JUAN VILLORO
PALMERAS DE LA BRISA RÁPIDA
CRÓNICA
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© 2008 Juan Villoro
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Primera edición en Alianza Editorial Mexicana: 1989
Primera edición en Editorial Almadía S.C.: junio de 2009
Primera reimpresión: octubre de 2009
Segunda reimpresión: junio de 2013
Primera edición en Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.: marzo de 2016
Primera reimpresión: mayo de 2019
Segunda edición: enero de 2020
ISBN: 978-607-8667-71-0
En colaboración con el Fondo Ventura A.C.
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JUAN VILLORO
PALMERAS DE LA BRISA RÁPIDA
Almadía
A Estela Milán
A Estela Ruiz
en la primera casa
ANTESALA
“¡DETENGAN EL LABERINTO!”
Juan Ruiz llegó a Yucatán a ver por qué los yucatecos comían tanta azúcar. Trabajaba para una compañía sonorense dispuesta a hacer grandes negocios con el apetito peninsular. En Progreso conoció a una muchacha que acababa de despachar a un pretendiente “porque fumaba cigarros rusos muy apestosos”. Estela Milán pertenecía a una familia cuya buena reputación emanaba, no de sus blasones nobiliarios, como hubieran querido algunos de sus miembros, sino de sus sabrosos helados. A unos pasos de la estación del tren, la Nevería Milán ofrecía sorbetes y chufas. Durante años, la familia había probado su habilidad para confitar en frío, pero su verdadera aspiración era el bel canto. Estela Milán solía interrumpir los bailes para interpretar un aria, el codo apoyado en el hombro de su galán.
Juan Ruiz tomaba decisiones con la llana simpleza de quien es rústico y es español. Un día abrió la puerta de su choza en la sierra de León, vio la nieve en derredor, pensó en el trabajo que lo aguardaba en el corral de las ovejas y decidió irse al continente donde todas las frutas son posibles. En sus primeros años americanos “labró futuro” durmiendo en el mostrador que atendía por las mañanas. Sus penurias fueron tantas que aquel mostrador acabó por parecerle confortable. Varios años después había logrado reunir algún dinero. El salón de bailes de Progreso debió parecerle un recinto del imperio austrohúngaro y aquella muchacha que se abanicaba sin cesar, una princesa de Dalmacia (algo que ella no hubiera vacilado en aceptar). Ante Estela, sus mejores credenciales eran su acento español (en las raras ocasiones en que hablaba) y su “pinta distinguida” (una manera de decir que a pesar de su corta estatura y la calvicie incipiente, sus facciones alargadas sobresalían en los salones yucatecos donde abundaban las caritas pícnicas). Así como un día el aire helado cuajó en una insólita palabra, “América”, así supo que viviría toda su vida con Estela. Nada mejor para un prófugo del frío que una muchacha para quien la nieve era algo que sabía a guanábana.
Yo los conocí muchos años después como mis abuelos. Su matrimonio tuvo el tipo de éxito que solían tener los matrimonios de entonces: no se divorciaron y no se hablaron en los últimos veinte años.
Vivíamos en el dúplex que mi abuelo construyó en Mixcoac y que era un ejemplo de su carácter; si el arquitecto decía que las paredes debían tener medio metro de espesor, él disponía que fueran de dos metros; no había manera de convencerlo de que no estaba edificando las murallas de Campeche. Y no sólo le molestaban las paredes de medio metro. En su caso, “estar de buen humor” significaba elogiar durante dos minutos a Rojo, el caballo de su infancia, o apiadarse de su único amigo, el señor Marañón, que tenía un trapo en la cara porque le habían quitado la nariz. No le entusiasmaba nada que no fuera beber café negro en una botella de refresco o morder bolillos durísimos. En esa época era idéntico a Fernando Pessoa, cosa que, por supuesto, todos ignorábamos. Sin embargo, a diferencia del poeta, lo permanente en él no era la depresión sino el enojo. De las muchas emociones simples de que dispuso en vida, el abuelo escogió la cólera para sus últimos años.
A veces, al ver que los jugadores de futbol americano se pegan en el casco para celebrar una jugada, pienso que los coscorrones del abuelo eran crípticas felicitaciones. Como quiera que sea, nada podía impedir que pasáramos la mayor parte del tiempo en la parte inferior del dúplex, la casa de los abuelos. Ellos sí tenían televisión.
–Chíquiti pollo, chíquiti pollo –decía mi abuela, y se pellizcaba el cuello repetidas veces, cuando el 7° de caballería liberaba a “los buenos”. Ésta era su forma de decir “lero lero candelero”.
Para nosotros Yucatán era la peculiarísima forma de hablar de la abuela. Sabíamos que venía de un lugar remoto y que varios de nuestros parientes habían muerto luchando contra México. Tal vez porque el abuelo no daba otros signos de vida que un bastonazo de ocasión, su patria no parecía tan lejana.
Mi abuela tenía una amplia memoria, siempre mejorada por su imaginación. Nos contó mil veces el bombardeo de Progreso (la familia corrió hasta Chicxulub y se refugió en una casa repleta de alacranes), la llegada del cometa Halley, la visita de Madero a Yucatán: el héroe la tomó en brazos en un parque, dijo “qué bonita niña” y le plantó un beso en la mejilla (para mi abuela, la Revolución había sido obra de forajidos, pero guardó un buen recuerdo del “pobre hombre” que la besó de niña).
Lo más interesante de sus historias era que estaban llenas de misterios insolubles. Todo lo que contba de su abuelo, José Nicoli, era para demostrar que no era negro. Él había llegado de Honduras en compañía de su esclava, la futura nana de mi abuela… “Era un hombre de pelo crespo, boca amplia, algo morenito, pero no negro.”
La ignominia máxima para una mujer consistía en no ser blanca (pronunciaba con tal énfasis que se oía balanca) y la siguiente (disponía de una vastísima escala de oprobios) ser blanca y “revolcarse con un turco”.
Todos los días renovaba su decencia describiendo con lujo de detalle la indecencia de los demás. Si hubiera dicho “Fulana se fue con Mengano” jamás habría reparado en ello, pero cuando se refería a “¡ésa que se revuelca con los turcos!”, me daban ganas de conocerla. La frase tenía una innegable carga sexual y hacía pensar en amores circenses, arábigos, magníficos.
Una tía abuela mía había sido raptada (y devuelta) en su juventud… “pero no por un turco”, aclaraba mi abuela. La sangre árabe sólo le parecía recomendable para la cruza de los caballos a los que mi abuelo le apostaba los domingos.
Los apellidos de ciudades suelen señalar un origen judío sefardita y los Milán no debían ser la excepción, pero mi abuela había dado con un documento (perfectamente imaginario) que la vinculaba con Fernando VII. Vivía para ser blanca, decente y hasta santa. Cuando mi abuelo y yo regresábamos del hipódromo, nos informaba que alguien había ido a preguntar si ahí vivía la santa.
–Se conoce que están enterados –añadía, con un gesto de la más transparente vanidad.
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