Sin perder el sueño por las protestas de la reticente autora de mis días, me sacó de las lecciones de sacristía frente a la mirada impotente del novicio, para enseñarme la montura militar o para llevarme a los ejercicios de la compañía de arcabuceros que dirigía junto con el gobernador Juan López de la Flor, quien empezó a tomarme cariño divirtiéndose con la pueril seriedad de mis tempranas aficiones castrenses, máxime cuando le decía que mi sueño era llegar a ser maestre de campo como él. No obstante, bastaba a mi abuelo recordarle en tono mayor la promesa de mi madre y la voluntad sucesoria de su hermano, para aminorar sus ímpetus belicistas. Ahora creo que en el fondo y a pesar de todo, don José de Sandoval nunca concibió para mí otro destino que la carrera eclesiástica, si bien el insospechado talento que su nieto había demostrado para las armas le llenaría de satisfacción los últimos años de su vida. También ahora intuyo que en su fuero interno, en su escasa perspicacia emocional, sintió que debía protegerme de algo, aunque no tuviese la más mínima idea de lo que fuese. Pero sus afanes eran causa perdida: no había poder alguno capaz de protegerme de mí mismo. Y lo que me enseñó, a la postre contribuiría también a mi destino final.
Dos años de una paz ilusoria transcurrieron. Seguía la formación con un novicio que me temía y odiaba por mis nuevas rebeldías marciales, sin más salida que continuar con la voluntad de mi tío, so pena de tirar por la borda su futuro eclesiástico. La atención por parte de la mulata se remitió a mis comidas y a mis escasas pertenencias, dada mi mayor capacidad para cuidarme y la forzada aceptación de mi madre a compartir su lecho conmigo todas las noches. A despecho de todos, mi abuelo me regaló mi primer pistolón y mi primera silla de montar, apartando uno de los recién nacidos potrancos de sus pastizales, para hacerme parte de la guardia montada de la ciudad. La vida parecía haberme concedido al fin una tregua que pronto volvería a arrebatarme.
Fue al poco tiempo de cumplir los nueve años. Cuando volvía de una de sus fincas bajo una tormenta sin cuartel, un rayo segó la vida de mi abuelo. Entramos en sospechas al anochecer, cuando aún no había vuelto a pesar de haber cedido el ímpetu del agua. Al día siguiente, la espiral de aves de rapiña nos indicó dónde había quedado su cuerpo. Junto a él encontramos su vara de alcalde, que siempre andaba consigo, deformada por la cólera celeste. Convertido en el pilar que para mí separaba el Cielo del Infierno, su pérdida demolía el dique que había refrenado a los seres del Abismo. Al llorar por su muerte en el funeral, también plañí amargamente por las oscuras nubes que empecé a otear en los confines de mi espíritu.
Pasados pocos meses de la pérdida de mi abuelo, la mulata quedó embarazada de uno de los cuñados de mi madre, quien asiduamente llegaba a la casa para visitar a mi abuela, agravada su demencia por el látigo de la viudez. Con el peregrino motivo de consolar a la doliente, terminó dirigiendo sus afanes hacia mi niñera, quien probablemente cedió a sus requerimientos para paliar la enorme distancia que ya existía entre ella y yo. Por decisión unánime y a fin de complacer a mi agraviada tía, la mulata fue vendida ante mis ojos y llevada a una perdida hacienda ganadera en los confines del Guanacaste, en la cual quizás terminó sus días. Nunca más volvería a saber de mi cuidadora. Jamás olvidaré mis estremecimientos de miedo cuando fue sacada de mi casa, sus ojos de terror suplicándome que intercediera por ella y que no permitiese que la alejaran de mí.
