Aquel domingo regresó a Orvieto sin haber avisado a Gabriela, quien además le recibió en el porche muy rezongada. Tussio se encargó de la maleta y Gabriela entró junto a su marido sin haberle dado un beso de bienvenida.
A Don Pietro no le fue difícil advertir su enojo y los dos subieron al dormitorio.
—¿Karla continúa en la casa?
—¿Qué está sucediendo en Roma, Pietro? —Preguntó tajante nada más cerrar la puerta.
—Tenemos mucho trabajo en el ministerio.
Mientras se quitaba la corbata, Gabriela se cruzó de brazos y le miró firme.
—Karla sigue conmigo, al menos así no estoy sola.
—¿Podrá quedarse algunos días más? He de volver a Roma.
—¿Cuándo?
—Mañana.
Gabriela esbozó una queja y se acercó.
—¿Qué está ocurriendo?
Don Pietro se quitaba la camisa a la vez que se sentaba en la cama.
—Créeme, no puedo decírtelo.
—Entiendo... No me importan los secretos de tu ministerio, pero sí los que afectan a nuestra relación.
Don Pietro se desabrochó los zapatos y la miró enseguida.
—Gabriela, no tengo secretos contigo. Estoy cansado y necesito tomar una copa para relajarme.
—¿Cuánto más va a durar esto?
—No nos enfademos, por favor. —Y se levantó para cogerle de la mano.— La inestabilidad de España nos está afectando. Ahora tenemos mucha actividad y necesito estar más tiempo en Roma.
Cabizbaja, Gabriela asumió la excusa y se apoyó en el pecho de Don Pietro. Él la abrazó quedando juntos y en silencio.
—Hablaré con Karla.
—Gracias, querida. Ahora, ve abajo. Voy a bañarme y después estaré con vosotras.
Ya en el salón, fue directa a la mesita para llenar una copa de Martini añadiendo unas gotas de ginebra. Con una cucharilla de plata, lo removió camino de la terraza. Buscó refugio en el fresco atardecer, su pelo ondeaba con la brisa y se apoyó en la barandilla con la copa en la mano. Observando las hileras de viñedos, se preocupaba por su marido.
La última ocasión que padeció así fue durante las semanas previas a la Guerra de Abisinia. Lo recordaba con consternación y esta vez esperaba equivocarse.
Karla apareció por detrás y se apoyó igualmente a su lado.
—Te conozco bien y sé que habéis discutido. Creo que estoy de más.
—No, Karla. Quiero que te quedes conmigo.
—¿Qué ha pasado?
—Vuelve a Roma. Parece que hay problemas en el gobierno.
—¿Por qué no vas con él?
Gabriela no respondió enseguida. Bebió y esperó.
—Acompañarle es lo mismo que estar aquí. Apenas estaría con él. Es mejor que me quede, puedo dar largos paseos, cuidar de mis flores...
No pudo contener la emoción y Karla le cogió de la mano.
—Me quedaré el tiempo que necesites.
—Tampoco quiero que te separes de tu marido.
—¿Bromeas? Herbert parece un diplomático; nunca está en casa. A él no le importará.
—Como quieras. —Y se abrazaron.
—Iremos juntas a Florencia, después a Siena, luego visitaremos Castiglione del Lago… Será fantástico. ¿Qué te parece?
—Nos llevará días recorrer todos esos lugares.
—Y tiempo es lo que tenemos, ¿no es cierto?
Gabriela sonrió aliviada antes de rematar el Martini. Entraron en el salón y vieron a Tussio preparar la mesa para la cena.
Lunes, 3 de agosto de 1936
Roma, Italia
Bien avanzadas las ocho, Andrew asistía a una reunión con el embajador británico. En la segunda planta, camino del despacho, se encontró por casualidad con Charles.
—Sr. Parker, espere un momento. —Se aproximó al oído y le susurró:— Espéreme en el pequeño parque de la Via Piacenza. ¿Lo conoce? —Charles asintió.— Espéreme allí. En media hora estaré con usted.
Andrew no se despidió y continuó por el pasillo hacia el despacho del embajador.
