Mary Robinette Kowal - El destino celeste

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Esta vez, las mujeres lideran la conquista del espacio.En 1961, la colonia de la Luna está en pleno funcionamiento y la humanidad se prepara para dar el siguiente paso: llegar a Marte. Pero diez años después del impacto de un gran meteorito, la sociedad se divide entre aquellos que temen que los dejen atrás en un planeta desolado y los que no creen que todos merezcan viajar al espacio.Elma York, la primera mujer astronauta, tendrá que hacer frente a las tensiones políticas y sociales para conseguir que la misión a Marte salga adelante. Elma y el resto de su tripulación se embarcarán en un intrépido viaje hacia el planeta rojo, de cuyo éxito depende el futuro de la raza humana. La mejor novela de ciencia ficción del año, ganadora de los premios Hugo, Nébula y Locus. «Elma York es lo que le falta a la NASA: una heroína con garra.» The Wall Street Journal

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—Después de esto, me voy directa al cohete Lunetta .

—Dale recuerdos a una ducha caliente de mi parte. —Avanzamos a saltitos por Baker Street—. ¿Crees que veremos marcianos?

—Lo dudo. Parece tan yermo como la Luna, al menos en las fotos orbitales. —Llegamos al final de Baker Street. El indicador de presión delta del panel junto a la puerta indicaba una presión lunar normal de 4,9 psi, así que empujé la manivela para abrirla—. Nathaniel dice que, si hay marcianos, se arranca los colmillos.

—Qué gráfico. Por cierto, ¿qué tal está?

—Bien. —Abrí la puerta—. Me habla mucho de lanzamientos de cohetes.

Nicole se rio mientras se deslizaba por la esclusa entre Baker Street y Midtown.

—Sois como unos recién casados.

—¡Nunca estoy en casa!

—Deberías traértelo de visita. —Me guiñó un ojo—. Ahora podemos tener habitaciones privadas.

—Lo sé. El senador y tú deberíais tener en cuenta lo bien que los conductos de aire transportan el sonido.

Empecé a cerrar la escotilla.

—¡Sujeta la puerta! —Eugene Lindholm se acercaba a nosotras por Baker Street con largas zancadas. Si nunca has visto a nadie moverse en un ambiente de escasa gravedad, imagina la combinación de la elegancia de un bebé que da saltitos con el avance rápido de un guepardo.

Abrí más la puerta. No controló bien el movimiento y se dio en la cabeza con el marco al pasar.

—¿Estás bien? —Nicole lo sujetó por el brazo para ayudarlo a estabilizarse.

—Gracias. —Apoyó una mano en el techo mientras recuperaba el equilibrio. En la otra, sujetaba un fajo de papeles.

Nicole me miró antes de atravesar la puerta de Midtown. Asentí y cerré la entrada a Baker Street, pero no abrió el siguiente acceso.

—Oye, Eugene. Ya que vuelas con Parker, no pasaría nada si se te cayeran por accidente. —Señalé los papeles que llevaba.

El hombre sonrió.

—Si buscas la lista de turnos, siento decepcionarte. Solo son recortes de recetas para Myrtle.

—Porras.

Abrió la escotilla y nos dirigimos a Midtown.

La diferencia de presión arrastró un olor poco común en la Luna, a marga y a verde, junto con el suave aroma del agua. El centro de la colonia era una amplia cúpula abierta que permitía la entrada de luz filtrada que alimentaba las plantas que crecían en el interior. Era la primera estructura permanente.

Las áreas cercanas a las paredes habían sido divididas en alojamientos residenciales. A veces deseaba dormir todavía allí, pero las nuevas estancias de los pilotos se encontraban junto a los puertos, lo que resultaba más conveniente. Se habían construido otros cubículos para oficinas y un restaurante. También había una barbería, una tienda de segunda mano y un «museo de arte».

En el centro había un pequeño «parque». No era mucho más grande que un par de camas matrimoniales atravesado por un camino, pero era verde.

¿Qué habíamos plantado en ese suelo acondicionado con sumo cuidado? Dientes de león. Al parecer, si se preparan de la forma correcta, son sabrosos y nutritivos. Otro gran favorito era el higo chumbo, que tiene unas flores hermosas que se convierten en vainas de semillas dulces y unas hojas planas que se pueden asar u hornear. Por lo visto, muchos de los hierbajos de la naturaleza se adaptaban bien a crecer en suelos con escasos nutrientes.

