Juárez - visiones desde el presente
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¿qué piensan las generaciones comparativamente jóvenes?
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Muchos mexicanos se sorprenderían al leer lo que ha resumido con lucidez José Manuel Villalpando: “En cuanto obtuvo su título de abogado, Benito Juárez dejó de ser indio para convertirse en ciudadano mexicano”. Con eso podríamos iniciar el desengaño ante quienes creen, con necedad, que el trato hacia y con los pueblos indígenas de México consiste no en su incorporación democrática en el amplio concierto, polifacético y multicultural de México, sino en una suerte de reservación en donde se mantengan intactos... ignorantes y aislados como en vitrina antropológica.
En otro acertado párrafo que firma Villalpando, no pocos mexicanos caemos en la cuenta cabal de que Juárez, ya ciudadano mexicano, vivió una carrera en constante ascenso, pues de juez pasó a diputado, de allí a magistrado, luego secretario de gobierno, pasó a ser gobernador de su estado, posteriormente ministro de Justicia y, de allí, presidente de la Suprema Corte de la Nación. Luego, simplemente, por ministerio de ley, tomó en sus manos la Presidencia de la República que su legítimo titular abandonó, y no la soltó jamás. Catorce años y seis meses ininterrumpidos. Con esto se nos aclara, por lo menos, la letra de un danzón que ya nos sabíamos de memoria, “porque si Juárez no hubiera muerto... todavía viviría”, y entonces más que una perogrullada que podría bailarse sobre la superficie de un esbelto ladrillo, tendríamos que reflexionar en la posibilidad de considerar que el Benemérito hasta ahora inmaculado como conciencia nacional tuvo en realidad ferviente propensión a perpetuarse en el poder. Descubrimos entonces, entre amnesia e ignorancia de conciencia, que el lema de “Sufragio Efectivo, No-Reelección” que nos hemos aprendido como cosido a la efigie de Francisco I. Madero fue inicialmente esgrimido nada menos que por Porfirio Díaz y en contra de nuestro Benito Juárez. La madeja se enreda: Díaz que se convertiría en Don Perpetuo, cuya luenga dictadura se tambalea con el apostolado de Madero, bajo el mismo lema y argumentación que él mismo había esgrimido contra Juárez, y Porfirio Díaz, el vetusto presidente eterno que inaugura él mismo el fastuoso Hemiciclo a Juárez, monumental semicírculo de mármol en plena Alameda Central de la ciudad de México, pues —como afirmó en sus propias palabras el mismo día de la develación— “el pueblo necesita de héroes”.
Me pregunto entonces si Benito Juárez, conciencia de México, no ha sido adoptado, adaptado, interpretado o traducido de diversas maneras, según circunstancias ajenas a su legado y de acuerdo con propósitos o propuestas alejadas de su ideario. Así como resulta curioso saber que un italiano de finales del siglo XIX decidió bautizar a su hijo con el nombre de Benito, en honor de nuestro Benemérito (lo cual confirma la trascendencia internacional de la leyenda del oaxaqueño), así también resulta igual de curioso saber que el italiano se apellidaba Mussolini; ahora bien, aunque ese azar no explica de ninguna manera el oprobioso fascismo que encabezara el Benito que llegó a dictador de Italia, aliado de Hitler y demás horrores, algo similar o igual de inexplicablemente azaroso me produce la contemplación del horrendo monumento llamado “Cabeza de Juárez” que algún artista de mal gusto sembró en Ciudad Nezahualcóyotl, ya parte de la ciudad de México, y que algún funcionario público —sin duda con negras intenciones— autorizó como monumento en honor de Benito Juárez sin considerar que le hacía un chico favor. Es decir que si bien uno nunca sabe hasta dónde podrá llegar la confusión en torno a los próceres, tratándose de quien encarna a la conciencia nacional se complican las confusiones ya no sólo de todo aquello que nos da patria o identidad, sino de las condiciones mismas de una convivencia sana. Hablo de que uno se puede acostumbrar a que el apellido de Juárez sea uno de los toponímicos más socorridos del país y quizá el nombre más usado para calles, callejones y avenidas de todas las ciudades de México, pero la alusión se enreda en la mente cuando tenemos que asimilar que el mercado de verduras lleva el nombre de Juárez, así como la cancha de futbol del barrio, la biblioteca que nadie frecuenta y un taller automotriz.
