—A mi hija le encanta. —Se le suavizó la mirada un instante, pero sacudió la cabeza y cuadró los hombros—. Eso no importa. Aunque… —Llamó la atención del hombre de Brooklyn con unos golpecitos en el brazo—. Ella nos servirá. Le prestarán atención.
—¿No queríamos a los pilotos?
—Pero no podemos llegar hasta ellos, ¿verdad? La puta escotilla está sellada. Ella es una celebridad. Un tesoro nacional. Nos harán…
Se oyeron sirenas en la distancia que se acercaban cada vez más. El de Brooklyn se puso rígido y se volvió hacia la entrada.
—Mierda. Han llegado muy rápido.
—¿Qué esperabas, idiota? —Mi admirador extendió la mano y me agarró del brazo para sacarme del asiento sin desatar antes las correas de los hombros.
—¿Me permites? —Levanté las manos con cuidado para que pudiera verlas—. Hay muchas hebillas.
Gruñó y retrocedió para dejarme espacio. Me peleé con las correas de los hombros con dedos torpes. La gravedad de la Tierra tiraba de mí y hasta las correas daban la sensación de pesar mil kilos. Daba igual el tiempo que pasara en el gimnasio de la Luna, la primera semana en la Tierra siempre era un infierno. Mientras tanto, las sirenas se acercaban.
Desde su asiento, Leonard habló:
—No uséis a una mujer blanca como rehén. Por favor, sabéis lo que pasará.
Mi admirador dudó un segundo, pero al final negó con la cabeza.
—Si usamos a un negrata, les dará igual. Pero ¿la mujer astronauta? Así nos harán caso.
Cuando me liberé de la segunda correa, mi admirador me agarró otra vez del brazo y me obligó a levantarme. Apoyé todo el peso en él y así el asiento que tenía delante mientras mi cerebro trataba de averiguar qué hacer con todo el peso extra. Me esforcé por mantenerme en pie mientras la cabina daba vueltas a mi alrededor. Vomitar me parecía un buen plan.
—Está… —A Helen se le trabó la voz detrás de mí, pero lo volvió a intentar—. Estará mareada. Caminad despacio si no quieres que te vomite encima.
Tenía el estómago vacío porque evitaba comer antes de los viajes. Aun así, me quedé quieta para intentar orientarme.
—¿Qué queréis que haga?
—Te pondrás en la puerta y les transmitirás nuestras exigencias. —El de Brooklyn me empujó por el pasillo y me tambaleé mientras mis pies se arrastraban por la gravedad.
Mi admirador me agarró antes de que me cayera.
—Haz lo que digamos y nadie saldrá herido.
—Sí, claro. —Empezaba a respirar con dificultad, no sé si por el esfuerzo o por el miedo. Quizá un poco por ambos. Me apoyé en mi admirador para avanzar hasta la escotilla del cohete.
Los demás pasajeros ya se habían despertado. Antes conocía a todos los miembros del cuerpo de astronautas, pero ahora reconocía a la mitad, y algunos solo me resultaban vagamente familiares. Al menos sabía que Helen, Leonard y Malouf saldrían del apuro. Junto a la puerta, Cecil Marlowe, del departamento de ingeniería, se peleaba con las correas como si tuviera intención de levantarse. Ruby Donaldson parecía una niña con sus coletas rubias, pero había sido médico en el frente durante la guerra.
¿Qué estarían haciendo los pilotos en la cabina delantera? Suponía que estaban conscientes y al tanto de lo que pasaba o, al menos, de que alguien que no pertenecía al equipo de rescate había subido a bordo. Había un intercomunicador en la parte trasera, pero no había cámaras. Si estuviera en su lugar, escucharía para tratar de obtener más información. También informaría al Control de Misión.
Me aclaré la garganta.
—Y vosotros seis, ¿qué queréis que diga?
El de Brooklyn me detuvo al final del pasillo.
—Diles que la Tierra tiene problemas. Que dejen el espacio tranquilo hasta que solucionen los asuntos de aquí abajo.
Asentí despacio. Eran terraprimeristas; debería haberlo deducido antes. La mayoría eran refugiados de las regiones que más habían sufrido las secuelas del meteorito. El tipo de Brooklyn probablemente lo había perdido todo y, al ser negro, lo habrían abandonado a su suerte en las ruinas de la ciudad.
