Miguel Ángel Barbero Barrios - No dejes para mañana lo que puedas agradecer hoy

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En este primer libro de la colección «CLAVES DE NUESTRO TIEMPO» se desmenuza una poderosa actitud vital capaz de hacer posible lo imposible: el AGRADECIMIENTO, imprescindible para afrontar los nuevos retos que plantea nuestro mundo.

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Del mismo modo, cuando tu voz interior es la que te recuerda lo mal que haces las cosas, probablemente no le falta razón en algún punto y parta de un hecho real y objetivo. Pero si esa voz se convierte en repetitiva termina reproduciendo una gran mentira: que hagas mal algo no significa que deba empañarse todo lo bueno que eres capaz de generar ni que puedas ver el aspecto general del cuadro de tu vida que contiene muchos más brillos que sombras. Déjate de quejas inútiles hacia los demás y hacia ti y emplea provechosamente tus energías. Merece la pena observar y procurar la relación con personas positivas, que no son las que te permiten y tapan todo lo malo; son las que sabiendo cuáles son tus puntos débiles, te los hacen ver solo para superarlos y ponerlos en su justo lugar; son las que, de recordarte algo, te recuerdan el oro que llevas dentro y potencian tu ser creativo: son aquellas que orientan tus energías hacia el bien, las que te encaminan a ponerte al servicio, porque se dan cuenta de que si no sirves a los demás con tus cualidades el mundo se está perdiendo algo importante.

Salvar la proposición del otro

En castellano antiguo el santo español del siglo XVI San Ignacio de Loyola hablaba de este modo para dar consejo a sus religiosos. Les recomendaba salvar la proposición del otro . Esto significa, simplificando, pensar bien de los demás. Si no hay motivos sólidos para pensar de otro modo, de partida, debemos pensar bien de los demás. Esto es importante para evitar las quejas improductivas e innecesarias. La cantidad de conflictos inútiles que se evitarían si procediéramos de este modo es ingente. Por no salvar la proposición del otro se enconan las posturas desde el principio y se generan situaciones ridículas y baldías a partes iguales.

Por desgracia vivimos en una sociedad que nos presenta a menudo ejemplos negativos en este sentido. Un político que de partida salve la proposición de su adversario en el Debate sobre el Estado de la Nación en el Congreso de los Diputados podría ser considerado como tonto. Un tertuliano que comenzara un debate comentando las bondades de los argumentos de sus contertulianos –y que no lo haga para destruirlos acto seguido– sería algo tan innovador como poco probable. En los mismos claustros de los centros docentes, sean del nivel que sean, es muy frecuente observar diálogos poco edificantes cuando ante las opiniones de otras personas se presentan las propias como las únicas válidas y continentes de sentido. Pareciera que entender los grises y la parte de razón que tiene el otro es algo así como bajarse los pantalones , carecer de criterio. Pero, si me permites la opinión, yo creo que ocurre todo lo contrario. Solo aquellas personas que son capaces de darse cuenta de que no poseen toda la verdad y reconocen con sinceridad la parte de razón que albergan los argumentos de los demás me parece, sinceramente, que son las que tienen verdadero criterio. Curiosamente, es más difícil —por no decir imposible— encontrar a este tipo de personas en grupos de ideologías cerradas y sectarias, precisamente porque su criterio se mantiene con personalidad propia al no cegarse por la pasión, sino más bien regirse por argumentos.

Quien quiere ver algo bueno en otra persona, lo ve; y quien quiere ver algo malo, también lo ve. En ambos casos la probabilidad es abrumadora: sí o sí. Una persona que mira con buenos ojos a los demás posee un corazón limpio. Esto no significa, o no debe, que los demás puedan aprovecharse de ella. La ingenuidad no debe ir unida a la limpieza de corazón. Que alguien mire con buenos ojos a otra persona no implica que no sepa que es débil y que puede fallar, sin duda. Pero de partida, deja a sus semejantes un poso en el corazón positivo, que puede marcar la relación futura que tenga con ellos, lógicamente, a favor. En el fondo, se trata de una actitud más inteligente que ingenua y más llena de sentido que vacía de él.