En realidad, hablo de confusiones y amnesias más nocivas. Resulta contradictorio que habiendo signado como herencia liberal la separación Iglesia y Estado, todos los mexicanos de mi generación hayamos tenido que intentar comprender la bizarra escena —televisada en vivo y por cadena nacional— en donde un presidente de la República anunciaba la reforma constitucional que concedía al clero volver a vestirse con sotanas por las calles y volver a gozar de ciertos fueros, precisamente con un óleo inmenso que retrataba a Benito Juárez a las espaldas del dignatario. Para mayor confusión, ahora en el bicentenario de su nacimiento, hemos presenciado la creciente injerencia de la Iglesia en asuntos no sólo de gobierno, sino en opiniones en torno a las políticas del Estado, e incluso hemos sido testigos de un mandatario con crucifijo en las manos al tiempo en que proclama sentencias republicanas o legados de un supuesto laicismo juarista. Digo que se confunde la conciencia.
Creo poder afirmar que para la mayoría de los mexicanos de mi generación se nos confunde la conciencia, o por lo menos la figura histórica de Benito Juárez y su legado, al asumir día con día que sigue aún pendiente el impostergable imperio de la educación que tanto fervor proyectaba el propio Benemérito en sus proclamas y programas. Decía Juárez: “Libre, y para mí sagrado, es el derecho de pensar. La educación es fundamental para la felicidad social; es el principio en el que descansan la libertad y el engrandecimiento de los pueblos” y qué podría decir ahora ante la rara dicotomía de que contamos orgullosamente con que la UNAM es una de las mejores universidades del mundo, mientras que la propia secretaria de Educación Pública reconoce los reprobados niveles en que se encuentran no sólo los miles de niños que sobreviven en su sistema escolar, sino los muchos miles de niños que siguen sin acceso de ningún tipo a las posibilidades de la educación. Ni imaginar lo que podría pensar don Benito de intentar entender que, en la raíz misma del conflicto que azota actualmente a su natal Oaxaca, se halla un enredo magisterial, no exento de faltas de ortografía y los peores tintes ideológicos posibles.
Se confunde la conciencia si leemos aquella frase de Juárez que dice: “Nada de contemporizaciones con los hombres viciados y con los que se han acostumbrado a hacer su voluntad como moros sin señor”, inmediatamente después de volver a leer en el periódico o incluso presenciar en persona un día más de tropelías e impunidades, imposiciones y abusos de quienes creen hacerse eco de clamores supuestamente populares. Pero, al mismo tiempo, reconozcamos que se fortalecen empeños y se justifica cualquier empeño de responsabilidad con tan sólo evocar las siguientes palabras de Benito Juárez:
Siempre he procurado hacer cuanto ha estado en mi mano para defender y sostener nuestras instituciones. He demostrado en mi vida pública que sirvo lealmente a mi patria y que amo la libertad. Ha sido mi único fin proponeros lo que creo mejor para vuestros más caros intereses, que son afianzar la paz en el porvenir y consolidar nuestras instituciones.
Incluso, parece llegarnos como un bálsamo para la conciencia evocar a Juárez cuando sentencia:
No se puede gobernar a base de impulsos de una voluntad caprichosa, sino con sujeción a las leyes. No se pueden improvisar fortunas, ni entregarse al ocio y a la disipación, sino consagrarse asiduamente al trabajo, disponiéndose a vivir, en la honrada medianía que proporciona la retribución que la ley les señala.
Quizá sea entonces, y de manera precisa, esa “honrada medianía” la que mejor guíe la digestión o asimilación que precisa nuestra conciencia de México, o nuestro recuerdo de Juárez llevado a la práctica. Que cada quien haga lo que tiene que hacer, que nadie impida el quehacer de los demás, que todos demanden lo que por justicia les corresponde y que nadie asuma derechos de recibir o entregar lo ajeno. En ese sentido, mucho bien nos haría para estos días leer, en o ante Oaxaca, las propias palabras que escribiera Benito Juárez en 1848:
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