―¡David, hijo! ¡Estás empapado! ¿Qué sucede? ¿Es madre?, ¿tu hermano?
Se puso nervioso, mil pensamientos se arremolinaron en su mente.
En ese instante David desfalleció y comenzó a llorar, todo el llanto que consiguió reprimir hasta ese momento, tanta tensión acumulada hizo mella en él y se derrumbó, aún así, sacó fuerzas de flaqueza, se recompuso y comenzó a hablar con tranquilidad para que se le pudiera entender bien en medio de todo el griterío.
―¡Es madre! Jugaba en el cobertizo con mi hermano cuando escuchamos unos gritos, al entrar en casa la encontramos en el suelo, en la puerta de la habitación. Se queja de unos fuertes dolores en la tripa, dice que desde anoche. ¡Sudaba, estaba helada!, aunque mantuvo la calma, se le notaba asustada y me mandó venir en su busca.
Una paz interior invadió su cuerpo al contar lo sucedido a su padre, este actuó de inmediato.
―¡Vayamos a casa de doña Rita!, ella podrá ayudarnos.
Fueron abriéndose paso entre la gente hasta que lograron llegar a la puerta, para su sorpresa ya no llovía.
Doña Rita llegó a Ézaro muy joven, siendo una adolescente. Tras fallecer su padre, su madre se trasladó junto a ella y su hermano pequeño a vivir a casa de su tío, don Francisco, el médico del pueblo. Pronto se convirtió en su ayudante y con el paso de los años adquirió gran experiencia. Hacía unos meses que don Francisco había fallecido y no había médico en Ézaro, siendo ella la única referencia para los vecinos, a los que trataba de ayudar en la medida de lo posible. Doña Rita vivía cerca de la venta, no tardaron en llegar. Tocaron a la puerta.
―¡Doña Rita, soy Ginés, el maestro constructor! ¡Abra por favor, necesito su ayuda!
Al cabo de unos segundos la puerta se abrió.
―Don Ginés, ¿qué ocurre? ―preguntó esta.
―Es Ana, mi esposa. Ginés dio buena cuenta de los detalles que sabía por las explicaciones que había obtenido de David, para ponerla al tanto de la situación. ―Discúlpenme un instante ―respondió con aplomo―. Al cabo de un par de minutos, regresó con una capa de lana sobre los hombros para protegerse del frío. Cerró la puerta y con una leve sonrisa hacia padre e hijo, dijo―: Vayamos a ver a su esposa. ―Al mismo tiempo que acariciaba la cara del muchacho con afecto para intentar tranquilizarlo.
Sentado en el umbral de la puerta, Víctor los vio llegar, se abalanzó sobre ellos y los abrazó―: ¡Padre, que falta me hacía! ―dijo mientras sus ojos se cubrían de lágrimas.
―¡Tranquilo hijo, todo saldrá bien!, ¿dónde se encentra madre? ―preguntó al tiempo que revoloteaba su pelo.
―Sigue acostada desde que marchó mi hermano.
―¿Ha seguido quejándose todo este tiempo? ―preguntó doña Rita, tomando la palabra por primera vez.
―Sí, aunque intenta disimular para que yo esté bien, por instantes contiene incluso la respiración y luego suelta el aire con el rostro compungido.
―Bien hecho, muchacho ―contestó ella―, pasemos pues.
Cuando entraron en casa, doña Rita esperó en el comedor para ofrecerles un momento de intimidad.
Al ver a su esposo junto a sus dos hijos, Ana esbozó una sonrisa de alivio y se reclinó apoyándose en la almohada, al tiempo que el primero se acercó a ella y besando su mejilla le dijo en un susurro: «Ana, esposa mía, ya estoy aquí, todo va a solucionarse». Doña Rita esperaba paciente, sabía que para un enfermo la tranquilidad emocional era casi más importante que la propia medicina. Era una de las primeras cosas que aprendió de su tío y siempre lo tenía presente.
―¡Pase, por favor!
Ana miró hacia la puerta en el momento que entraba en la habitación:
―¡Doña Rita! ―dijo esta con gesto dulce.