Si alguien tiene queja de otra persona, lo suyo es que hable con ella en primer lugar y se lo comente, por supuesto, sin albergar enfado alguno, después de haberlo “digerido” en su caso y sin levantar la voz. Pero mejor todavía es centrar las relaciones en los aspectos positivos que se encuentran en la alteridad positiva. Lo digo, porque a veces, con la mejor de las intenciones o por mor de desahogar nuestro enfado, podemos hacer mucho daño —de todas innecesario— a otras personas por comentarles lo negativo en el momento menos adecuado. Esto bloquea las energías relacionales positivas y las transforma en negativas. De hecho, cuando emprendemos una relación basada en la salvación de la proposición del otro sobre sus aspectos positivos es más que probable que se aborden también los negativos, pero de este modo sin carga emocional negativa, lo cual libera energías hacia el bien. Así nos libramos de la queja inútil, y sin embargo, no dejamos de ser realistas y tener en cuenta las limitaciones. Por supuesto, de este modo emprendemos un camino de superación de las mismas que las sobrepasa mucho antes que yendo “a degüello” con queja y espada. Habrá casos y cosas… pero entrenarse en esta habilidad es un arte de práctica recomendable.

2. Insatisfacción permanente

La peor pobreza del siglo XXI

Mal de nuestros días. No tener suficiente. No ser suficiente. No llegar lo suficiente. No estar disfrutando de algo y querer ya lo siguiente. Desear lo que no se tiene. Aquí es importante, no obstante, realizar una distinción: una cosa es lo que denominaré —arrebatando una vez más la palabra al bueno de San Ignacio de Loyola— el Magis (“más” en latín) y otra la ambición desmedida. Mientras que el Magis nos llama a ser la mejor versión de nosotros mismos —lo cual nos insta a una exigencia personal que busca el dar siempre más, servir más, buscar la mayor gloria de Dios en la entrega a los demás, no vanagloriarse en lo realizado y ver siempre lo que a uno le falta por delante para seguir el camino del bien—, la ambición desmedida llama al vacío. Mientras que lo primero conduce a una insatisfacción que llama a despojarse de la vanagloria, lo segundo la aumenta. Los frutos de lo primero son la paz y la esperanza; los de lo segundo el desasosiego y la tristeza. Lo primero es un baúl que contiene, genera y reparte tesoros sin parar y lo segundo, un pozo sin fondo que siempre está vacío. Las dos formas de ambición llaman a la acción, pero mientras que la primera tiene como fruto la satisfacción personal constante y serena en medio de la humildad, la segunda es satisfacción efímera y convulsa en medio del egoísmo. La primera construye los nuevos deseos sobre la gratitud de lo logrado; la segunda, más bien, sobre los deseos continuos de alcanzar lo que no se tiene. La primera insatisfacción llama a la utopía; la segunda, a cosas reales y alcanzables pero que se diluyen como un azucarillo y son siempre sustituidas por otras de forma automática cuando son adquiridas. Es importante diferenciar ambos tipos de ambición. Una sirve a la bandera del servicio a los demás por encima de todo —aunque eso mismo pueda implicar ser y tener cosas— y la otra a la del ego personal por el ser o el tener como fin en sí mismos. Seamos ambiciosos, pero elijamos bien el modo en que lo somos. Seamos inteligentes y finos en el análisis. Hay mucho en juego.

Causa principal de este mal

Hecha esta importante distinción, y refiriéndome en este apartado, pues, a la ambición desmedida que nos evita disfrutar de las cosas, me atrevería a señalar su principal causa. Diría que proviene, fundamentalmente, de la falta de agradecimiento. Vivimos en una sociedad llena de estímulos que nos invitan a consumir desproporcionadamente; tanto, que no tenemos tiempo material de agradecer lo que adquirimos, espiritual o materialmente. Se trata de una disputa entre los tiempos del mercado y los tiempos del ser humano. Mientras los primeros nos instan a saltar continuamente de compra en compra, los segundos claman sosiego, espacio, rumia. Por desgracia, este mal no se limita a las clases sociales pudientes. De hecho, son las clases no afortunadas económicamente las que corren el mayor riesgo de querer imitar el nivel de consumo de las que sí lo son, cayendo así en una trampa mortal: querer y no poder. Imitar el materialismo de los materialistas. Durante mis años de trabajo en barriadas humildes he comprobado lo codiciadas que son allí las marcas que visten los chicos de la élite —que también los he visto y tratado en clase, en su barrio—. Los detestan con palabras, calificándoles como “pijos”; pero luego, se hacen rapar la cabeza dejando la forma del logo de Nike en su cogote, esa marca que visten los pijos . Ellos solo llevan la imitación que adquirieron en el mercadillo, pero no dudarán en hacer lo que sea con tal de conseguir llevar la auténtica.

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