Pepe Pascual Taberner - Una bala, un final

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En 1936, aprovechando que en Londres se celebra la Convención para la No Intervención en la guerra civil española, el diplomático Charles Parker debe acercarse al nuevo jefe del Abwehr, el servicio de inteligencia alemán, en una temeraria y arriesgada misión. Al mismo tiempo, en Roma, el MI6 observa la influencia de Italia en el conflicto español, interfiriendo inesperadamente en su camino.
Reinhard Heydrich, habiendo ascendido y logrado un poder casi absoluto para el SD, no olvida el golpe que Charles asestó a la Gestapo dos años atrás, emprendiendo una caza sin límites a lo largo del eje Roma-Berlín. El hostigamiento frenético e incesante se interpondrá entre Charles y su misterioso objetivo.
Una Bala un Final, es la continuación de La Mirada del Irlandés y, una vez más, el suspense se suma a la agilidad de la trama en los convulsos años treinta

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—Pretende comunicarse con él.

—Por el momento, quiere averiguar su disponibilidad. Si en adelante hiciera falta un diálogo, Sir Thomas está dispuesto.

Charles se frotó los ojos admirando la estrategia y después se serenó.

—Sr. Rogers, recuerde que no puedo regresar a Alemania.

—Olvídese de Alemania. De todos modos, usted cambió de identidad durante la misión. Es a Odran Daley a quien busca la Gestapo, no a Charles Parker.

—Eso es una ventaja. Dígame, Sir Thomas sabía que aceptaría, ¿verdad?

Andrew sonrió mientras dejaba el vaso vacío. Dio la última calada al pitillo y, tras lanzar el humo, volvió a sonreír.

Miércoles, 22 de julio de 1936

Berlín, Alemania

El veraniego julio se resistía en el corazón de Alemania. Una borrasca ocultó el sol quince días atrás y, por segunda vez en aquella mañana, llovía.

El tren deceleró y los pasajeros se levantaron impacientes. Invadieron el andén nada más el tren se detuvo y Herbert esperó sentado a que el vagón estuviera prácticamente desalojado. Aun con pereza al ver lloviznar, se animó a salir. Cargaba una pequeña maleta de piel mientras se protegía de la lluvia con abrigo y sombrero.

Un viejo y destartalado taxi le llevó cerca de la Kochstrasse, frente a una pequeña cafetería próxima a la Whilhelmstrasse y la central del SD.

Se apresuró a entrar dejando un llamativo reguero de agua, a la vista del propietario que le ofreció un café caliente. Herbert observó rápidamente y se dirigió al fondo del local, dejando la maleta en el suelo y colgando la chaqueta ya empapada.

—Buenos días, Reinhard.

Heydrich se secó los labios con la servilleta después de un sorbo de leche y le devolvió el saludo. Con americana gruesa y camisa blanca, no alertaba del poder que ostentaba como jefe de todas las policías germanas.

—¿Has tenido buen viaje?

—He dormido casi todo el trayecto.

—¿Y cómo está Karla? Seguirá igual de hermosa, supongo.

Herbert asintió mientras le trajeron el café.

—Tengo trabajo. —Importunó Heydrich reclinándose.— ¿Qué quieres contarme?

—Es acerca de mi amigo Pietro Bassano. Verás…

Herbert lo detalló todo; sus dudas, la sospecha e incluso el cambio de humor de Don Pietro. Cuando terminó, esperaba que Heydrich se lanzara a conjeturar y, sin embargo, sonrió con bastante encanto.

—Ya son muchos años los que mi familia y la tuya se conocen. Todavía recuerdo cuando mi padre te compró el aparador. A partir de entonces, te recomendaba a quien buscaba mobiliario de calidad. Es más, Lina y yo agradecemos mucho el comedor que nos regalaste para nuestra boda.

—Es lo menos que podía hacer, Reinhard.

Entonces Heydrich borró la sonrisa y agudizó su voz.

—Me señalaste a tu mayor competidor y despejé el camino a tu negocio. —Herbert apretó los labios acongojado.— Los clientes de aquel judío son ahora tus clientes, de los que obtienes grandes beneficios. Y todo gracias a mi buen gesto.