―Ana, hija, ¿cómo se encuentra?, cuénteme ―le inquirió a la vez que se sentaba junto a ella.
Comenzó a contarle los síntomas de la noche anterior, cómo había empezado todo y de cómo se agravó con las punzadas que la despertaron esa misma tarde. Tras escuchar el relato con mucha atención, se giró dirigiéndose a los chicos:
―Muchachos, he de desvestir a vuestra madre, por favor, esperad fuera.
―Lo que usted ordene ―contestó David, a la vez que agarraba a su hermano por el cuello y salían cerrando la puerta.
Le subió el camisón hasta el cuello, dejando a la vista desde unos pechos flácidos y castigados por anteriores lactancias hasta el vello púbico que cubría su vagina. Comenzó a palparle el vientre con delicadeza, con cada movimiento de sus manos y cada vez que tocaba, preguntaba a Ana que sensaciones sentía o si le dolía. Lo primero que tuvo claro es que el bebé seguía con vida, ya que, al poco de iniciar la exploración notó como este se movía. En principio no notó nada extraño, hasta que llegó el momento del reconocimiento vaginal; ahí dio con el problema y con la posible causa de los terribles dolores que estaba padeciendo.
Tras decirle que se bajara el camisón, doña Rita comenzó a explicarle el que, para ella, con casi total seguridad, era su diagnóstico.
―Ana, en un embarazo, a partir del séptimo mes de gestación, que es en el que tú te encuentras, el feto va girando en el interior del útero hasta encajar el cráneo en la pelvis hasta el momento del alumbramiento. Pues bien, en ocasiones, cuando se han tenido más hijos, como es tu caso, el bebé puede volver a cambiar de posición antes de nacer. En este caso, no me equivoco si te digo que el bebé ha cambiado, y viene de nalgas.
―¿Qué quiere decir eso, doña Rita? ―preguntó Ana incrédula y con gesto de temor.
―No quiero engañarle, cuando un bebé viene de una manera que no es la normal, el parto se complica para ambos ―doña Rita continuó hablando con rostro serio―. No son muchos los casos de los que yo tenga conocimiento, pero sí recuerdo uno del que mi difunto tío me habló. Era el segundo hijo de una moza de La Mancha a la que le sucedió lo mismo que a ti.
Ginés rodeó a su esposa entre sus brazos y sentado junto a ella, preguntó:
―¿Qué sucedió doña Rita?
Esta, con los ojos entornados, dijo:
―Según contó mi tío, la trasladaron a la Villa de Madrid. En aquella ciudad, vive un reputado cirujano barbero, don Alberto se llama. En situaciones como esta, el parto no puede ser de manera natural, y se realiza mediante una técnica que llaman cesárea, que consiste en realizar una incisión en la tripa y el útero y extraer por ahí al bebé. Voy a serle sincera, las probabilidades de mortalidad tanto para la madre como para el feto son bastante altas pero, si no la llevamos a cabo sería aún más peligroso.
Doña Rita sabía que había sido dura en su declaración, pero era conveniente que supieran la situación en la que se encontraban para tomar una decisión, conocedores del riesgo que entrañaba cualquiera de las dos.
Una sensación de angustia se apoderó de ambos, abrazados e indefensos en la cama. El silencio invadió la estancia, se miraban, no sabían qué decir, mil temores, dudas y preguntas se agolpaban en sus mentes. Una nueva punzada cortó la respiración a Ana, doña Rita tomó la iniciativa.
―Ha sido un día duro, sería bueno que descansaran, estoy segura que mañana con la mente fresca, podrán pensar y decidir con más claridad. Si no les causa molestia, quisiera quedarme a pasar la noche, estaría más tranquila. De todos modos, los dolores no tardarán en remitir, ya que, el bebé parece estar encajado.
―Me parece una buena idea, ya es noche cerrada y hace frío ―dijo Ginés―. Usted puede dormir aquí con mi esposa, yo lo haré con los chicos en el jergón.
Dicho esto, dio un beso en la frente a su esposa y con una mirada enternecedora le dijo―: Descansa, debes de estar agotada. Todo va a salir bien.
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