—De acuerdo, pero no necesitáis retener al resto de los pasajeros para que yo dé un mensaje.
—Qué más quisieras.
—Sería un bonito gesto. —Fuera, los vehículos de rescate se detuvieron con las luces parpadeantes encendidas. Había una ambulancia local y tres camiones de bomberos, pero ni rastro de la CAI. Uno aparcó de lado y leí «Condado de Madison» en el lateral—. ¿Dónde estamos?
—En Alabama.
—Vaya, vale. Pasará un rato hasta que alguien de la CAI llegue. —Incluso con los aviones de seguimiento y los rastreadores por radar que indicaban dónde habíamos aterrizado, todavía tendrían que viajar—. Algunas personas no se encuentran bien, ¿por qué no dejáis que vayan a la ambulancia? Aislaría los gérmenes espaciales.
Uno de los hombres se asomó y volvió a meter la cabeza.
—Se acercan los técnicos sanitarios.
—Haz que se detengan. —Mi admirador levantó la barbilla y los filtros de la máscara de gas se tambalearon con el movimiento.
El hombre de la puerta respiró hondo, sacó su rifle y disparó al aire. El sonido rebotó en la cabina y la llenó de ecos violentos. Gritó hacia afuera.
—¡Ni un paso más!
El de Brooklyn me empujó hacia delante. Me clavó el pulgar en la carne del brazo, pero su agarre era lo único que me mantenía en pie.
Mi admirador me miró.
—Pídeles que venga un equipo de noticias. Y el presidente. Y el doctor Martin Luther King Jr.
—Y el secretario general de la ONU —añadió uno de los hombres con bandanas. Era el que tenía la piel más oscura del grupo y un acento británico que me sorprendió. Conocía a otros británicos de color, pero creía que todos los terraprimeristas eran estadounidenses.
—Pero eso no… —«No va a pasar», quería decir, pero me contuve a tiempo—. No será rápido.
El británico levantó una ceja.
—La ambulancia ha llegado muy rápido.
—Porque es local. —No sabía qué hacer. Lo mío eran las matemáticas y pilotar naves espaciales. Todo lo que sabía sobre las situaciones de rehenes era lo que había visto en las películas, y estaba bastante segura de que De repente no era un buen modelo que seguir. Ninguno de aquellos hombres confundiría una pistola de juguete con un revólver. No había manera de electrocutarlos. Además, apenas me mantenía en pie. Conseguir que mantuvieran la calma y que cooperaran parecía la única alternativa.
—Se lo diré, pero tened en cuenta que habrá que esperar.
—No estás en posición de decirnos qué hacer —repuso el británico.
—Lo sé. Solo quiero que tengáis toda la información. Hay cinco horas en avión desde Kansas, ¿vale? Es lo único que digo. —En realidad, eran poco más de dos horas, pero tener algo de tiempo extra no vendría mal. Lo cierto es que podrían subir al presidente en un T-38 y traerlo en veinte minutos, pero era muy poco probable. Me volví hacia la puerta y entrecerré los ojos ante la luz solar directa—. Preguntarán por qué queréis hablar con ellos.
—Lo sabrán cuando vengan, ¿de acuerdo? —Mi admirador señaló la puerta—. Un equipo de noticias, el presidente, el doctor King y el secretario general de la ONU. Ni una palabra más. ¿Lo has entendido?
El de Brooklyn atravesó el pasillo y apuntó a Helen con el rifle.
—Como seguro.
Me mantenía en pie gracias a la adrenalina y al hecho de que durante décadas había aprendido a disimular la ansiedad. Dentro del traje, notaba la piel tensa y las rodillas temblaban con cada latido acelerado del corazón. Al final, asentí y di un paso hacia la escotilla.
Apoyé la mano en el marco. Me temblaban los dedos, lo que frustraba mi intento de mostrar confianza. Los bomberos estaban de pie cerca del camión, claramente discutiendo sobre qué hacer, mientras que el conductor de la ambulancia tenía la radio en la mano y hablaba con alguien. Uno de los bomberos me vio y le dio un codazo al que estaba a su lado.
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