Con profunda angustia, me imploraba perdón diciéndome que me amaba, pero los presentes lo tomaron por el natural afecto de un esclavo hacia su dócil y pueril amo. De nada sirvió. Maniatada al lomo de un asno para controlar su llanto que ya trocaba en locura, salió en la caravana de mulas que partía de vuelta para Nicaragua. Mi abuela me consoló lo mejor que pudo, a pesar de su fragilidad. Mi madre me tenía de su mano, con el rostro imperturbable. Mi máscara de mutismo en piedra dio paso a una tristeza llorosa que no me abandonó por muchos días, ni tan siquiera cuando el novicio hacía amagos de consuelo en medio de las lecciones. Pero él ya no era problema: mi fría expresión de fiera furtiva lo atajaba oportunamente.
Me odiaba, pero no tanto como yo a él. Atados ambos por nuestras respectivas promesas y por la voluntad del presbítero don Alonso de Sandoval, debíamos coexistir hasta que se diese la condición final para cada uno de nosotros, que en su caso era la proximidad de su partida para el seminario de León en Nicaragua y en el mío, la partida al colegio de Guatemala. Solo que nada de eso habría de cumplirse. Tiempo después de la pérdida de la mulata, y en vísperas de cumplir mis diez años, la salud de mi maestro desmejoró terriblemente en el curso de unas pocas semanas.
Ya desde hacía tiempo había notado en él una creciente dificultad para hablar, alcanzando a ver en el interior de su boca pequeñas úlceras sanguinolentas. La dificultad de moverse y los gestos de dolor al sentarse o al cruzar las piernas, me hicieron comprender la existencia de heridas similares en las partes más íntimas de su cuerpo. Pero esas lesiones desaparecieron al cabo de unas cuantas semanas, justo para la época en que había oído decir a mis mayores que don Antonio Jordán, herborista de una ciudad que no conocía médico, mandó a traer de Panamá mercurio para tratar al novicio, por intermediación del guardián del convento de San Francisco. Repentinamente, su cuerpo se cubrió de pequeñas ronchas rojizas que dieron paso a nuevas úlceras, perdiendo en el proceso todo atisbo de carne sobre sus huesos y de cabello más allá de su tonsura. Para mal de males, empezó a dar signos de desorientación y dificultad para moverse, comenzando también a derrumbarse su capacidad de juicio.
Pronto empezó a dar quejas persecutorias sobre mí. Me miraba con un pánico atroz. Las clases pararon de improviso el día en que al verme entrar, estalló en alaridos pidiendo que lo alejaran del diablo. Recluido en el convento de San Francisco e incapaz ya de moverse o coordinar idea realista alguna, comprendí que no había sido yo el único ni el primer objeto de sus escarceos. Probablemente en su propia iniciación, que hizo de él lo que era, le habían transmitido la ponzoña que ahora lo consumía desde adentro. Afortunadamente, nunca permití la consumación de sus propósitos conmigo, pues mi destino hubiera quedado igualmente sellado.
En su agonía, hendida por ataques de demencia y terror, gritaba que yo lo había condenado, pidiendo desgarradoramente perdón al Cielo e implorando la protección de la Virgen. Todo ello me lo contó con lujo de detalles mi madre, quizás con el secreto fin de vengarse conmigo por la pérdida de su confesor y por tener que lidiar con una vacilante vocación religiosa mía, que por momentos le hacía su promesa más difícil y angustiosa de cumplir. Al igual que en su momento con la mulata, los gritos y acusaciones del novicio fueron tomados por todos como parte de su delirio agónico. Comprensible, después de todo.
Sus imprecaciones cesaron un Viernes Santo a las tres de la tarde, meses antes de mi décimo primer cumpleaños. Lloré sobre su humilde féretro como había llorado sobre el cuerpo inerte y chamuscado de mi abuelo, gritando que me perdonara y que no dejase que lo llevaran al Infierno por culpa mía. Lo asumieron como el duelo natural de un futuro novicio por su maestro. Afortunadamente para mis perpetradores, el corto entendimiento de la gente sería el más preciado velo de impunidad. En su sepelio, la promesa de mi madre y el deseo de mi tío de verme en religión, descendieron también a la tumba. Le servirían de lienzo y de sudario a su cuerpo martirizado, hasta el fin de los tiempos.
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