Alejandro Vainer - Más que sonidos

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"Todo lo que deseamos es que un investigador nos diga por qué ese joven que está sentado en la fila A está firmemente absorbido por los sonidos musicales que escucha, mientras que su novia, poco o nada extrae de ellos." El músico Aaron Copland lanzaba ese deseo y Alejandro Vainer toma el desafío. «La música es una experiencia corporal e intersubjetiva» es el eje que lo recorre.En las antípodas de quienes sostienen que es un «arte inmaterial», este libro restituye el cuerpo a la experiencia musical. El autor organiza una propuesta donde define una subjetividad que es corporal y como se produce como un entramado biológico, psíquico y cultural. Siguiendo a Freud, postula las «series complementarias musicales», que le permiten desentrañar por qué amamos ciertas músicas a lo largo de nuestra vida. Luego analiza las experiencias musicales en situaciones diferentes.Primero, un análisis de lo sucedido con las músicas en los campos de concentración-exterminio durante la Segunda Guerra Mundial y en la última dictadura cívico-militar en Argentina. Segundo, el entrecruzamiento del erotismo y la música a lo largo de la historia. Y tercero, un exhaustivo análisis de la función subjetiva y social de la música de fondo. La forma de escuchar más frecuente hoy.El libro cierra con dos bonus tracks: uno sobre la historia de los psicoanalistas y la música; el otro sobre los músicos y el dinero, donde se visualiza las condiciones de trabajo de quienes producen esas experiencias que nos llegan hasta los huesos. Un libro ameno y profusamente documentado. Sus fundamentos van desde el psicoanálisis hasta la musicología, pasando por las neurociencias, la antropología, la sociología, la literatura y los testimonios de los propios músicos. Un viaje para amantes de la música. Más que sonidos, es una parte de nuestra vida.

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A Enrique Carpintero y César Hazaki, con quienes compartimos la pasión de ser editores de Topía. A Enrique por tantas cosas condensadas en la dedicatoria del libro. A César, por invitarme a participar como el pianista de su obra de teatro El blues del psicoanalista, que hicimos el segundo semestre del 2011 en el Cavern Club del Paseo La Plaza de la ciudad de Buenos Aires. Con su empujón, volví a la música. Me estimuló para que avanzara en distintos frentes, tanto en tocar como en escribir sobre todo esto.

A Mariana Battaglia, por el cuidado diseño de tapa y del libro. A Andrés Carpintero, por sus ideas para facilitar la experiencia musical del libro en internet.

A Julia Vallejo por el cuadro que me regaló para un cumpleaños hace un par de años. Ni bien lo vi supe que sería la tapa de este libro.

A Aníbal Rodolico, por las fotografías.

A Guillermo Romero, mi maestro de piano, por lo que me transmitió sobre la improvisación y por nuestros ricos diálogos.

A Mario Hernández, por invitarme para ser columnista musical de su programa “Fe de Erratas” de FM La Boca desde 2012. A mi compañero del programa Matías Eskenazy. Cada miércoles ese espacio me permitió pensar algunas de las cuestiones que sin saberlo llegaron al libro.

A varias personas les agradezco por compartir encuentros musicales, improvisaciones, libros, recitales, charlas y datos que fueron aportando de distinto modo: Hernán Bronstein, Pablo Cabrera, Javier Sánchez, Rafael Fernández Durán, Juan Duarte, Mauro Lassos y Mariana Casullo.

A David Liberman, quien a mis 18 años me recomendó que nunca dejara la música aunque me convirtiera en psicoanalista.

A mi hermano Diego, con quien descubrimos la música desde muy chicos adentrándonos en el piano y otras latitudes musicales. Mucho de lo que significa la música para mí al día de hoy se lo debo a las experiencias que compartimos. A nuestros padres, Naum Vainer y Sofía Bekman, por lo que propiciaron.

A mi compañera Florencia Macchioli, que alentó la gestación de este libro; y con quien amorosamente construimos un camino conjunto que a la vez es propio. A nuestros hijos Gastón y León, porque hicieron que redescubriera la música mientras ellos se internaban por primera vez en ella.

Preludios

Como Mahler acostumbraba a decir,

la parte más importante de la música no está en las notas.

Theodor Reik, Variaciones psicoanalíticas sobre un tema de Mahler

Las hipótesis que desarrolla este libro me atraviesan desde hace años. Llevó un largo tiempo poder plasmarlas. El soporte conceptual es fruto de contacto con pares, maestros, amigos, parejas y siempre músicas. No es posible escribir por fuera de la propia historia de cada uno. Se filtra por el cuerpo, se plasma y conforma el estilo propio. Más que sonidos es el modo de desarrollar ideas que tenía sin saberlo. La música es mucho más que los meros sonidos. Son cuerpos, relaciones, pasiones, encuentros, lugares, tiempos.