Intrigado, Charles obedeció y estuvo esperándole en el parque más de una hora bajo un sol abrasador. Dando vueltas, el sudor de la espalda le había mojado la camisa cuando, sin poder imaginarlo, vio a Andrew sentado en un banco de piedra. Tuvo un arranque de ira y caminó directamente hasta quedar junto a la estatua del Rey Carlos Alberto.
—He llegado ahora mismo, Sr. Parker. No se altere y siéntese a mi lado. —Charles notó enseguida el calor del banco.— Le pondré al corriente. En los últimos días, nuestro gobierno y el francés se han reunido varias veces para determinar cómo actuar ante la guerra en España. Y esta madrugada, en Roma, el delegado francés nos ha planteado una estrategia interesante.
—¿Puede decírmela?
—Se trata de negociar las condiciones para poner fin a la intervención extranjera en España.
—Es una excelente iniciativa.— Admiró al instante.
—Lo es, siempre que se llegue a un acuerdo y que todas las partes lo cumplan. —Andrew entrecruzó las manos sobre sus piernas.— Hace pocos días, Italia envió en secreto un contingente de aviones para trasladar a las tropas sublevadas desde Melilla hasta la Península. Por sorpresa, algunas aeronaves aterrizaron donde no debieron; en territorio francés, en el norte de África. Inmediatamente, Francia ha reaccionado y ha intervenido a favor de la República.
—Así que la torpeza italiana fuerza la ayuda internacional.
—Más o menos. —Bromeó.— Entre otras consecuencias, esto puede llevarnos a un conflicto de mayor escala, sin quererlo.
Andrew encendió un cigarrillo y la nicotina le ayudó a continuar.
—Como ve, nosotros no podemos controlar la inercia de la política internacional. Sin embargo, sí que somos capaces de abrir una discreta vía de comunicación, dejándola dispuesta en caso de necesitarla. Tenemos, mejor dicho, tiene que llegar a Canaris, Sr. Parker. —Y Andrew fumó intensamente ante la mirada impotente de Charles.— Esa vía que Sir Thomas quiere abrir por mediación de usted será desconocida para todo el mundo. ¿Comprende?
—Eso si consigo llegar hasta Canaris y si este acepta.
—No será fácil, Sr. Parker.
—Todavía no sé cómo voy a lograrlo aquí en Roma.
Andrew rio y comenzó a toser inesperadamente.
—Debería fumar con menos ansiedad.
—Ocúpese de sus vicios. —Le respondió con dificultad.— Y, volviendo a su preocupación, sepa que saldrá de Italia por una temporada.
—¿A qué diablos se refiere?
—Irá a Inglaterra, a Dover, concretamente. Le he reservado un compartimento en un tren al que subirá mañana. Irá hasta Milán donde cambiará a otro que le trasladará a París. Allí subirá a un avión con rumbo a Londres. A su llegada al aeropuerto de Heathrow le estará esperando alguien de la confianza de Sir Thomas.
—¿Qué he de hacer en Dover?
—Eso se lo contará el viejo.
Charles se levantó incómodo y se alisó el pantalón.
—Por un lado, estoy animado con esta misión, pero, por otro, tengo tantas incógnitas y temores que no sé por qué sigo adelante.
—Cada cosa a su tiempo, Sr. Parker. Si le sirve de consuelo, le necesito en Roma. Ahora Sir Thomas le ha reclamado y él le explicará con qué propósito. Pero regrese entero, por favor.
—¿Qué ocurriría si Canaris se reuniera con Mario Roatta mientras estoy fuera?
—Sería un contratiempo que tendríamos que recuperar.
—Ya veo…
Andrew se levantó y lanzó la colilla al suelo. Lanzó el humo con fuerza y le dio un golpecito en la espalda a Charles antes de alejarse.
—¡Otra cosa más, Sr. Parker! Lleve ropa elegante, imagino que sabrá elegir bien sus trajes. Que tenga buen viaje.
Charles le vio alejarse con su vulgar caminar. Se marchó del parque y sintió incertidumbre por su futuro. Una sensación que le apretó el estómago. Una vez más, la trayectoria inicial cambiaba de rumbo conforme avanzaba la misión.
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