Roberto Arlt - Los siete locos

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Desesperado por sus fracasos, la falta de dinero y la ausencia de perspectivas de una vida carente de sentido, Remo Erdosain decide unirse a una sociedad secreta que pretende destruir orden imperante mediante una violenta revolución social de la que lo único que conoceremos es que será «terrible», y financiada por una gigantesca red de prostíbulos regenteados por Haffner, «El Rufián Melancólico». Considerada la mejor novela argentina de todos los tiempos, en una de sus columnas periodísticas, el propio autor dirá de Los siete locos: «El plazo de acción de mi novela es reducido. Abarca tres días con sus tres noches. Se mueven, aproximadamente, veinte personajes. De estos veinte personajes, siete son centrales, es decir, constituyen el eje del relato. Siete ejes, mejor dicho, que culminan en un protagonista». «Estos individuos, canallas y tristes, viles soñadores, están atados o ligados entre sí, por la desesperación». «La desesperación en ellos está originada, más que por la pobreza material, por otro factor: la desorientación que ha revolucionado la conciencia de los hombres, dejándolos vacíos de ideales y esperanzas». Hombres y mujeres, en la novela, rechazan el presente y la civilización, tal cual está organizada. Odian esta civilización. Quisieran creer en algo, arrodillarse ante algo, amar algo. Aunque quieren creer, no pueden. Todos ellos saben perfectamente que la felicidad les está negada; pero, como bestias encadenadas, se revuelven contra esta fatalidad: quieren ser felices, y como el bien les ha cerrado las puertas, piensan monstruosidades que los llenan de remordimientos, de más necesidades de cometer delitos para ahogar el grito de sus conciencias malditas". Publicada en 1929, Los siete locos, culminará en Los Lanzallamas, editada dos años después.

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–No creo que pueda causarle gracia lo que le digo.

–No; sonreía de una ocurrencia estúpida... ¿Así que también le contó eso?

–Sí, y además me habló de usted como de un genio en desgracia...

–Hablamos de tus inventos...

–Sí... de su proyecto de metalizar las flores...

–¿Por qué te vas, entonces?

–Estoy cansada, Remo.

Erdosain sintió que el furor le encrespaba la boca en malas palabras. La hubiera insultado, mas al pensar que el otro podía aplastarle la cara a puñetazos retuvo la injuria, replicando:

–Vos siempre estuviste cansada. En tu casa estabas cansada... aquí... allá... también allá en la montaña... ¿te acordás?

No sabiendo qué responder, Elsa inclinó la cabeza.

–Cansada... ¿qué es lo que tenés cansada vos?... Y todas están cansadas, no sé por qué... pero están cansadas... Usted, capitán, ¿no está cansado también?

El intruso lo observó largamente.

–¿Y qué entiende usted por cansancio?

–El aburrimiento, la angustia... ¿no se ha fijado usted que éstos parecen los tiempos de tribulación de que habla la Biblia? Así los nombra un amigo mío que se ha casado con una coja. La coja es la ramera de las Escrituras...

–Nunca me di cuenta de eso.

–En cambio yo sí. A usted le parecerá extraño que le hable de sufrimientos en estas circunstancias... pero es así... los hombres están tan tristes que tienen necesidad de ser humillados por alguien.

–Yo no veo tal cosa.

–Claro, usted con su sueldo... ¿Qué sueldo gana usted? ¿Quinientos?

–Más o menos.

–Claro, con ese sueldo es lógico...

–¿Qué es lógico?

–Que no sienta su servidumbre.

El capitán detuvo una mirada severa en Erdosain.

–Germán, no le haga caso –interrumpió Elsa–. Remo está siempre con esa historia de la angustia.

–¿Es cierto?

–Sí... ella, en cambio, cree en la felicidad, en el sentido de “eterna felicidad” que estaría en su vida si pudiera pasar los días entre fiestas...

–Detesto la miseria.

–Claro, porque vos no creés en la miseria... la horrible miseria está en nosotros, es la miseria de adentro... del alma que nos cala los huesos como la sífilis.

Callaron. El capitán, ostensiblemente aburrido, examinaba sus uñas, cuidadosamente lustradas.

Elsa miraba fijamente tras los rombos del velo, el semblante demacrado de aquel esposo que tanto quisiera un día, en tanto que Erdosain se preguntaba por qué existía en él un vacío tan inmenso, vacío en el que su conciencia se disolvía sin acertar con palabras que ladraran su pena de un modo eterno.

De pronto el capitán levantó la cabeza.

–¿Y cómo piensa usted metalizar sus flores?

–Fácilmente... Se toma una rosa, por ejemplo, y se la sumerge en una solución de nitrato de plata disuelto en alcohol. Luego se coloca la flor a la luz que reduce el nitrato a plata metálica, quedando de consiguiente la rosa cubierta de una finísima película metálica, conductora de corriente. Luego se trata por el común procedimiento galvanoplástico del cobreado... y, naturalmente, la flor queda convertida en una rosa de cobre. Tendría muchas aplicaciones.

