Juan Calvino - La necesidad de reformar la Iglesia

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Juan Calvino, de pie frente a la magna autoridad de Carlos V, rodeado de los más ilustres príncipes, obispos romanos, detractores, enemigos personales y algunos de sus partidarios. Son mil quinientos años de Iglesia Cristiana, mil quinientos años de costumbres, de ritos y ceremonias. Son quince siglos de tratados, de acuerdos teológicos, de concilios. Todo parece estar en contra del insigne reformador. Pero lo sabe, pues Dios se lo ha mostrado, que no puede callar. En medio de todo este oscuro panorama, Calvino expone brillantemente una a una las razones por las cuales la Iglesia necesita ser Reformada. Su enfoque consistirá en traer la adoración, la doctrina, el gobierno y la disciplina eclesiástica bajo el régimen y autoridad de las Escrituras. Más tarde estos principios de reforma, John Knox los aplicará a la iglesia de Escocia. Y finalmente, tales principios serán engastados como perlas en los estándares de Westminster.Hoy han transcurrido casi quinientos años de ese encuentro entre Calvino y el emperador. Y la pregunta que debemos hacernos hoy día es: ¿Sigue fiel la Iglesia a los enunciados propuestos en esa asamblea? Una rápida mirada a nuestro entorno religioso nos dice con pena que muchos de los postulados sustentados por el reformador, hoy no tienen validez en muchas congregaciones; incluso aquellas que se llaman así mismas Calvinistas.

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Finalmente, había otro error muy pestilencial, que no sólo ocupó las mentes de los hombres, pero que fue considerado como uno de los artículos principales de la fe, y que era impío dudar: a saber, que los creyentes debían ser mantenidos perpetuamente en suspenso e incertidumbre en cuanto a la obra de la gracia de Dios en ellos. Por esta sugerencia del Diablo, el poder de la fe fue extinguido completamente, los beneficios de la redención de Cristo extinguidos, y la salvación de los hombres destruida. Porque, como Pablo declara, esa fe sólo es la fe cristiana que inspira los corazones con confianza, y que nos anima a presentarnos ante la presencia de Dios (Rom. 5:2). En ninguna otra perspectiva la doctrina (que se halla en otro pasaje) del apóstol Pablo podía ser mantenida, sino en que 5 «hemos recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos ¡Abba, Padre!» (Rom. 8:15).

Pero ¿cuál es el resultado de esa incertidumbre que nuestros enemigos requieren de sus discípulos, sino aniquilar toda confianza en las promesas de Dios? Pablo razona que «...si los que son de la ley son los herederos, vana resulta la fe, y anulada la promesa» (Rom. 4:14). ¿Por qué es así? Simplemente porque la ley mantiene al hombre en dudas, y no le permite albergar una confianza segura y firme. Pero ellos, por otro lado, sueñan de una fe, que excluyendo y alejando al hombre de esa confianza que Pablo requiere, lo arroja sobre opiniones probables para ser lanzado como una caña sacudida por el viento. Y no es sorprendente que después que ellos han fundado una vez su esperanza de la salvación en el mérito de las obras, se hundan en todas estas absurdidades. No podría acontecer otra cosa, sino que de tal precipicio ellos tuviesen tal caída. Porque ¿qué puede encontrar el hombre en sus obras sino herramientas para la duda, y finalmente, para la desesperación? Así pues, vemos cómo el error condujo al error.

Aquí, potentísimo Emperador, y vosotros ilustres Príncipes, será necesario recordaros lo que observé anteriormente: a saber, que la seguridad de la Iglesia depende de esta doctrina así como la vida humana depende en el alma. Si la pureza de esta doctrina es en cualquier grado dañada, la Iglesia ha recibido una herida mortal; y, por consiguiente, cuando haya mostrado que fue por la mayor parte extinguida, será lo mismo si hubiese mostrado que la Iglesia había sido traída al mismo borde de la destrucción. Hasta ahora, sólo he aludido a esto de paso, pero más adelante lo expondré más claramente.

El Gobierno y la Administración de los Sacramentos

Vengo ahora a aquellas cosas que he comparado con el cuerpo: a saber, el gobierno y la administración de los sacramentos, de los cuales, cuando su doctrina es destruida, su poder y eficacia han desaparecido, aunque su forma externa sea perfecta. ¿Qué pues si no había firmeza en esto externa o internamente? Y no es difícil de demostrar que así eran las cosas.

Primero, con respecto a los sacramentos, las ceremonias inventadas por hombres fueron puestas en el mismo nivel con los misterios [ordenanzas] instituidos por Cristo. Pues siete sacramentos fueron recibidos mientras humana. Sin embargo, la gracia de Dios fue sujetada a estos, tanto como si Cristo estuviese presente en ellos. Además, los dos que Cristo sin distinción alguna (aunque Cristo designó sólo dos) que los demás descansan solamente en la autoridad instituyó fueron atrevidamente corrompidos. El bautismo fue tan desfigurado por añadiduras superfluas, que apenas un vestigio del bautismo puro y genuino podría ser trazado; mientras que la Santa Cena no sólo fue corrompida por ceremonias ajenas, sino que su misma forma fue cambiada totalmente.