(1974)

Mis compañeros de primaria me contagiaron el amor a los Beatles. A los 9 años ya había comprado varios vinilos. Una tarde de sábado me dediqué a revisar los discos de mis padres. Quería saber qué escuchaban. Con una sorpresa enorme descubrí un long play de los Beatles que no conocía. En la tapa, tres barbudos y un descalzo cruzaban una calle. ¿Serían los mismos Beatles? No eran los mismos de Help. Parecían más viejos. Bajé con cuidado la púa en el primer tema. No entendía nada, pero sentía que un mundo nuevo se abrió ¿Cómo hacían para hacer un tema donde casi faltaban las guitarras eléctricas y el sonido era tan cautivante como extraño? Cada nueva canción parecía un universo distinto. En la contratapa decía Beatles y Abbey Road. Nunca pensé que mis padres podían tener algo así. En los rincones ocultos de la historia siempre hay tesoros escondidos. Sólo hay que buscarlos.

(1975)

Mi madre había estudiado piano sin tener piano propio. Cuando pudo compró uno. Un sábado -siempre pasan cosas interesantes los sábados-, lo trajeron. Subieron por la escalera un nuevo piano vertical, Karl Schulz, un nombre alemán para un piano argentino. Con mi hermano mirábamos extasiados. Quedó en el living. A la tarde cerramos todas las puertas y empezamos a jugar a cantar y tocar sin saber. ¿Sin saber? Desde entonces la música se nos convirtió en un juego. Mi hermano quería ser músico desde chico y al día de hoy inventa mundos sonoros de los cuales sigo sorprendiéndome. Cuando me preguntaron si quería estudiar piano, contesté que sí y agregué que también me serviría para escribir mejor a máquina. Sigo tocando ambos teclados.

(1976)

Intercambiar discos es un antecedente de lo que hoy es cotidiano. Uno podía grabar cassettes y esperar alguna retribución que siempre llegaba. Los buenos amigos jamás comprábamos los mismos discos. El placer del “socialismo melómano” nos lo impedía. Un solidario cooperativismo hacía que cuanto más conseguíamos, más teníamos todos. Cada uno compraba algo para la pequeña comunidad de la que formábamos parte y ampliaba los horizontes de nuestras vidas. Canjear discos implicaba entregar una posesión por algo mejor.

En unas vacaciones hablé mucho de rock con el hijo de unos amigos de mis padres. Me recomendó varios grupos que no conocía, luego en Buenos Aires quedamos en encontrarnos. Allí arreglamos intercambiar algún disco: yo le di el pretencioso doble Tales from topographic oceans de Yes a cambio de El jardín de los presentes de Invisible. Era el disco del primer recital de mi vida y el último de Invisible. Había un bandoneonista invitado a una banda de rock. No entendía mucho, pero la poesía y las armonías exudaban una belleza insólita. Recuerdo y agradezco la audacia del padre de un amigo que llevó a varios chicos de 11 años al Luna Park. Ese padre se llama Joaquín, el hijo de Enrique Pichon-Rivière. Aún me faltaban muchos años para dimensionar la iniciación que había recibido a partir del hijo del padre del psicoanálisis en la Argentina.

(1980)

A finales de los ‘70, el rock de acá se llamaba “nacional”. Para algunos, los recitales eran ceremonias de encuentros y de vida ante tanta muerte. Para entonces la oscuridad de La grasa de las capitales de Serú Girán me ayudaba a soportar mi melancolía adolescente y la sordidez de la última dictadura cívico-militar con canciones que rápidamente reflejaban la propia vida. Entonces, aparecieron los raros carteles diseñados por Renata Schussheim. Serú Girán presentaba Bicicleta. Las campañas de marketing no habían inundado todo aún, primero era el recital y luego el disco. Pocas veces salí tarareando la melodía o recordando una frase con una sola escucha. Una catarata de canciones con una escenografía con conejos, bicicletas y los cuatro vestidos con camisa blanca, pantalón y chaleco negro. Por suerte había llevado un grabador y el sábado, -siempre sábado-, me dediqué a sacar en el viejo piano un tema nuevo: Inconsciente colectivo. No lo incluyeron en el disco. Tuve que esperar dos años para poder volver a escuchar el mejor tema de esa noche.

(1981)

Expreso Imaginario fue mucho más que una revista. A quienes atravesamos la adolescencia durante la dictadura, nos dio burbujas de oxígeno mes a mes para resistir. Y también nos guío gran parte de los viajes musicales, que empezaron entonces y llegan hasta hoy. Compré muchos discos “a ciegas”, simplemente porque leía una nota apasionante. La revista era como tener un grupo de amigos mayores que te recomendaban tesoros escondidos. Mi confianza era tal que compré muchos discos sin escuchar. Aún sigo agradeciendo, porque así llegué a Jaime Roos, a Dino Saluzzi y a Egberto Gismonti. Pero los más arriesgados fueron un doble y un triple del pianista Keith Jarrett. El doble resultó ser un camino sin retorno. Al día de hoy no puedo creer que The Köln Concert haya surgido como una improvisación. Una vuelta al mundo en poco más de una hora. Al regresar todo estaba en su lugar, pero yo no era el mismo.

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