Galardonada con el 1er Premio de Creación Literaria «Villa del Libro» 2010, en la especialidad de Novela
Edición en formato digital: junio de 2020
© 2010, Verónica Nieto
© 2020, Trampa ediciones, S. L.
Vilamarí 81, 08015 Barcelona
© 2018, Jordi Coromoinas i Julián, por el prólogo
Diseño de cubierta: Edimac
Imagen de la cubierta e interior: © 2018, Feliciano G. Zechhin
Trampa ediciones apoya la protección del copyright . Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-121677-9-5
Composición digital: Edimac
www.trampaediciones.com
Jordi Corominas
Hola, soy Jean Cocteau. No mantuve ninguna amistad con el protagonista indirecto de esta novela de Verónica Nieto, pero tras leerla he considerado oportuno inmiscuirme en estas páginas para lanzar una serie de premisas válidas para el lector.
Coincidí con Antonin en el París tan idealizado por este siglo XXI partidario hasta el ridículo de desdibujar el pasado para convertirlo en lemas o imágenes para camisetas. Yo mismo lo soy, y esto no lo dijo Moisés. Ambos compartimos determinados aspectos. Si quieren soy uno de los padres de la performance. Un día estaba en un ascensor, leí la placa del fabricante y bien, se llamaba Heurtebise y era un ángel. Al día siguiente volví a la casa de Picasso y ese nombre no figuraba más en la cuadrícula. Hay misterios que nos transportan hacia la creación. En mi caos el opio y una noche desaforada en mi manicomio propiciaron un poema dedicado a esa figura celestial. Más tarde lo interpreté. Si me buscan por la red me verán con alas.
Querido Cocteau, mejor no adelantes acontecimientos. Soy Jordi Corominas, el prologuista de La camarera de Artaud , de Verónica Nieto. Casi una centuria después de lo mencionado por mi tocayo de iniciales emprendí mi camino en solitario y al ver la poesía aburrida decidí darle una totalidad. Culminé mi proyecto hará menos de un año y bien, domino el abecedario de mis antepasados. Tanto el intruso como el hombre de Le coquille et le clergyman lo son, y los respeto por haberse sustraído de capillas y haber avanzado por libre, sin más ataduras que las de su propio cerebro.
Vuelvo a ser Cocteau. A. A. B. B. C. C. Antonin Artaud Brigitte Bardot Claudia Cardinale. Las iniciales siempre tienen un peso y confieren una musicalidad a la atmósfera. El hombre encerrado en Rodez, sometido a descargas eléctricas, fue expulsado del movimiento surrealista y por eso le tengo, si cabe, más aprecio. Cuando el dogma invade una idea artística el fracaso masca chicle a la vuelta de la esquina. Muchas veces me etiquetaron con ese sambenito. Surrealista. Bonita unión de fonemas. La quiebra de la normalidad se ejecuta durante ese instante en que el suelo se agrieta y unos pocos lo perciben. De este modo surge una necesidad casi apostólica de manifestarlo y la forma se alía con el cuerpo para transmitir una ruptura. La mía fue constante y, al emprenderse en soledad, implicó una marginación brutal, otro contacto con el desdichado poseedor de tantos dones y varias mitificaciones.
En Los lotófagos , un tour de force salvaje, terminé los versos con uno donde aludía al manicomio de la cordura. Tiene narices (por si no lo han captado vuelvo a ser Jordi) que ahora tengamos vetados tantos términos, otra pared contra la libertad. Manicomio debería decirse más. Ahora usan sanatorio mental, asilo y los locos en breve serán un anacronismo, quizá porque muchos están enfermos sin saberlo. Por ahí van un poco los tiros de esta novela desde ese doble espacio repleto de tarados, siendo más significativos los del espacio exterior, los que combaten en los campos de batalla y mueren por ideologías más absurdas que credos incomprensibles por pura pereza.
Si me embarqué en la lectura secreta de La camarera de Artaud fue por un robo a vuelapluma del manuscrito. La madre de Amélie Lévy es incapaz de comprenderla al estar insertada en la monotonía de las pautas marcadas en un insano pentagrama. Envuelta en la vorágine de la Historia, esa pesadilla de la que Joyce quería despertar, ignora el sustrato de ese edificio aislado en el culo de Francia. Muchas veces estuve cerca de Rodez, sin pisarlo. Prefería la costa cercana y jugar desde la conciencia de vivir en marcos prefijados a desbaratar apenas tuviera la oportunidad de pervertirlos.
Cocteau atina en su apreciación, pero por modestia no afirma una de las claves. El manicomio de Rodez podría ser una bocanada de orden si valoráramos los preceptos que nos gobiernan desde otras coordenadas. Amélie abandona su apellido para ser Levier y nada es casual. Levier significa palanca. El semita Lévy es una amenaza en esos cuatro largos años de ocupación. Verónica Nieto lo expresa con elegante souplesse en muchos párrafos. El más impactante, desde mi humilde opinión, irrumpe al detectar el bicho maligno de los libros, pues al capturarlo es posible impedir su carcoma, piedra fundacional hacia el abismo.
Antes, y no es baladí, la tinta se deslavaza, derramándose en el suelo macilento. Cuando eso sucede la puerta debe abrirse a nuevos lenguajes.
Artaud se asemeja a mi persona por su feroz individualidad, sin ningún ornato capitalista, y la prístina visión de un teatro, que él denominó de la crueldad, con el impacto para sorprender y desarmar al público hasta tocar sus fibras íntimas. Solo con proponerlo ya dictamina la exacta receta de la putrefacción, del malestar imperante fruto de la pasividad. Cuando no se reacciona, el desastre asoma en el horizonte y esa Segunda Guerra Mundial fue el paradigma del mismo.
En esta novela Artaud es un acicate, un doble reclamo. En primer lugar, mueve los hilos para dar a la joven Amélie otra prueba más de su sensatez. Por otro lado acciona unos mecanismos más que sagaces para impulsar la trama narrativa hacia un surrealismo considerado como exceso de realidad, independiente de tópicos demasiado manidos y por eso mismo asumidos como falsas verdades. De este modo Nieto es fiel a los conceptos esgrimidos por Artaud, adaptándolos al contexto donde transcurre su ficción, a sabiendas que desde esta impostura podría afinar más en su investigación sobre lo que pudo acaecer en esos misteriosos muros.
Jordi tiene mucha palabrería, aunque no exenta de razón. Los comportamientos de los internos en Rodez devuelven humanidad a los desesperados. Pienso en el seudo Flaubert y en el sueño del sexo cuando todo está por descubrir y el exterior requiere infinitas cuerdas para evitar un desbarajuste que, sin embargo, ya se ha producido, por eso ese manicomio es todo nuestro género a la espera de una salvación, ese «el infierno son los otros», pero los otros condenan, saben apuntar muy bien con el dedo si manejan las riendas mientras venden equilibrio y solo atizan más los fuegos del caos. En mis incursiones con el opio logré evadirme de lo real antes del íncubo hitleriano, entre otras cosas porque intuía el fin de una quimera de bienestar. Salía por las noches, mantenía la mente en blanco y solo la llené de colores cuando vi la urgencia de implicarme.
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