De nuevo, hay una profanación común en todos estos ritos religiosos: a saber, en que los vuelven en comercio detestable, como si no hubieran sido instituidos para otro propósito que servir como objetos de lucro. Tampoco se lleva a cabo este tráfico en secreto ni cohibidamente, sino que se practica abiertamente como en el mercado público. Bien se sabe por cuánto se vende una sola misa en cada distrito. Otros ritos, también, tienen sus precios fijos. En resumen, cualquiera que considere puede ver que los templos [iglesias] no son más que tiendas ordinarias, y que no hay rito sagrado que no esté allí de venta.
Si procurase repasar los defectos del gobierno eclesiástico con todo detalle, nunca terminaría. Por lo tanto, sólo tocaré las partes más obvias que no pueden ser encubiertas.
Primero, el oficio pastoral mismo, tal como Cristo lo instituyó, por mucho tiempo desapareció. Su propósito al designar obispos y pastores, o cualquier nombre con que quieran ser llamados, ciertamente fue (como Pablo declara) para edificar la Iglesia con sana doctrina. Según este punto de vista, ningún hombre es un pastor verdadero de la Iglesia quien no cumple el oficio de la enseñanza. Pero, hoy en día, casi todos los que tienen el nombre de pastores han dejado ese trabajo a otros. Difícilmente se hallará uno entre cien de los obispos que suba al púlpito para enseñar. Y no es de extrañarse, pues los obispados han degenerado en principados seculares. Los pastores de rango inferior, de nuevo, o piensan que ellos cumplen con su oficio por medio de actos frívolos completamente ajenos al mandato de Cristo, o (según el ejemplo de los obispos) aún arrojan esta parte de su deber a los hombros de otros. Por esta razón, el arrendamiento de puestos del sacerdocio no es menos común que el arrendamiento de granjas. ¿Qué más queremos? El gobierno espiritual que Cristo recomendó ha desaparecido totalmente, y un tipo nuevo y mezcolanza de gobierno se ha introducido, el cual (bajo cualquier nombre que se le de en el presente) no tiene más semejanza con el reino de Cristo que lo que el mundo tiene.
Si se alega que el error de los que descuidan su deber no debe ser imputado a la orden [eclesiástica], yo contesto, primero, que el mal es tan frecuente, que puede considerarse como la regla común. Y, en segundo lugar, que si asumiésemos que todos los obispos, y todos los presbíteros bajo ellos, residiesen cada uno en su puesto particular, e hiciesen lo que hoy en día se considera como su deber profesional, ellos nunca cumplirían la institución verdadera de Cristo. Ellos cantarían o murmurarían en la Iglesia, se exhibirían a sí mismos en vestiduras teatrales, y se ocuparían en numerosas ceremonias, pero raras veces enseñarían, o nunca lo harían. Sin embargo, según el precepto de Cristo ningún hombre puede reclamar para sí mismo ni el oficio de obispo ni de pastor quien no alimente su rebaño con la Palabra del Señor.
Entonces, mientras que los que presiden en la Iglesia deberían exceder a los demás, y brillar con el ejemplo de una vida más santa, ¡los que tienen ese grado hoy en día cuánto bien harían en corresponder en este sentido a su vocación! En un tiempo cuando la corrupción del mundo está en su cúspide, no hay orden [profesión] más adicta a toda clase de maldad. Desearía yo que por su inocencia refutasen lo que digo. Con mucho gusto me retractaría inmediatamente. Pero su inmoralidad se halla expuesta a los ojos de todos—expuesta su avaricia y rapacidad insaciables—expuesto su orgullo y crueldad intolerables. El ruido de bailes y orgías indecentes, el furor de la caza, y de los entretenimientos, abundando en toda clase de disolución que se hallan en sus casas, sólo ocurre más comúnmente, mientras que se glorían en sus disoluciones de lujuria, como si fuesen manifiestas virtudes.
