David Gómez Fernández - El sentido del camino

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España siglo XVIII.El joven David escucha una conversación que cambia su vida para siempre.Junto a su inseparable «Kiyo», emprende un fascinante viaje que les llevará desde Mérida hasta las costas del Mediterráneo alicantino en busca del desconocido tesoro de La Felicidad.Un elenco de entrañables personajes se irá sumando a una aventura que les obligará a superar varias dificultades pero, sobre todo, a crecer como personas.¿Llegarán a su destino?

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En la actualidad ya no había puerta, sino una estatua femenina de bronce, representando a la arqueología como una mujer, vestida a la usanza romana, portando un ramo de laurel en una de sus manos.

El mercado ocupaba toda la calle hasta desembocar en la entrada opuesta, donde se accedía también por la denominada Plaza de España.

Era un mercado rico en frutas, legumbres, especias, vinos. Los mercaderes de los pueblos cercanos aprovechaban la gran afluencia de gente que este tenía para lucir sus mejores galas, dejando las mercancías de menor calidad para otros que no podían permitirse estos alimentos por su elevado coste.

El puesto de las ciruelas se encontraba a mitad de la calle. Era una mañana muy calurosa, el calor era tan asfixiante que penetraba en la garganta produciendo en ocasiones una respiración dificultosa. David y Pocha, como cada día que visitaban el mercado, bajaban a la carrera desde la entrada hasta el puesto de la señora Lupe, que siempre los recibía con la mejor de sus sonrisas, la cual disimulaba una cara de arrugas castigada por los años.

―¡Buenos días, doña Lupe! ―saludó David casi sin respiración.

―¡Hola, hijo! Enseguida te doy lo tuyo ―dijo Lupe a la vez que se giraba hacia una hilera de cestas de color verde, donde en lo alto, anudada en una de sus asas se encontraba la bolsa con las catorce ciruelas que semanalmente desde hacía ya quince días, recogía David.

―Aquí tienes. ―Lupe le entregó la bolsa, a la vez que acariciaba cariñosamente a Pocha, la cual le devolvió el gesto lamiéndole la mano en señal de agradecimiento.

David le entregó dos monedas y casi sin decir adiós, desapareció a la carrera, tal y como había llegado.

El puesto de Lupe se situaba en un marco privilegiado, justo a su espalda, imponente, señorial, se ubicaba el Arco de Trajano. Un arco de quince metros de altura, con un núcleo de hormigón y base revestida de lastras marmóreas, de un solo vano, con dos aberturas laterales de medio punto.

Un conjunto de palmeras en uno de sus laterales, ofrecían sombra y daban tregua para poder resguardarse del sofocante calor.

En las ocasiones que David iba al mercado, siempre por norma general, volvía a casa cruzando el arco, le gustaba contemplarlo y alzaba la vista preguntándose, cómo y quién había podido construir algo tan alto y con esa forma redondeada.

Una de las mañanas en las que regresaba, encontró a un grupo de abuelos que, sentados alrededor de una palmera, charlaban distraídamente contando anécdotas e historias de sus vidas, de su pasado. Hablaban del campo, de las primeras cosechas que recogieron con sus padres o abuelos, del tiempo, del mar… David desataba su cantimplora de hojalata del cinto, «parece de legionario romano», le había dicho su padre, y mientras bebía y se refrescaba los escuchaba atento, en muchas ocasiones sin entender incluso nada de lo que allí se decía.

Pero en esta ocasión fue diferente; a medida que iba acercándose a ellos, fue observando gestos, miradas e incluso un tono de voz distinto al que estaba acostumbrado a oír en días anteriores.

Uno de ellos, bajo y tripón, que portaba un pañuelo anudado en la cabeza y un gorro de paja para protegerse del incesante sol, se levantó. Hablaba con excitación:

―¡Dicen que La Felicidad es un tesoro! ―comentó mientras los otros lo miraban atónitos―. ¡Me lo ha dicho un mercader de lana que viene de aquellas tierras!

―Un tesoro, ¿de qué época? ―preguntó dando un respingo de la piedra donde estaba sentado un viejo escuálido que mostraba, con cara de codicia, el único diente que conservaba de su dentadura.