—Toma ya. —Eugene se palmeó el muslo—. Los dientes de león han florecido. Myrtle lleva un tiempo amenazando con preparar vino de diente de león.

—Más que a amenaza, suena a promesa. —Nicole pasó de largo junto a las camas elevadas—. Elma, saluda también de mi parte a un martini seco cuando llegues a casa.

—Me tomaré uno doble.

Había pensado que Nathaniel y yo estaríamos entre los primeros colonos de la Luna, pero, después de establecer la base Artemisa, la agencia se había centrado en la colonización de Marte, y él había tenido que quedarse en la Tierra para dirigir la planificación.

Marte era el protagonista de todas las conversaciones en la CAI. Las calculadoras mientras trabajaban en sus ecuaciones, las chicas que transcribían las líneas de código interminables en las tarjetas perforadas, las señoras de la cafetería que servían puré de patatas y guisantes verdes, Nathaniel con sus cálculos; todo el mundo hablaba de Marte.

En la Luna pasaba lo mismo. Al otro lado de Midtown habían erigido en una especie de podio una pantalla de televisión gigante de cuarenta y ocho pulgadas que habían sacado del centro de lanzamiento. Daba la sensación de que la mitad de la colonia estaba allí, apiñada alrededor del aparato.

Los Hilliard se habían traído una manta y lo que parecía un pícnic. No eran los únicos que trataban de convertir aquello en una velada social. Los Chan, los Bhatrami y los Ramírez también se habían acomodado en el suelo cerca del podio. Todavía no había niños, pero, por lo demás, casi parecía una ciudad de verdad.

Myrtle también había extendido una manta y le hizo señas a Eugene. Él sonrió y le devolvió el saludo.

—Ahí está. ¿Os unís a nosotros, señoras? Hay sitio de sobra.

—¡Gracias! Será un placer.

Lo seguí hasta la manta, que parecía compuesta de uniformes viejos, y me senté junto a Eugene y Myrtle. Se había cortado el pelo de su moño habitual en un estilo más adecuado para la Luna, sobre todo porque la laca en espray no era un producto que abundase en el espacio. Eugene y ella se habían ofrecido como voluntarios para formar parte de los residentes permanentes. Los echaba mucho de menos cuando volvía a la Tierra.

—¡Eh! —gritó alguien para hacerse oír por encima de los murmullos—. Ya empieza.

Me puse de rodillas para mirar por encima de las cabezas de la gente que teníamos delante. La imagen granulada en blanco y negro mostraba una emisión del Control de Misión en Kansas, aunque llegaba con un retraso de 1,3 segundos. Estudié la pantalla en busca de Nathaniel. Me encantaba mi trabajo, pero pasar meses separada de mi marido era duro. A veces, dejarlo y volver a ser calculadora me parecía una idea de lo más atractiva.

En la retransmisión, Basira trabajaba en las ecuaciones mientras el teletipo escupía una página tras otra. Trazó una gruesa línea debajo de un número y levantó la cabeza.

—La huella doppler indica que la separación en dos etapas se ha completado.

Se me aceleró el corazón; eso significaba que la sonda estaba a punto de entrar en la atmósfera marciana. O que ya había entrado. Era curioso, todos los números que recibía de Marte eran de hacía veinte minutos. La misión ya había triunfado o había fracasado.

Veinte minutos. Miré el reloj. ¿Cuánto tiempo me quedaba antes de ir al hangar? La voz de Nathaniel salió del televisor y contuve la respiración con anhelo.

—Entrada en la atmósfera en tres, dos, uno… Velocidad de 117 000 kilómetros. La distancia hasta el punto de amartizaje es de 703 kilómetros. Se espera que el paracaídas se despliegue en cinco segundos. Cuatro, tres, dos, uno, cero. Esperando confirmación.

Toda la cúpula contuvo la respiración y solo se oía el zumbido bajo y constante de los ventiladores que removían el aire. Me incliné hacia la pantalla, como si así fuera a distinguir los números que salían del teletipo o a ayudar a Basira con los cálculos. Aunque, para ser sincera, llevaba cuatro años fuera del departamento de informática y sin hacer nada más complicado que mecánica orbital básica.

—Paracaídas confirmado. Lo hemos detectado.

Alguien gritó con alegría en la cúpula. Todavía no habíamos amartizado, pero quedaba muy poco. Me aferré con los dedos a una esquina de la colcha, como si pudiera guiar la sonda desde allí.

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