Juan Villoro - El apocalipsis

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Un guía turístico de Chichén Itzá da una conferencia sobre la teoría maya del fin del mundo para impresionar a una mujer y traicionar de paso todo en lo que ha creído. Tras una caminata iniciática por la ciudad, una niña empieza a sospechar que su papá convive con una familia alternativa en el mundo de los muertos. Un hombre que se dedica a la estadística tiene un tórrido romance con una desconocida que miente cuando está excitada.Personajes que delatan su clandestinidad estando en su propio país; que miran hundirse el terruño desde la cómoda nostalgia del exilio; que cruzan una y otra vez sus fronteras sólo para mirar con ojos frescos el derrumbe de siempre. Los cuentos de
Apocalipsis (todo incluido) avanzan con soltura por caminos cuesta arriba: dudosas herencias familiares, arrestos que derivan en partidos de futbol llanero, amigos de toda la vida que funcionan como el mejor de los enemigos; pero también remontan corrientes traicioneras: la necesidad de reinventarse en medio de cada crisis, de sobrevivir a las batallas que se pierden por goliza.Con precisión y enorme sentido del humor Villoro retrata a ciudadanos empeñados en ignora su desgracia, ya sea por sobrevivencia o por deporte, pero también porque esperan que cuando el mundo se resquebraje en mil pedazos, les toque algo mejor.

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Ramón pareció sacrificarse en favor de su primo, pero el destino de los bienes raíces fue tan inesperado como el de los países donde vivían. La mansión de Mina se convirtió en una carga fiscal hasta ser expropiada por el gobierno del D.F., que pagó una indemnización simbólica. En cambio, los terrenos en las cercanías de Madrid subieron de precio con la instalación del parque temático de la Warner. La casa con corral se había transformado en el frenético hogar de los dibujos animados.

Ramón había elegido bien el sitio del reencuentro, otro parque temático, un bosque regulado, algo más que un doméstico jardín, algo menos que la maleza donde él se perdió a los doce años.

Su primo luchó contra el viento para encender otro cigarro. Luego tarareó una estúpida canción de su infancia que resultaba entrañable a la distancia: “La vida es una tómbola”.

–Las cosas cambian. ¿Quién iba a sospechar que habría millonarios rusos? –sonrió Ramón.

En su infancia, España, como el Kremlin, era lo que no cambiaba. Ahora los millonarios rusos y los atletas españoles se habían vuelto imparables.

Julio seguía siendo alérgico a la catarsis, la franqueza suicida, las verdades cara a cara; sin embargo (o por eso mismo), padeció dos divorcios (sin hijos, por fortuna), pero desde hacía dos años había encontrado una serena pasión gracias a su noviazgo (de algún modo había que llamarlo) con Carmen, diez años menor que él, venturosamente ajena al exilio español, divorciada, con dos hijas de una cordialidad casi agraviante (hacían pensar en lo distintas que serían de haber crecido con él). Carmen disponía de una sólida pensión del ex marido o dinero propio (averiguarlo en detalle sería de mal gusto y quizá catártico) y se dedicaba, con la desaprensión de quien ejerce un pasatiempo, a enseñar literatura comparada.

En los fines de semana que pasaban en la casa que Carmen tenía en Yautepec, Julio coleccionaba atardeceres en su cámara digital y pintaba criaturas de la noche, murciélagos con alas de nervaduras psicodélicas. Carmen se había propuesto rescatarlo de su monomanía por la ciencia ficción. No lograba que él leyera otros libros, pero le proporcionaba citas que no podía ignorar.

Cuando Julio recibió la invitación al Auto Show en Madrid, Carmen le leyó un pasaje de Henry James: un exiliado regresa a Estados Unidos, contrasta la forma en que el tiempo ha tratado al viejo y al nuevo mundo, y descubre que treinta y tres años son suficientes para recibir una sorpresa. Era el lapso que él llevaba sin ver a su primo.

Le habló a Ramón días antes de partir. “Treinta y tres años”, pensó después.

Una sorpresa merecida.

–¿Sabes algo de Mariana? –preguntó finalmente Julio.

–Nada. ¿Por qué? –Ramón lo miró extrañado.

–Te partieron la madre por ella. Es una razón para recordarla.

–No me partieron la madre por ella, me la partieron por ti –Ramón aspiró el humo con calma.

¿Siempre lo había sabido? ¿La sorpresa pronosticada por Carmen consistía en tener que pedir disculpas treinta y tres años después?

Julio dijo lo primero que se le ocurrió:

–No me atreví a ir al hospital. Odio la sangre.

Recordó aquel partido sin Ramón, cuando quiso defender al primo que idolatraba (quizá sólo en ese momento supo que lo idolatraba). Los gemelos mágicos tenían una diferencia, el que abre primero los ojos domina siempre. Julio lo entendió entonces, al gritar en su única catarsis, al defender al primo que comenzaba a irse, sin saber que esos gritos harían que se alejara para siempre.

