1 ...8 9 10 12 13 14 ...20 Jorge Alí Triana no es un director de actores. Tal vez su excesiva ocupación en revivir óleos históricos no le permite la flexibilidad, la gracia, el detalle con que hay que contar a un personaje en planos cinematográficos. Gustavo Angarita, por ejemplo, tenía la mirada adecuada, la interiorización, la sensibilidad para evocar la dura experiencia de Sáyago. Pero el suyo es un material crudo, sin elaboración, repetitivo. Es un actor y un personaje a los que les quedó faltando dirección. Dos personajes que se recuerdan como tridimensionales y creíbles en la primera versión, el alcalde y el viejo lisiado, han sido adjudicados a actores cubanos, quienes los han interpretado en pura rutina. De resto, el elenco es particularmente decepcionante, inexpresivo y prescindible en el mejor de los casos (Carlos Barbosa, Mónica Silva), penoso e inexplicable en los peores casos (Lina Botero se lleva el premio). Sebastián Ospina había hecho en la primera versión un papel con perspectivas muy estrechas, pero lograba hacer sentir la calidad de su odio. En la película es como una parodia. Un detalle, muy pequeño pero significativo me parece que testimonia la banalización general: en la película de televisión el retrato del viejo Moscote era, si mal no estoy, la foto auténtica de un pariente de Sebastián Ospina, su padre o su tío. La foto mostraba la fuerte afinidad y el parecido de un modo verosímil. En la película la foto es del mismo Sebastián Ospina, una pura convención sin sutileza. Y así muchas otras escenas que parecen idénticas han perdido el toque que les confería fuerza, incluso la debatida escena del perro agonizante, que aquí revela claramente la timidez recién adquirida.
Tiempo de morir es una película un poco en tierra de nadie, con ciertos elementos como la reflexión sobre machismo y violencia gratuita que se quedan a medio camino y que se sacrifican a un ritualismo estéril. Solo en un pueblo sin identidad, como lo es la ambientación sintética de esta película, puede tener lugar un duelo sintético, un enfrentamiento coreográfico tan ajeno a nuestra idiosincrasia, tan calcado en esquemas preestablecidos por el cine de consumo. Una sugerencia a las programadoras: la próxima vez que cuenten con crear una obra televisiva de importancia, realícenla en cine de 16 mm. Con ello responderán adecuadamente a las necesidades de ambos medios y no pondrán a un director en la terrible situación de volver a engendrar a un hijo ya engendrado.
El Colombiano, 31 de agosto de 1986
La mansión de Araucaima de Carlos Mayolo
Sin carne ni sangre
Las condiciones erráticas, caprichosas, injustas e ineptas con las cuales tiene que luchar el cine colombiano son conocidas. Por eso es un acontecimiento que una cinta nacional sea exhibida dentro de un esquema un poco menos salvaje, que se le dé un teatro de cierto nivel técnico y que, por lo menos una semana antes, se le conceda cierta publicidad en la prensa. Visa USA, A la salida nos vemos y otros de los difíciles esfuerzos de nuestros cinematografistas no fueron tratados así. Por eso quisiera comenzar alabando el hecho de que La mansión de Araucaima reciba un poco más de consideración y respeto.
La segunda aclaración es que, pese a que La mansión no sea una película que yo considere satisfactoria, ello no implica de ninguna manera una invitación a no verla. Todo lo contrario. Carlos Mayolo y sus colaboradores han hecho una película de nivel internacional, profesional e interesante en muchos aspectos, sin duda alguna mejor que una gran parte de los productos que corren semanalmente por los teatros, mejor incluso que películas de directores de gran renombre internacional que nos llegan ocasionalmente (ejemplo la penosa Antonieta de Carlos Saura que nos dio la televisión en estos días, los esperpentos de Almodóvar o aquel Asalto holandés que en Hollywood quisieron inmortalizar con un Óscar). Creo que hay una cierta obligación de apoyo y solidaridad con los largometrajes colombianos. Esta obligación no es la de cerrar los ojos a sus defectos sino la de enfrentarse con ellos, la de escuchar lo que nos quieren decir, la de no ignorar algo que, en fin de cuentas, ha surgido con el dinero mismo de los espectadores.
