Jaime Nubiola Aguilar - Pensadores de frontera

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El autor presenta a veinte pensadores y pensadoras del pasado reciente con grandes mensajes para seguir pensando hoy. Sus breves capítulos invitan a acudir a los textos originales de cada autor y a repensar la propia fe en el horizonte cultural de nuestro tiempo.
Entre otros, Nubiola selecciona a Hannah Arendt, Camus, Dostoievski, Van Gogh, Kafka, C. S. Lewis, Rilke, María Zambrano y Simone Weil.

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Después de la muerte de Wittgenstein en 1951, Anscombe dedicó durante años muchas energías para que el legado filosófico de su maestro, escrito en su mayor parte en alemán, viera la luz. En particular, debe mencionarse su prodigiosa traducción al inglés de las Investigaciones filosóficas. Además de su trabajo como albacea literario de Wittgenstein, Elizabeth Anscombe será recordada entre los filósofos por su libro de 1957 Intention, que es considerado como el documento fundacional de la filosofía contemporánea de la acción, su monografía de 1959 An Introduction to Wittgenstein’s Tractatus, en la que estudia magistralmente el primer libro de Wittgenstein, y por muchos de los artículos compilados en sus tres volúmenes de Collected Philosophical Papers de 1981, que tuvieron un singular impacto en la comunidad filosófica.

Elizabeth Anscombe fue siempre una pensadora original, viva y muy a menudo a contracorriente de las mayorías o de las conveniencias políticas. Por ejemplo, cuando la Universidad de Oxford se propuso conferir el doctorado honoris causa al presidente americano Harry S. Truman, se opuso enérgicamente a ello junto con otros dos colegas por la responsabilidad de Truman en el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. «Para los hombres elegir matar al inocente como medio de alcanzar sus fines es siempre asesinato», sostuvo con firmeza Anscombe a este respecto. De manera análoga, en múltiples ocasiones escribió valiente y brillantemente sobre la sexualidad, la natalidad, la protección del no nacido y muchos otros temas de actualidad, escandalizando a muchos colegas más acomodaticios con las modas.

La profesora Anscombe viajó mucho, dando clases y conferencias en numerosos países europeos y americanos. En España visitó muy frecuentemente durante los años setenta y ochenta del siglo pasado la Universidad de Navarra, que le confirió el grado de Doctor honoris causa en enero de 1989. El profesor Alejandro Llano en su laudatio afirmaba de ella: «Es el suyo un estilo bello e implacable, que se caracteriza por la capacidad de hacer preguntas insólitas y de responderlas con tanta finura como rigor. La ironía socrática vuelve a estar presente en el origen de un filosofar cuyo campo de acción ya no es un desván lleno de prejuicios y acostumbramientos, sino el aire libre de incitantes enigmas. Cuando Elizabeth Anscombe discute con Descartes o Hume, cuando interpreta a Aristóteles o a santo Tomás, lo que hace es mirar con ellos hacia una realidad siempre nueva y sorprendente. Y sus lectores guardamos la íntima convicción de que ella ha logrado ver más». En aquella solemne ocasión Anscombe explicaba: «La Universidad de Navarra se dedica en su búsqueda de la verdad al servicio de Dios. Que Dios es verdad es algo que no se reconoce hoy en todas partes, ni siquiera en muchas, pero este reconocimiento está constantemente implícito aquí, en la Facultad de Filosofía. Por eso estoy muy agradecida al ser contada como un colega en esta Facultad».

La vida de la profesora Anscombe, llena de resultados académicos, está también cuajada de anécdotas simpáticas. En su obituario en The Guardian, Jane O’Grady recordaba cómo en una ocasión, en Chicago, al ser asaltada en la calle por un ladrón, ella le increpó diciendo que esa no era manera de tratar a un visitante. Enseguida comenzaron a hablar y el asaltante la acompañó hasta su hotel, reconviniéndola por circular por una zona tan peligrosa de la ciudad. La anécdota es bien significativa, y muestra no solo el fino corazón de una filósofa, sino también su convicción —de filiación wittgensteiniana— en la capacidad de la palabra para lograr una verdadera comunicación.

[1]G. E. M. Anscombe (1919-2001) fue una de las figuras más importantes de la filosofía del siglo XX. Estudió en Oxford y en 1970 pasó a ocupar la cátedra de Filosofía en Cambridge. Fue discípula predilecta y albacea testamentaria de Wittgenstein. Entre sus obras destacan Intention (1957) y los tres volúmenes de sus Collected Philosophical Papers (1981), que son una buena muestra de la amplitud de sus intereses filosóficos y del rigor que le caracterizaba.

