lealtad a su diáspora. Se habían traído engrilletadas consigo a sus propias y fieras divinidades, desde lo más sombrío de sus junglas. Y eso me fascinaba hasta el morbo. Yo quería conocerlas a toda costa, en especial a Ogún, quien desgajaba la floresta al paso de su imponente machete. Mi intuición me decía que los orishás danzarían la dulce melodía de las serpientes.
Una vez, al asaltar un velero de bucaneros, su capitán disparó a boca de jarro su pistolón sobre mi cabeza. Logré adivinar su intención en el último segundo, lo suficiente como para esquivar el tiro y que la bala desastillase dolorosamente el hueso de mi hombro. Lo decapité limpiamente de un certero sablazo y colgué su cabeza en la proa de nuestro navío, como recordatorio para propios y extraños de lo que era yo capaz.
Me gozaba en la sucesión de cuerpos y de pieles que pasaban por las camas de mis burdeles predilectos en tierra firme, ristras de promesas de amor eterno y llantos de separación, de reproches y de burlas cuando la desengañada del caso hacía alarde de violencia física contra mí. Dos o tres de ellas clamaron en algún momento llevar el fruto de nuestros encuentros en su vientre. No dudo que dijeran la verdad. Pero una bolsa de monedas y una promesa de retorno nunca cumplida, las tranquilizaba lo suficiente como para abordar mi barco de vuelta al mar y abandonarlas en el olvido. De todas formas, mi mulata me había preparado para ser amo y señor de todas ellas. Y el entrenamiento había sido impecable. Estafando dóciles beldades en la cama y ajusticiando corsarios pagados por los rivales del Imperio, dejé ir las hojas del calendario con la certeza de haber encontrado mi lugar bajo el sol. Pero pronto los males del Viejo Mundo me encontrarían en estos mares olvidados para trabar amistad conmigo.
III
La fiera de Kallinicos
Los años pasaron, dulcemente cobijados por las piernas de mis prostitutas favoritas en los lupanares de La Habana y Puerto Rico. De la Peña se había retirado y mandaba yo mi propia compañía de infantería. Era el capitán de guerra Nicolás Salgado por derecho propio y mi batallón de soldados era el más requerido por los capitanes de navío cuando los fardos eran valiosos, cuando transportábamos gobernadores encopetados o cuando debía unir mi cuerpo de infantes a los de otra formación, para desalojar maleantes de agua dulce en algún perdido islote.
Al estallar la Guerra de Sucesión Española, por la muerte de Su Decrépita Majestad Carlos el Hechizado, me tocó también proteger cargamentos de plata provenientes del Virreinato de Lima, trasvasados a Tierra Firme y desde allí hasta La Habana, para partir en galeones hacia España, a fin de ayudar al nuevo monarca, Felipe V el Animoso, heredero de un imperio exhausto y consumido por la bancarrota, contra los rivales que deseaban arrojarlo de su flamante y piadoso trono. A cambio de los invaluables fletes que vimos perderse en el horizonte hacia la Madre Patria, el Imperio en retribución nos empezó a enviar a toda la escoria que defenestraba por su cobardía o su incompetencia en la defensa del solio ibérico, inmundicia en exceso abyecta como para malgastar un patíbulo en ella.
Entre la hez, me hice gran amigo de un murciano degradado, viejo administrador de presidio en el reducto español de Mazalquivir, caído en desgracia y desterrado al Caribe por su negligencia al defender la plaza ante el bey de Argel en plena Guerra de Sucesión, con cuya soldadesca había confraternizado en grado extremo. El corrupto y lascivo matusalén, patético remedo del viejo Pitt, era un adicto consumado al opio, con el cual lucraba opíparamente en su tierra natal y cuyo comercio, de maneras que desconozco, había sabido traer consigo a La Habana, merced a sus espléndidos contactos en la Flota de Indias y a sus fieles proveedores en el norte de África. Agradecido por mis buenos oficios al introducirlo en lo más selecto de las ramerías locales, pronto me hizo su principal franquiciado y su socio de confianza. En cuestión de tiempo, portaba en mis viajes militares furtivas entregas a discreción que vendía a precio de oro a mi creciente red de clientes en todo el norte del Caribe hispano.
Pero en su gratitud, el achacoso tunante hizo aún algo más: convencerme de venderle mi alma al dulce fruto de la amapola. En resumidas cuentas, me volví adicto al opio. Totalmente a los pies de la droga divina, aprendí a fumarlo en la cantidad justa. Diluirlo en agua, calentarlo y filtrarlo varias veces, se volvió parte de mi ritual diario, yo que no practicaba liturgias desde el descenso de mi novicio a las tinieblas. Me abastecí de una hermosa pipa metálica, venida del otro lado del mundo en el fondo ventrudo del galeón de Manila y poco a poco la blasfema pócima fue adueñándose de mi alma.
Inopinadamente, mi carrera se degradó conforme mi devoción al nuevo rito pascual crecía. Al final los gobernadores locales terminaron alejándome de las cubiertas de los barcos, para delegarme los trabajos sucios y el mantenimiento del chusmaje y la morralla en su lugar. Pero poco me importó. Habiendo tenido a la mano un excelente maestro como Francisco de Sandoval, pronto el comercio furtivo de opio fue parte generosa de mi ingreso económico. Hice propios a los consignatarios de mi decadente compinche, abasteciéndome de semillas de adormidera persas y de pastillas turcas con los bereberes del norte de África, las cuales venían en el fondo discreto de navíos de aviso, bajo el santo y seña de entregas especiales a discreción.
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