Jaime Nubiola Aguilar - Pensadores de frontera

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El autor presenta a veinte pensadores y pensadoras del pasado reciente con grandes mensajes para seguir pensando hoy. Sus breves capítulos invitan a acudir a los textos originales de cada autor y a repensar la propia fe en el horizonte cultural de nuestro tiempo.
Entre otros, Nubiola selecciona a Hannah Arendt, Camus, Dostoievski, Van Gogh, Kafka, C. S. Lewis, Rilke, María Zambrano y Simone Weil.

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Este deseo de sacralidad, de una fe más grande en el hombre y en sus capacidades, se transparenta en todas las obras de Hannah Arendt, en las que todos los grandes ideales humanos son reverenciables. Explica Alfred Kazin que leer a Arendt le evoca un mundo al que debemos todos nuestros conceptos de la grandeza humana. Sin Dios no sabemos quiénes somos, no sabemos quién es el hombre. Esto es lo que la filosofía de Arendt parece insinuar: su confianza y su gratitud por el regalo de ser. Su fe en la justicia, en la verdad, en todo lo que hace grande y bueno al hombre la convirtió en una incomprendida, que se alejaba de las convenciones de un mundo que reducía la grandeza y el misterio del hombre. Arendt está muy lejos del nihilismo y de la frustración a los que muchos llegaron después de ser testigos de los sucesos del siglo pasado, pues no pierde la esperanza y su búsqueda de la verdad evoca algunas rendijas por las que se abre a una realidad trascendente, a un misterio inabarcable, a Dios.

Arendt muestra una visión abierta a una realidad trascendente porque no tiene una fe ciega en el ser humano; es perfectamente consciente de lo que el hombre es capaz de hacer, no cierra los ojos a la maldad humana. Sin embargo, esto no es motivo de desesperanza pues su fe no es solo en el hombre mismo, sino en lo que hace grande al hombre. Es consciente de que cuando el hombre solo cree en sí mismo se frustra, no es capaz de ser hombre en plenitud. Esto se ve plasmado, por ejemplo, en la conversación que mantuvo una noche con Golda Meir, primer ministro de Israel. Meir le dijo: «Siendo yo socialista, naturalmente no creo en Dios. Creo en el pueblo judío». Y Arendt explicará: «Me quedé sin respuesta… Pero podía haberle dicho: la grandeza de este pueblo brilló en una época en que creía en Dios y creía en Él de tal manera que su amor y su confianza hacia Él eran mayores que su temor. ¿Y ahora este pueblo solo cree en sí mismo? ¿Qué bien puede derivarse de ello?». Precisamente, la visión de Arendt es esperanzadora porque no confía solo en sus propias capacidades, sino en algo que está más allá del ser humano, deja espacio al misterio, a esa impredecibilidad de la que tanto le gusta hablar. El verdadero mal, para el hombre, es renunciar a ser hombre, es hacerse superfluo como ser humano y esto ocurre cuando el hombre solo confía en sí mismo.

Lo que Arendt hace en sus escritos es preparar el terreno para que quepa Dios. En un mundo donde el hombre es malo y su razón también lo es, Dios no puede existir. Dios existe cuando el ser humano se comprende a sí mismo como lo que es, cuando se sabe poseedor de grandes capacidades y a la vez capaz de los más grandes horrores, cuando pone confianza en sí y a la vez deja espacio para el misterio que lo supera. Por eso, en la filosofía arendtiana podemos percibir esa apertura y esa confianza que están muy lejos de la nada y muy cerca de Dios.

3.

ALBERT CAMUS (1913-1960): en busca de la luz[1]

Con Graciela Jatib

UNA MAÑANA, MIENTRAS DIÓGENES de Sínope —aquel filósofo que vivía en un barril— tomaba el sol a las afueras de Corinto, se acercó a conocerlo Alejandro Magno. En un momento del diálogo entre la opulencia y la insignificancia, Alejandro le ofreció: «Pídeme lo que quieras», a lo que Diógenes solamente respondió: «Apártate un poco porque me estás tapando el sol». Veintitrés siglos después, Albert Camus escribiría en sus Memorias: «Crecí en el mar y la pobreza fue para mí fastuosa; perdí el mar y todos los lujos me parecieron grises, la miseria intolerable» (III, 603).

