Con respecto a la abnegación (sobre lo cual depende la regeneración para la nueva vida) la doctrina en su totalidad fue arrasada totalmente de las mentes de los hombres, o, por lo menos, la mitad enterrada, de manera que fue conocida por pocos y por ellos conocida tan limitadamente. Pero el sacrificio espiritual que el Señor demanda de una manera especial, es hacer morir el viejo hombre y ser transformado en un nuevo hombre. Puede ser, quizás, que los predicadores digan algo acerca de estas palabras, pero de que ellos no tienen la menor idea de las cosas que se refieren por tales palabras es aparente aún por esto: que ellos tenazmente se oponen a nuestros esfuerzos para restaurar esta rama del culto divino. Si en cualquier tiempo ellos hablan del arrepentimiento, sólo miran (como con desprecio) a las cosas principales, y se ocupan enteramente en ciertos ejercicios externos del cuerpo, que (como Pablo nos asegura) no son de gran utilidad (Col. 2:23; 1 Tim. 4:8). Lo que hace esta terquedad lo más intolerable es que la mayoría (bajo un error pernicioso) va tras la sombra en vez de la sustancia, y—pasando por alto el arrepentimiento verdadero—dedica toda su atención a ayunos, a vigilias y a otras cosas que Pablo llama los «rudimentos» del mundo (Gal. 4:9).
Habiendo advertido que la Palabra de Dios es la señal que distingue entre Su culto verdadero y aquel que es falso y corrupto, nosotros de allí concluimos fácilmente que todo el aspecto del culto divino que se práctica generalmente hoy en día no es nada mas que corrupción. Pues los hombres no toman en cuenta lo que Dios ha ordenado ni lo que Él aprueba, a fin de que ellos puedan servirle de una manera apropiada, sino que toman para sí mismos una libertad para inventar modos o formas del culto divino, y después imponiéndoselas a la fuerza a Dios mismo como substitutos de obediencia. Si en lo que digo parezco exagerar, que se haga un examen de todas las prácticas por las cuales la mayoría cree que con ellas adora a Dios. Yo me atrevo a decir que ni siquiera una décima parte proviene que no sea de su propio cerebro. ¿Qué más desearíamos? Dios rechaza, condena y abomina todo culto inventado; y emplea Su Palabra como un freno para mantenernos en obediencia incondicional. Cuando desechamos este yugo, nos desviamos tras nuestras propias invenciones, y le ofrecemos una adoración (fabricada por el atrevimiento humano) que sin importar cuanto nos agrade, ante Sus ojos es sólo una vana ridiculez—antes bien es vileza y corrupción. Los defensores de tradiciones humanas las pintan con hermosos y atractivos colores; y Pablo ciertamente admite que tienen cierta apariencia de sabiduría [Col. 2:23]. Pero como Dios valora la obediencia más que todos los sacrificios, debería ser razón suficiente para rechazar cualquier tipo de adoración que no es aprobada por el mandato de Dios.
Origen de la Salvación
Venimos ahora a lo que hemos establecido como la segunda rama principal de la doctrina cristiana: a saber, el conocimiento del origen de donde procede nuestra salvación. Ahora, el conocimiento de nuestra salvación tiene tres etapas diferentes. Primero, debemos comenzar con un sentido de nuestra propia miseria, llenándonos con abatimiento, como muertos espiritualmente. Esto se produce cuando la depravación original y hereditaria de nuestra naturaleza es puesta ante nosotros como la fuente de todo mal—una depravación que engendra en nosotros desconfianza, rebelión contra Dios, orgullo, avaricia, lujuria y toda clase de concupiscencias malignas. Y nos hace enemigos contra toda rectitud y justicia, llevándonos cautivos bajo el yugo del pecado; y además, cada individuo, al apercibir sus pecados (sintiéndose confundido por su vileza) es forzado para verse insatisfecho consigo mismo, y considerarse a sí mismo y todo lo que tiene de sí mismo como menos que nada. Luego, por otro lado, la conciencia (siendo traída ante el tribunal de Dios), se vuelve sensible de la maldición en que se encuentra; y, como si hubiera recibido un aviso de la muerte eterna, aprende a temblar ante la ira divina. Esto, digo, es la primera etapa en el camino para la salvación, cuando el pecador agobiado y postrado, abandona toda ayuda carnal, y sin embargo no se endurece contra la justicia de Dios, ni con torpeza se vuelve insensible, sino, temblando y ansioso, gime en agonía y suspira buscando alivio.