–La idea es original.

–¿No le decía yo, Germán, que Remo tiene talento?

–Lo creo.

–Sí, puede ser que tenga talento, pero me falta vida... entusiasmo... algo que sea como un sueño extraordinario... una mentira grande que empuje la realización... pero, hablando de todo un poco, ¿esperan ustedes ser felices?

–Sí.

Otra vez sobrevino el silencio. En torno de la lámpara amarilla los tres semblantes parecían tres mascarillas de cera. Erdosain sabía que dentro de breves instantes todo terminaría y escarbando en su angustia, le preguntó al capitán:

–¿Por qué vino usted a mi casa?

El otro vaciló, después:

–Tenía interés en conocerlo.

–¿Le parecía divertido?

–No... le juro que no.

–¿Y entonces?

–Curiosidad de conocerlo. Su esposa me habló mucho de usted en estos últimos tiempos. Además, nunca imaginé encontrarme en una situación semejante... en realidad, no podría explicarme por qué he venido.

–¿Ha visto usted? Hay cosas inexplicables. Yo, desde hace un rato, trato de explicarme por qué no lo mato de un tiro teniendo el revólver aquí, en el bolsillo.

Elsa levantó la cabeza hacia Erdosain, que estaba a la cabecera de la mesa... El capitán preguntó:

–¿Qué es lo que lo contiene?

–En verdad, no sé... o... sí, tengo la seguridad de que es por esto. Creo que en el corazón de cada uno de nosotros hay una longitud de destino. Es como una adivinación de las cosas por intermedio de un misterioso instinto. Lo que ahora me sucede, lo siento comprendido en esa longitud de destino... algo así como si lo hubiera visto ya... no sé en qué parte.

–¿Cómo?

–¿Qué decís?

–No era porque vos me dieras motivo... no... ya te digo... una certidumbre remota.

–No lo entiendo.

–Yo sí me entiendo. Vea, es así. De pronto a uno se le ocurre que tienen que sucederle determinadas cosas en la vida... para que la vida se transforme y se haga nueva.

–¿Y vos?

–¿Usted cree que su vida?...

Erdosain, desentendiéndose de la pregunta, continuó:

–Y lo de ahora no me extraña. Si usted me dijera que fuese a comprarle un paquete de cigarrillos, a propósito, ¿tiene un cigarrillo usted?

–Sírvase... ¿y luego?

–No sé. En estos últimos tiempos he vivido incoherentemente... aturdido por la angustia. Ya ve con qué tranquilidad converso con usted.

–Sí, siempre esperó él algo extraordinario.

–Y vos también.

–¿Cómo? ¿Usted, Elsa, también?

–Sí.

–¿Pero usted?

–Siga, capitán, yo lo entiendo. Usted quiere decir que lo extraordinario de Elsa está ocurriendo ahora, ¿no?

–Sí.

–Pues está equivocado, ¿no es cierto, Elsa?

–¿Vos creés?

–Decí la verdad, vos esperás algo extraordinario que no es esto, ¿no?

–No sé.

–¿Ha visto, capitán? Siempre fue ésa nuestra vida. Estábamos los dos en silencio junto a esta mesa...

–Callate.

–¿Para qué? Estábamos sentados y comprendíamos sin decirnos, lo que éramos, dos desdichados, de un desigual deseo. Y cuando nos acostábamos...

–¡Remo!

–¡Señor Erdosain!

–Déjense de aspavientos ridículos... ¿no se van a acostar ustedes acaso?

–De esta forma no podemos seguir hablando.

–Bueno, y cuando nos separábamos teníamos esta idea semejante: ¿y el placer de la vida y del amor consiste en esto?... Y sin decir nada comprendíamos que pensábamos en lo mismo... mas cambiando de tema... ¿piensan ustedes quedarse aquí en la ciudad?

Súbitamente Erdosain tuvo la fría sensación del viaje.

Le pareció verla a Elsa en el pasamano, bajo la hilera de vidriosos ojos de buey, contemplando el hilo azul de la distancia. El sol caía en los amarillos trinquetes de los mástiles y en los aguilones negros de los guinches. Atardecía, pero ellos permanecían con el pensamiento fijo en otros climas, a la sombra de las camareras apoyados en la pasarela blanca. El viento soplaba yodado en las olas y Elsa miraba las aguas a través de cuyo enrejado cambiante se animaba su sombra.

Por momentos volvía la carita empalidecida y entonces ambos parecían escuchar un reproche que subía de lo profundo del mar.

Y Erdosain se imaginaba que les decía:

–¿Qué hicieron del pobre muchachito? (“Porque yo, a pesar de mi edad, era como un muchacho –decíame más tarde Remo–. ¿Usted comprende, un hombre que se deja llevar la mujer en sus barbas... es un desgraciado... es como un muchacho, comprende usted?”)

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