–Perdóname –dijo.

Ramón sonrió como no lo había hecho desde que pasó por él en el Ferrari.

–Dijiste eso para joderlos y los jodiste. Hiciste bien.

No era extraño que su primo hubiera aceptado con el tiempo un drama remoto. Lo extraño había sido su reacción inmediata, la falta de reproches, de curiosidad siquiera.

–¿Supiste que agarraron al Hotentote? –preguntó Ramón de golpe.

–¿Cuándo?

–Hace siglos, veinte años como mínimo. Él te salvó.

–¿Lo detuvieron por salvarme? –bromeó Julio– ¡Hay delitos peores!

Ramón veía el cielo lapislázuli en el que se cruzaban las líneas espumosas de dos aviones:

–Tal vez debimos hablar de él –hizo una pausa significativa–. ¿Debimos hablar de él?

–Dijiste que nos calláramos. Fue tu idea.

–Era un freak. Nuestros padres se iban a horrorizar. No me latió decirles que él te había sacado del bosque.

–¿Por qué lo detuvieron?

Ramón habló en tono neutro, como si ya se hubiera dicho a sí mismo esas palabras, una y otra vez, pero algo adicional e incómodo se coló ahí: el extravío de un niño, el primo que él buscaba y no sabía cómo encontrar, el gemelo al que llegó a través de un mensajero.

Para eso lo había llevado a Faunia. Para hablar del gigante.

El Hotentote había sido arrestado como violador de menores. Su rostro descomunal apareció en la portada de Casos de Alarma. El pelo que le crecía en plastas, las uñas negras, los hombros torcidos tenían la inconfundible perfección del energúmeno. Que pintara rostros con insólito detalle parecía una perversión adicional, el ultrajante refinamiento de la bestia. Su desmesura lo volvía condenable.

–Fabricaron a un culpable –opinó Julio.

Al Hotentote se le podía atribuir cualquier caso no resuelto. Una captura ejemplar, irrefutable, un perturbado incapaz de defenderse o despertar simpatía.

Un niño pasó ante ellos con una máscara de gorila. Julio entendió lo que su primo había dicho sin decir. La historia criminal encubría otra, la tarde bajo la lluvia en el bosque de los leones, la soledad de Julio y luego el reencuentro en el sendero, la intuición de Ramón de separarlo del ogro, la necesidad de que él cojeara por su cuenta hasta sus padres.

Mientras bebía un último trago de cerveza, ya tibio, comprendió la protección posterior, el cuidado con que su primo lo incluyó en todas sus actividades y vio que nada le faltara, su necesidad de compensar un error, el error de haberlo buscado por vía indirecta, con manos grandes que no eran las suyas. Julio descubrió el secreto que impulsaba a su primo: creía que el Hotentote lo había ultrajado con sus uñas asimiladas a la mugre. Por eso le perdonó cualquier cosa a partir de entonces, como si temiera lastimarlo o que él regresara voluntariamente al bosque. No le reprochó haber hablado de Mariana, ese botín hurtado al enemigo, ni haber sido el involuntario delator que ocasionó su paliza. Más tarde, cuando llegó el tema de la sucesión, la herencia final de una familia derrotada, escogió la peor parte para él, incapaz de saber que sería la mejor.

Lo más extraño era que aquel suceso inexistente –la maldad del Hotentote– volvía lógica la conducta de Julio. Su dependencia y sus vacilaciones adquirían otro peso, otro valor, si eran atribuidas a una caída, el abuso del gigante. Ramón lo tutelaba y protegía porque él necesitaba apoyo y estaba como ausente: podía ver que la leche se derramaba sin que se le ocurriera apagar la estufa; esta sencilla distracción ganaba profundidad si se asociaba con una causa grave, lo que pasó en el bosque.

Su primo lo entendió como alguien vejado; aceptó sus olvidos y debilidades. Todo venía de esa confusión esencial. Lo peculiar era que él había sido así sin la intervención del monstruo. ¿Tenía caso decirlo?

–Lo que te dijeron en el club era cierto –sonrió Ramón–. Soy puto. La palabra homosexual es excesiva para mí: la merece Oscar Wilde. Mariana era mi confidente. Me gustaba que me vieran con ella para provocar a su familia y tranquilizar a la mía.

Julio pensó en la vida compartida de la infancia, cuando uno de los dos usaba el inodoro mientras el otro se bañaba; la intimidad como un hecho sin importancia, hasta que algo se interpuso. Si Ramón lo hubiera hecho su confidente, Julio habría sido más vulnerable, pero esa no era la lógica del gemelo mágico, el que primero abre los ojos.

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