De esto, él debe subir a la segunda etapa. Esto hace cuando, animado por el conocimiento de Cristo, de nuevo comienza a respirar. Porque, para uno humillado en la manera en la que hemos descrito, no le queda ningún otro camino más que volverse a Cristo, para que por Su interposición él pueda ser librado de tal miseria. Pero el único hombre que así busca la salvación en Cristo es el hombre que hecha mano de Su poder: quiere decir, el que lo reconoce como el único Sacerdote que nos reconcilia con el Padre, y Su muerte como el único sacrificio por la que el pecado es expiado, la justicia divina satisfecha, y por la cual una justicia verdadera y perfecta es adquirida; es un hombre que no divide la obra de salvación entre sí mismo y Cristo, sino que reconoce que es por Su pura gracia y mérito que él es justificado ante los ojos de Dios. De esta etapa también él debe subir a la tercera, cuando instruido en la gracia de Cristo, y en el fruto de Su muerte y resurrección, descansa en Él con una confianza firme y sólida, sintiéndose seguro que Cristo es tan completamente suyo que posee en Él justicia y vida.
Ahora, véase cuán tristemente esta doctrina ha sido pervertida. Sobre el tema del pecado original, preguntas enredadas se han levantado en las escuelas [académicas], que han hecho lo que han podido para descartar sin reflexión esta enfermedad fatal. Pues en sus discusiones la reducen a un simple exceso de apetito y lujuria. Pero, de esa ceguera y vanidad del intelecto (de dónde procede la incredulidad y la superstición), de esa depravación interna del alma, del orgullo, de la ambición, de la terquedad, y de otras fuentes ocultas de maldad, ni una palabra dicen. Y los sermones no son mejores en lo mínimo. Luego, en cuanto a la doctrina del libre albedrío—como era predicada antes que Lutero y otros reformadores aparecieran—¿qué efecto podrían tener sino llenar a los hombres con una opinión arrogante de su propia virtud, hinchándolos con vanidad, y no dejando lugar a la gracia y a la ayuda del Espíritu Santo?
Pero ¿por qué nos detenemos en esto? No hay punto que no sea más debatido tan intensamente—ninguno en que nuestros adversarios sean más implacables en su oposición—que el de la justificación: a saber, si la obtenemos por fe o por obras. De ninguna manera nos concederán rendirle a Cristo el honor de ser llamado nuestra justicia, a menos que las obras de ellos compartan al mismo tiempo los méritos. La disputa no es, si las buenas obras deberían ser hechas por los fieles, y si ellos son aceptados por Dios y recompensados por Él; sino que, si por su propio valor, ellas [las obras] nos reconcilian con Dios; si adquirimos la vida eterna como su precio; si ellas son el pago que se hace a la justicia de Dios para quitar la culpa; y si se han de confiar en ellas como un fundamento de la salvación.
Condenamos el error que impone a los hombres tener más en cuenta sus propias obras que a Cristo, como un medio para hacer a Dios propicio, para merecer su favor y para obtener la herencia de la vida eterna: en resumen, como un medio para llegar a ser justos ante Sus ojos. Primero, ellos se enorgullecen a sí mismos con los méritos de sus obras, como si ligasen a Dios a ellos mismos. Tal orgullo como éste, ¿qué es sino una embriaguez fatal del alma? Pues en lugar de Cristo, ellos se adoran a sí mismos, y sueñan poseer vida mientras que están sumergidos en el abismo profundo de la muerte. Se puede decir que exagero en este punto, pero ningún hombre puede negar la doctrina trillada de las escuelas e iglesias, que afirma que es por obras que debemos merecer el favor de Dios, y por las obras debemos adquirir la vida eterna; que cualquier esperanza de salvación no apoyada por buenas obras es atrevida y presuntuosa; que somos reconciliados con Dios por la satisfacción de buenas obras, y no por una remisión gratuita de pecados; que las buenas obras son meritorias de la salvación eterna, no porque ellas nos sean imputadas gratuitamente como justicia por los méritos de Cristo, sino por el pacto de la ley; y que los hombres, tan a menudo como ellos pierdan la gracia de Dios, son reconciliados con Él, no por un perdón libre, sino por lo que ellos llaman obras de satisfacción (estas obras siendo suplementadas por los méritos de Cristo y de los mártires) a condición de que el pecador merezca ser ayudado. Es cierto que, antes que Lutero llegase a ser conocido por el mundo, estos dogmas impíos cautivaban a todo el mundo; e incluso hoy en día, no hay parte de nuestra doctrina que nuestros adversarios ataquen con mayor intensidad y obstinación.
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