La mansión de Araucaima ha surgido, una vez más, del más paralizante de los complejos del cine latinoamericano. Frente a una literatura de acogida universal, el lenguaje en imágenes cree tener que seguir las huellas de esta, acogerse a su sombra para poder ser atendido y tomado en serio. Se dice que esta historia fue escrita para Buñuel, pero precisamente Buñuel es una de las poquísimas, si no la única figura del cine de este continente que supo siempre imponer su propio mundo por encima del pretexto de sus puntos de partida literarios.
Un crítico francés describe lacónica y precisamente lo que diferencia a una obra literaria de su adaptación al cine: Marcel Proust comienza El camino de Swan con la famosa frase: “Durante mucho tiempo me iba a la cama temprano”. El guion que adaptaría esta frase a la pantalla diría: “Interior noche. Él se acuesta”.
La literatura interiorizada, reflexiva, la que edifica con conceptos y palabras, la que juega con tiempos, la que metaforiza por encima de los límites de lo real y lo concreto, la que inventa términos y les imprime ritmo y sonoridad a las palabras tiene que conformarse con verse reducida en la pantalla a un simple sustrato argumental (cuando es posible filtrarlo) o con equivalencias inapropiadas en un lenguaje diferente.
La diferencia más esencial entre la narración de este tipo de literatura y la del cine es la perspectiva muy fuerte del autor. Al leer un libro vemos y oímos solo lo que el escritor quiere que veamos y oigamos, hay una persona interpuesta que nos está describiendo una realidad y, por tanto, puede jugar con ella, transformarla y deformarla cuanto quiera. En el cine existe también una perspectiva de autor, alguien que nos muestra y selecciona lo que debemos ver. Pero nuestro encuentro no es con sus palabras y su mente sino con la realidad misma, manipulada si se quiere, pero realidad. El espectador puede escoger, dentro de ciertos límites, si acepta o no la perspectiva del autor sobre lo que está mostrando. Vemos y oímos mucho más de lo que el autor quiere que veamos y oigamos. Un novelista no podría describir nunca todo lo que se puede ver en un encuadre de película. En la novela el encuentro es con el autor, sus prejuicios, su lenguaje, su punto de vista, en el cine la realidad no miente aún en las peores manipulaciones.
Una buena parte de la literatura contemporánea tiene su fuerza en la capacidad de manipular las palabras y jugar con ellas, es una celebración del material con que está construida. El placer, la fuerza que se pone en las palabras hace que las metáforas, las imágenes gigantescas o absurdas sean aceptables. Pero otra cosa es tener que enfrentarse a la concreción objetiva de esas imágenes. Hay personajes y situaciones que solo la lengua escrita puede hacer vivos, pero que vistos en imagen directa se gastan con facilidad. Desprovistos del lente a través del cual se miran en una novela, aparecen como puro capricho. En el cine las cosas y los seres adquieren todo el peso de la realidad y las alas de la imaginación se cortan. Hay descripciones que son mucho más sugestivas cuando se imaginan que cuando se reconstruyen de manera naturalista.
Esta, en el fondo, es la trampa en la cual Carlos Mayolo (y con él una respetable compañía de cineastas de todo el mundo) ha caído al hacer su adaptación literaria. Considero que Mayolo es uno de los pocos talentos verdaderamente interesantes y llenos de posibilidades que ha producido nuestro minusválido cine colombiano. Es hábil en lo técnico y tiene un mundo personal sugestivo, así como la capacidad de mirar lo insólito, de darles vida a sus personajes de la pantalla, de integrar experiencias colectivas regionales y nacionales. Tiene, por otra parte, varias veces lo he dicho, la tendencia a querer situarse forzosamente en géneros y formas de la historia del cine y una serie de prejuicios esquemáticos sobre el medio y su público, cierta pose pedante característica del grupo caleño en el cual se mueve y del que mejor sería que declarara su total independencia.
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