Era el punto débil de aquella relación y no la primera vez que se lo recordaba. Dejó pasar unos segundos para que Herbert lo tuviera claro y le dijo:

—¿Sabías que Italia siempre me ha resultado interesante? Benito Mussolini, demagogo y amigo, gobierna con autoridad y protagonismo desde la histórica Roma, aunque está vigilado constantemente por el Vaticano. Este ha sido, y es, influyente en todos los gobiernos. Se inmiscuye en los asuntos de estado y curiosamente nunca es responsable de nada. —Entonces se cruzó de brazos.— Por un lado, tienes a Pietro Bassano, que trabaja en el Ministerio de Exteriores, teniendo acceso a información secreta. Y, por otro, tienes al cardenal que ha llegado hasta él de manera inesperada, surgiendo de la oscuridad. —Cogió el vaso de leche y rápidamente lo terminó de un trago.— La Iglesia; el más antiguo y envidiable servicio de inteligencia, Herbert. —Desplazó despacio el vaso con los dedos hasta el centro de la mesa.— ¿No te parece llamativo? A mí me resulta excitante.

—Sí, Reinhard.

—Mira al Conde Ciano; yerno de Mussolini y ahora Ministro de Exteriores. Tu amigo Pietro Bassano trabaja para él, de manera que el cardenal Leo Sacheri sabe muy bien qué pez ha ido a pescar.

—¿Qué quieres que haga ahora?

—Continúa así. No tengo efectivos en Italia, por el momento, salvo tú. Me interesa cualquier información que pueda beneficiarme. Así que, quiero saber qué hay entre el cardenal y Pietro Bassano. —Observó el apagado semblante de Herbert y le preguntó:— ¿Te preocupa algo?

—Quisiera pedirte un favor.

—Por supuesto.

—Pietro es amigo mío y no quisiera…

Heydrich, jactado de usar a todo el mundo bajo su propósito, se apoyó sobre la mesa y le interrumpió en voz baja.

—Descuida. No sería capaz de poner en peligro a tu fuente de información. Si es amigo tuyo, le protegeré. —Miró el reloj y enseguida se levantó.— He de marcharme. Avísame cuando regreses a Berlín y volveremos a vernos, ¿entendido? —Hizo una seña al camarero y cogió su chaqueta.— Da recuerdos a Karla de mi parte.

Heydrich salió del local dejando a Herbert al cargo de la cuenta. En silencio, recogió su chaqueta y agarró el maletín antes de salir a la calle. Seguía lloviendo con menor intensidad. Respiró pausadamente, pero sobrecogido por la actitud de Heydrich.

Como sucedía en otras ocasiones, Heydrich le recordaba su deuda convirtiéndola en una cuenta eternamente pendiente. Aun así, a Herbert le interesaba pues sabía que siempre contaría con el apoyo del cada vez más poderoso jefe del SD. Se puso el sombrero y caminó acurrucado hasta que subió a un autobús.

Había terminado su reunión en Berlín y solo tenía que llegar hasta la estación de ferrocarril para comprar un billete y regresar a Italia. Le esperaban algunos transbordos y tiempo suficiente para ordenar su estrategia.

Lo que comenzó siendo una mínima sospecha, se había convertido en una misión.

Domingo, 26 de julio de 1936

Roma, Italia

Don Pietro paso junto a las enormes Termas de Caracalla, llegó a la bifurcación y siguió por la estrecha Via di Porta Latina. El camino adoquinado logró trasladarle dos mil años atrás sin haber cambiado mucho. Alcanzó el Seminario y enseguida giró por la bocacalle hasta entrar en el patio de la Iglesia de San Giovanni. Aunque había caminado por la vía anteriormente, jamás se decidió a entrar en la pequeña iglesia.

Una mujer, acompañada de otra más joven, se cruzó con él y al instante salió una docena de feligreses. Pensó que la misa había finalizado y cruzó el recinto admirando la anticuada fachada, próxima al pozo milenario, hasta pasar bajo la arcada de ladrillo.

En cuanto entró en el templo, apenas cuatro personas oraban todavía. Con un vistazo rápido, recordó las palabras del cardenal. Tan solo había un confesionario, así que no se equivocaría. Miró la hora de su reloj y se arrodilló.

El cardenal abrió la ventanita.

—Buenos días.

—Eminencia, —y se anticipó sin demora— efectivamente, la comisión española llegó ayer y se reunió con el Duce y su yerno; el conde Ciano.

—¿Y bien?

—No diré nada más hasta que hablemos cara a cara. —Dijo sorprendiéndole.

—Estamos aquí para eso.

—Insisto. Hablemos en privado.

El cardenal no estuvo conforme, pero, en aquella ocasión, le interesaba ceder.

—De acuerdo. Salga al porche. Verá una puerta cerrada a la izquierda. Espere un minuto y le abriré.

Don Pietro obedeció hasta escuchar el chasquido metálico de la cerradura. Accedió a una pequeña sala junto a múltiples esculturas de madera, envejecidas y poco conservadas. El cardenal se cruzó de brazos y mostró su irritación.

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