2.

HANNAH ARENDT (1906-75) Y LA NOSTALGIA DE DIOS

Con Carmen Camey

HANNAH ARENDT ES UNA MUJER difícil de encasillar. Aunque de origen judío, no era religiosa ni creía en un Dios a la manera tradicional. Se autodenominó agnóstica en varias ocasiones y, sin embargo, era una mujer de fe. Pasó la mayor parte de su vida intentando que sus contemporáneos la recuperaran: la fe en la razón, la fe en la humanidad, la fe en el mundo. Hay dos elementos persistentes a lo largo de su vida y de su obra: la confianza y el pensamiento. Estos se alimentan mutuamente: Arendt confiaba en el pensamiento y cuanto más pensaba, más aumentaba su confianza en él.

Había nacido en octubre de 1906 en un pueblo cercano a Hannover. Estudia en Marburgo, donde conoce a Martin Heidegger, se traslada a Friburgo para estudiar con Husserl y finalmente se doctora en Heidelberg en 1929 con una tesis sobre El concepto de amor en san Agustín, dirigida por Karl Jaspers. Desarrolla una amplia actividad política en estos años y ante la persecución de los judíos decide emigrar a los Estados Unidos, donde se instala a partir de 1941 con su segundo esposo Heinrich Blücher. En los Estados Unidos trabajó como periodista y como profesora de ciencia política en varias universidades. Reflexionó mucho sobre su experiencia vital en Alemania y en Estados Unidos. En 1951 obtendrá la nacionalidad estadounidense, después de años de apátrida por habérsele retirado la nacionalidad en Alemania.

En su libro Eichmann en Jerusalén, de 1961, Arendt propone una tesis para intentar comprender cómo hombres y mujeres aparentemente normales pudieron prestarse a las atrocidades cometidas durante la Alemania nazi. Sostenía que el mal de un hombre como Adolf Eichmann, un ejemplo de hombre cualquiera, no era un mal calculado, sádico o ideológico, sino que, al contrario, era un mal banal, superficial, resultado no del exceso de pensamiento, sino precisamente de su ausencia. Fue la incapacidad personal de dar una respuesta reflexionada a una situación moral conflictiva lo que llevó a estas personas a convertirse en asesinos y en colaboradores del mal. Este intento de arrojar luz sobre lo que ocurrió entre 1940-1945 le valió duras críticas por «defender a un nazi y traicionar a su propio pueblo». Lo que muchos no entendieron fue que, durante el juicio de Eichmann, la filósofa alemana no intentó defender a un demonio, sino defender a la humanidad.

La situación intelectual y general en la que Hannah Arendt desarrolla su tesis de la banalidad del mal era de desconfianza ante el mundo y ante el ser humano mismo. Los hombres desconfiaban de la razón porque creían que esta había llevado a tan inmensos desastres: era la razón la que había construido las cámaras de gas y las armas nucleares. Lo que Arendt logra es precisamente refutar esta idea al afirmar que el mal no tiene profundidad, que el mal —de ordinario— no proviene del cálculo, sino precisamente de la falta de reflexión, de la superficialidad.

Arendt recupera la confianza en el hombre como un ser que puede hacer el mal sin por ello ser pura maldad; en su comprensión del hombre queda espacio abierto a la redención, a la esperanza de que cuando el hombre se comporta como tal, no se convierte en un demonio. Somos capaces de hacer el mal, pero no es el pensamiento lo que nos lleva al mal, no son nuestras cualidades más humanas, sino más bien el no usarlas plenamente, lo que puede llevarnos a cometer crímenes horribles.

Pensar lleva a plantearnos las cuestiones últimas. Estos mismos principios son los que invocamos cuando tenemos dudas en nuestro actuar, cuando estamos en una encrucijada moral y necesitamos una guía. El problema surge cuando estos principios no existen, cuando la renuncia a pensar los ha convertido en clichés vacíos que se caen ante el más mínimo asomo de presión y no nos permiten ser capaces de dar una respuesta razonada y personal a los problemas. Respondía Hannah Arendt a Hans Jonas en 1972: «Yo estoy completamente segura de que toda esta catástrofe totalitaria no habría ocurrido si la gente todavía creyera en Dios o, mejor dicho, en el infierno, es decir, de haber existido aún principios últimos. Pero no los había. Y usted sabe tan bien como yo que no había principios últimos que hubieran podido invocarse con visos de éxito. No había nadie a quien invocar».

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