Pasando por alto otras cosas, ¡qué impureza hay en ese celibato que en sí mismo lo consideran como un título de gran estima! Yo me siento avergonzado en destapar las enormidades que desearía más bien suprimir, si ellos pudiesen ser corregidos con el silencio. Tampoco divulgaré lo que se hace en secreto. Las contaminaciones que aparecen abiertamente son más que suficientes. Pregunto, ¿cuántos sacerdotes son libres de amancebamiento? Mejor dicho, ¿cuántas de sus casas no son de mala fama por los actos diarios de lascivia? ¿Cuántas familias honorables no ensucian ellos por sus concupiscencias pervertidas? Por mi parte, yo no tengo placer en exponer sus vicios, ni tampoco es parte de mi intención; pero es importante observar la amplia diferencia que hay entre la conducta del sacerdocio del día presente, y la que los ministros verdaderos de Cristo y su Iglesia tienen que seguir.
No menos importante en la rama del gobierno eclesiástico es la elección y la ordenación apropiadas y regulares de los que deben gobernar. La Palabra de Dios proporciona una norma por la cual todos estos ordenamientos deben ser examinados, y existen muchos decretos de concilios antiguos que proveen sabiamente y con cuidado todo lo que se relaciona con el método apropiado de la elección. Que nuestros adversarios muestren por lo menos un solo ejemplo de elección canónica, y yo les concederé la victoria. Sabemos la clase de examen que el Espíritu Santo, por boca de Pablo (en las epístolas de Timoteo y Tito), requiere de un pastor, y aquello que las leyes antiguas de los antiguos padres imponen. En el día presente, al ordenar obispos, ¿se toma en cuenta algo de esto? Al contrario, ¿cuán pocos de los que son elevados al oficio [pastoral] están adornados aun en lo más mínimo con esas cualidades, sin las cuales no pueden ser ministros aptos de la Iglesia? Vemos el orden que los apóstoles observaron en la ordenación de ministros, y que la Iglesia primitiva siguió después, y finalmente el orden que los cánones antiguos requieren que se observe. Si me quejase que en el presente este orden es desdeñado y rechazado, ¿no sería una queja justa? ¿Qué si dijera, que todo lo que es de honor es pisoteado, y las promociones a oficios eclesiásticos se obtienen por los actos más salvajes y vergonzosos? Estos hechos son notorios universalmente. Pues los honores eclesiásticos son comprados por un precio fijo, o arrebatados a la fuerza, o asegurados por acciones nefastas, o adquiridos por mezquina adulación. Ocasionalmente aun son salarios de rameras y otros servicios semejantes. En resumen, los actos más descarados se exhiben aquí más de lo que jamás haya ocurrido cuando se adquieren posesiones seculares.
¡Y quién diera que los que presiden en la Iglesia, cuando corrompen su gobierno, pecasen sólo ellos, o por lo menos hiriesen a otros solamente con su mal ejemplo! Pero el mayor de todos los males es que ejercen la tiranía más cruel, y es una tiranía sobre almas. Mejor dicho, ¿cuál es la autoridad de que la Iglesia se jacta hoy en día, sino en un dominio atrevido, sin ley y sin restricción sobre almas inmortales sujetándolas a la más miserable esclavitud? Cristo dio a los apóstoles una autoridad semejante a la que Dios había otorgado a los profetas, una autoridad bien definida: a saber, para actuar como sus embajadores para con los hombres. Ahora bien, la ley inalterable es que a cualquiera que se le confía una embajada, se debe sujetar religiosa y fielmente a sus instrucciones. Esto se indica en los términos más claros en la comisión apostólica, «Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones… enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado.» De igual manera «predicad»—no lo que les guste—sino el «Evangelio». (Mateo 28:19-20). Si se pregunta, cuál es la autoridad con que sus sucesores fueron investidos, tenemos la definición de Pedro que impone a todos los que hablan en la Iglesia, que hablen «los oráculos [las palabras]» de Dios (1 Pedro 4:11).
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