Lo que Cristo mandó que se hiciese y de qué manera, está perfectamente claro. Pero en desprecio a Su mandato, una exhibición melodramática [a saber, la misa] fue erigida y sustituida por la Santa Cena. Porque ¿qué semejanza hay entre la misa y la verdadera Cena de nuestro Señor? Mientras que el mandato de Cristo ordena a los creyentes tener comunión unos con otros en los símbolos sagrados de Su cuerpo y sangre, lo que se ve en la misa debería ser mejor llamada apropiadamente excomunión. Pues el sacerdote se separa del resto de la asamblea, y devora aparte lo que debía haber sido traído hacia adelante y puesto en medio para ser distribuido. Luego, como si él fuera algún sucesor del sacerdote Aarón, finge que él ofrece un sacrificio para expiar los pecados del pueblo. Pero ¿dónde menciona Cristo tan sólo una vez «sacrificio»? Él nos manda que tomemos, comamos y bebamos. ¿Quién autoriza a los hombres a convertir la palabra tomar en la palabra ofrecer ? ¿Y cuál es el resultado del cambio sino hacer que el edicto perpetuo e inviolable de Cristo dé lugar a sus invenciones? Esto, ciertamente, es un mal grave. Pero, aún peor es la superstición que aplica esta obra a los vivos y a los muertos, como una causa que otorga la gracia divina. De esta manera la eficacia de la muerte de Cristo ha sido transferida a una exposición melodramática y vana, y la dignidad de un sacerdocio eterno le es arrebatada para ser concedida a los hombres.

Si en algún tiempo, el pueblo es llamado a la comunión, es admitido sólo a la mitad de una parte. ¿Por qué debe ser así? Cristo extiende la copa a todos, y manda a todos que beban de ella. En oposición a esto, los hombres prohíben a la asamblea de los fieles tocar la copa. Así los símbolos (que por la autoridad de Cristo fueron unidos por un lazo indisoluble) son separados por el capricho humano. Además, la consagración, tanto del bautismo como de la misa, en nada difiere de encantamientos mágicos. Porque, por respiraciones y cuchicheos, y por sonidos incomprensibles, ellos piensan que están obrando misterios. Como si Cristo hubiera deseado que en el ejercicio de ritos religiosos su Palabra fuese hablada entre cuchicheos, y no pronunciada con una voz clara. No hay ninguna sombra de incertidumbre en las palabras por las que el Evangelio expresa el poder, la naturaleza y el uso del bautismo. Y, en la Santa Cena, Cristo no susurra palabras sobre el pan, sino que se dirige a los apóstoles en términos claros, cuando les declara la promesa y añade el mandato, «Haced esto en memoria de mí» . Pero, en vez de llevar a cabo esta conmemoración pública, ellos cuchichean exorcismos secretos, apropiados (como he observado) más para artes mágicas que para sacramentos.

Lo primero de lo que nos quejamos aquí es, que el pueblo es entretenido con ceremonias melodramáticas, entre tanto que ni una sola palabra se dice sobre su significado y verdad. Pues para nada sirven los sacramentos, a menos que lo que el símbolo representa visiblemente se explique de acuerdo a la Palabra de Dios. Por lo tanto, cuando al pueblo se le presenta nada más que figuras huecas con que alimentar el ojo, mientras que no oigan doctrina que los pueda dirigir al fin apropiado, miran no más lejos que el acto externo. De ahí aquella superstición pestilencial, bajo la cual—como si los sacramentos fueran por sí solos suficientes para la salvación, sin sentir la menor preocupación de que la fe o el arrepentimiento estén presentes, o aún de Cristo mismo—se apegan más al símbolo en vez de lo que éste representa. Y, ciertamente, no sólo entre los indoctos y simples, sino también en las escuelas, el dogma impío era abrazado por todos: a saber, que los sacramentos eran eficaces en sí mismos, si es que no fuesen estorbados en su operación por algún pecado mortal. ¡Como si los sacramentos hubieran sido dados para otro fin o uso que el dirigirnos por la mano a Cristo!

Luego, además de esto, después de consagrar el pan por un encantamiento perverso más que por un rito piadoso, lo guardan en una caja pequeña, y ocasionalmente lo llevan consigo en una procesión solemne para que sea adorado e invocado en vez de Cristo. Por consiguiente, cuando algún peligro los amenaza, huyen a ese pan como su única protección, lo emplean como un amuleto contra todo accidente, y al pedir perdón a Dios lo emplean como la mejor expiación. Como si Cristo, cuando nos dio su cuerpo en el sacramento, lo hubiera diseñado para ser prostituido con toda clase de desvaríos. Porque, ¿qué encierra la promesa? Simplemente esto: que tan a menudo que recibimos el sacramento, seamos partícipes de Su cuerpo y sangre. «Tomad,» dice Él, «comed y bebed; esto es mi cuerpo, esto es mi sangre. Haced esto en memoria de mí». ¿Acaso no vemos que la promesa está confinada en ambos lados por límites dentro de los cuales se debe mantener el que desea obtener lo que ofrece? Por lo tanto, se engañan aquellos que se imaginan que, aparte del uso legítimo del sacramento, tienen algo más que pan común y corriente. 6

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