El filósofo y escritor Albert Camus, nacido en Argelia en 1913 y fallecido en un accidente de automóvil en una carretera de Francia cuando apenas contaba con 46 años, sigue siendo un referente hoy. Camus es un genuino pensador de frontera: sus obras, línea a línea, destilan autenticidad e invitan a sus lectores a pararse a pensar. Hannah Arendt escribió desde París a su esposo Heinrich Blücher a primeros de mayo de 1952: «Ayer vi a Camus; sin duda el mejor hombre que hoy tiene Francia. Está muy por encima del resto de los intelectuales».

En 1957 la Academia sueca concedió a Camus el Premio Nobel de Literatura «por su importante producción literaria, que ilumina con seriedad y clara visión los problemas de la conciencia humana de nuestro tiempo». Camus es un faro que resplandece intermitentemente en una época de claroscuros, en un tiempo de desasosiegos y conflictos. La luz que recibió fue la luz que devolvió al mundo. Así lo expresaba en su discurso al recibir el premio: «Jamás he podido renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida en que he crecido». Todo estaba en la luz del Mediterráneo, en esa reminiscencia infantil que Jean Grenier, su profesor en la escuela secundaria de Argel, siempre le animó a testimoniar: «En plena oscuridad de nuestro nihilismo, he buscado solamente las razones para superar ese nihilismo»; pero —continúa Camus— las he buscado «por fidelidad instintiva a la luz donde nací y donde, desde hace milenios, los hombres aprendieron a saludar a la vida hasta en el sufrimiento».

Quien haya frecuentado las páginas de Albert Camus sabe que hay en ellas una relación con Dios en términos de controversia, como el que pide respuestas a Quien puede dárselas. Dios siempre está presente en sus escritos; a veces desde la apatía, como en El extranjero (1942): «Le contesté que no creía en Dios; más aún, que me parecía una cuestión sin importancia», o desde la búsqueda del sentido frente al absurdo en El mito de Sísifo (1942): «Así lo absurdo se convierte en Dios y la impotencia para comprender en el ser que lo ilumina todo»; hasta está presente en el intento de crear una moral de la solidaridad y el compromiso más allá de la religión en La peste (1947): «¿Se puede ser santo sin Dios?» .

Como escribió su biógrafo Olivier Todd, «la idea de un Dios en el que no podía creer le persiguió». Charles Moeller en Literatura del siglo xx y cristianismo escribe que Camus «representa la actitud del honette homme (del hombre honrado) de la época ante el silencio de Dios» y, refiriéndose a La peste, añade: «Si hay en la obra de Camus una hendidura por donde pudiera penetrar el misterio de la gracia, es aquí donde hay que buscarla». La peste representa el mal enquistado en el corazón del hombre y la resistencia al mal desde la solidaridad. Una ciudad turística ha sido invadida por las ratas y queda contaminada por la enfermedad. Nadie puede entrar ni salir, están incomunicados: «Una nueva disposición prohibió toda correspondencia para evitar que las cartas pudieran ser vehículo de infección». La desesperación del desencuentro, la agonía de la incomunicación, el grito aterrador de la guerra, la impotencia ante los niños que mueren y son inocentes.

Pero hay un referente en medio de la desesperación. «Hay algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio», y que «cada uno lleva en sí mismo la peste». A esa peste —explica a Tarrou, un periodista que estaba de paso en la ciudad y que intentaba encontrar su significado— habrá que combatirla al lado del otro, con gran esfuerzo de voluntad. En medio de esos caminos desesperanzados, el padre Paneloux, sacerdote jesuita estudioso de san Agustín, habla del carácter punitivo de ese azote: «Esperaba, en contra de toda apariencia, que, a pesar del horror de aquellos días y de los gritos de los agonizantes, nuestros conciudadanos dirigiesen al cielo la única palabra cristiana; la palabra de amor». Y añade: «En todo sufrimiento existe un resplandor excelso de eternidad».

Cuando en su juventud estaba decidido a ser profesor, Albert Camus había escrito una tesis sobre Metafísica cristiana y neoplatonismo: Plotino y san Agustín. «Agustín y Plotino son africanos —escribe su biógrafo— y Camus se siente algo más que nacido en Argelia y habitante de Argel: se sueña mediterráneo». San Agustín habría dejado una profunda huella en su alma. Quizá sea eso lo que hace decir a Paneloux: «Este resplandor aclara los caminos crepusculares que conducen hacia la liberación. Manifiesta la voluntad divina que sin descanso transforma el mal en bien». Cuando san Agustín intenta explicar el origen del mal en su refutación a los maniqueos, identifica al sol con el bien y al mal con la oscuridad. Leemos en las Confesiones: «Heriste mi corazón con tu palabra y te amé», pero «¿qué amo cuando amo a mi Dios? Amo una cierta luz» (X, 6, 8).

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