―Yo nunca había oído hablar de La Felicidad, ¿qué más sabes! ¡Cuéntanos! ―dijo otro que se había levantado colocándose a su lado.

Todos se acercaron al viejo del pañuelo para poder escuchar aquello que este iba a decirles; sus caras eran de nerviosismo y expectación. Aquellos hombres de tan avanzada edad habían oído muchas historias de batallas, reyes y reinas, imperios o reinados grandes en los tiempos. Y aunque sí de otros, no de este tesoro al que llamaban Felicidad.

Cuando quiso darse cuenta, David y Pocha, estaban formando parte del círculo que rodeaba al viejo, con los ojos abiertos como platos, esperando el momento en el que comenzara a hablar….

CAPÍTULO II

La decisión

Un año antes…

Bastaban un par de troncos para calentar la casa donde vivían. Era pequeña, de un solo piso. Totalmente cuadrada, el comedor era la estancia principal, solo un dormitorio, donde dormían sus padres. David junto a su hermano Víctor, lo hacían juntos en un gran jergón de paja de dos metros por dos metros para protegerse de los fríos inviernos.

Una alambrada metálica delimitaba la superficie exterior, fuera un pequeño huerto el cual les servía de abastecimiento de tomates, patatas, coles y alguna fruta.

Contaban también con un pequeño cobertizo donde criaban gallinas para después vender los huevos recolectados a los vecinos del pueblo. Ana se dedicaba a esos menesteres: cuidar del huerto y vender los huevos.

Su padre, maestro constructor, estaba finalizando las obras de la pequeña capilla del pueblo, encomendada por Fray Joaquín, a través del arzobispado de La Coruña. Las gentes de Ézaro, profundamente religiosas y creyentes, ansiaban, desde tiempos antiguos, un lugar de culto donde rezar y honrar al creador. Tras años de obras interminables, por fin, estaban a punto de lograrlo.

David y sus padres vivían en Galicia, en Ézaro, un pueblo muy pequeño de la Costa da Morte situado a muy poca distancia del pueblo de Pindo.

Admirado en toda Galicia por su cascada en el mar y por su playa de arena blanca, Ézaro era un pueblo de pescadores donde se vivía en paz y armonía, y donde David había crecido feliz y despreocupado. Todo esto iba a cambiar y su mundo daría un giro de ciento ochenta grados… Tras veinte años de matrimonio habían concebido dos hijos, David de 16 y Víctor de 13. Ahora, de nuevo se encontraba encinta del que iba a ser su tercer retoño.

Ana, una mujer menuda de metro sesenta y apenas cincuenta kilos, mostraba un poderío físico nada acorde a su complexión. Desde muy niña, junto a sus padres trabajó en el campo, donde aprendió a convivir con el frío intenso y el calor más sofocante, desde las primeras horas del alba hasta la caída del sol.

Esto le hizo ser una niña y posteriormente una mujer fuerte mentalmente, que valoraba todo lo que había conseguido a lo largo de su vida.

Ginés era diametralmente opuesto en el aspecto físico. Hombre fornido, alto, de tez morena con manos grandes y un bigote grueso que otorgaba a su rostro un aspecto de seriedad que nada se ajustaba a su jovialidad.

También trabajó desde muy joven con su padre, del cual heredó su profesión como maestro constructor, tras unos comienzos harto complicados debido a su impaciencia y celeridad por querer aprender el oficio.

Ambos vivían felices, y aunque nunca hablaron de volver a procrear, esperaban con gran ilusión la llegada de su tercer hijo.

Aquella noche, Ana se notaba extraña. Después de la cena –sopa de calabacín y una hogaza de pan untada con tomate– notaba ardores y algún que otro retortijón, que achacó a los tomates recogidos aquella misma tarde, los cuales, estaban un poco verdes.

Sin decir nada, después de arropar a David y a Víctor y darles un beso de buenas noches como siempre hacía, se fue al lecho, donde ya llevaba un largo rato Ginés, tras un día de trabajo agotador.

Al levantarse, notaba los mismos síntomas. Ginés había marchado como cada día antes de que el sol saliera, las obras se encontraban bastante avanzadas y el arzobispado deseaba verlas finalizadas lo antes posible ante la “amenaza” de quedarse sin fondos para el pago de las mismas.

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