Verónica Nieto - La camarera de Artaud

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La locura es un cierto placer que solo el loco conoce y esto parecen saberlo bien los personajes de esta novela, que discurre entre los límites de la cordura y la locura en un sanatorio mental francés durante la época de la Ocupación nazi.
La camarera de Artaud narra un período de tiempo de la vida de Amélie Lévy, una joven de remoto origen judío que ha sido internada en un hospital psiquiátrico a causa de ciertos trastornos de personalidad. Su vida carece de estímulos hasta que, una mañana, el doctor Ferdière, director del centro, se presenta con un nuevo interno que resulta ser un importante artista de París: Antonin Artaud. Estas páginas nos recuerdan que Artaud murió aferrado a su zapato, como si en ese mínimo refugio pedestre residiera su única certeza frente a la locura o el sinsentido. De manera similar, la novela mantiene el paso y el aliento hasta la última coma, con un rigor que aquel poeta habría calificado de cruel, de no ser por la elegante compasión que despliega el relato. «Tengo pensado soplar hasta tirar abajo el edificio», son las últimas palabras (brutales, delicadas) que le dirige a Amélie, su protagonista. A semejanza del artista al que encuentra, su voz pesa sus nervios y los somete a una extraña precisión, moviéndose en el borde entre la observación histórica y la revelación íntima. Exterior e interior funcionan aquí como dos instancias irreconciliables que, sin embargo, viven contagiándose: demencia y cordura, encierro y libertad, ocupación y soberanía, memoria colectiva y secreto personal. ANDRÉS NEUMAN

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Y de esa policromía comprometida surgió Léone, el mejor poema de Cocteau, un paseo nocturno más bien onírico por la París ocupada. Jean nunca cejó en su empeño pese a estar siempre en la diana del ostracismo. Artaud lo padeció por su propia condición. Si eres peligroso lo más lógico es que te silencien. El escándalo, la doble moral tan bien plasmada en determinados tramos del relato de Nieto, deviene cuando se trata a cuerpo de rey al actor prodigioso para luego derribarlo desde la bandera de la ciencia hasta convertirlo en un pelele, pues aquello no controlable siempre luce más desprovisto de sus cualidades, amenazas a lo establecido. En esta aparente contradicción el exterior bélico y la hipócrita mansedumbre sanatorial se hermanan. Basta ir a Polonia o navegar por la red y comprobar cómo en nuestros días los adolescentes se sacan selfis al lado de las cámaras de la muerte. La literatura tiene la misión de ser sutil y decir sin hacerlo para advertir.

Y sí, la elegancia es un puntal. Esos años alemanes nos metamorfosearon a todos hasta sembrar una sospecha imperecedera. Confieso haberme excedido al hurtar vocablos de este prólogo. Simplemente quería rendir homenaje a un extraño que siempre juzgué próximo pese a nuestras mudas discrepancias.

Una vez estaba en Sevilla a punto de actuar y vi una mesa con una imagen de Artaud vestido de cura. El chico de la sala tenía ese trofeo para impactar al respetable, que posaba sus vasos en la superficie sin conferirle ningún valor. Otros hubieran prorrumpido en exclamaciones admirativas. La pasividad es un mal y en muchas ocasiones brota por el escaso interés de alimentar nuestra experiencia como un vehículo de transformación. Creo que uno de los principales méritos de esta novela de Verónica Nieto es esa, trenzar con mucho savoir faire una historia donde su Amélie transcurre ese horrendo paréntesis medio alucinada sin renunciar jamás de los jamases a la posibilidad de salir reforzada del envite.

Puede que hayas adquirido este volumen a partir de su título. Piensa en la camarera. Es sugerente, pero más aún lo es su vivencia. Recuerdo su ingreso en la institución médica, esas bragas al aire, el mechón cortado para hilvanar una peluca de múltiples cabelleras. Si lo vieras en un bar reirías o no sabrías donde meterte por mor de las circunstancias y un mal llamado manual de conducta ciudadana. El aprendizaje de Amélie nacerá en parte de esa dualidad tantas veces mentada en estos párrafos. Cuando abandone Rodez podría dialogar con el asfalto con más soltura al haberse educado en otra realidad vetada en los planos de conveniencia, sabiendo desgranar sin ambages cada matiz del planisferio para pasear con más garantías y poder afrontar lo imprevisto con brújulas superiores.

No olvidemos otros factores que convierten esta novela, en esta época donde el género muere como casi siempre, en un rara avis in terram . En primer lugar, nos engancha, divirtiéndonos mientras llena nuestra mente de contenidos. Nadie podrá reprocharle eso de No pasa nada. Suceden cosas y estas nos derivan hacia alambres más bien espinosos, desde el antisemitismo hasta saber qué valoramos como normal, ese término odioso por ser una imposición y un infecto grial de comportamiento, que aquí reluce desde este sentido por el desmorone del planeta entre bombas, holocaustos y miedos más allá del mismo miedo.

Diría mucho, y sin embargo es hora de cerrar el chiringuito del prologuista. Jean no volverá y Artaud tampoco, no al menos en un plano físico. Lo harán si nuestra inteligencia suma adeptos para desterrar la mediocridad. Y bien, si algo remarco de esta novela es su inteligencia aunada con su hermano inconformista. No todo está narrado y siempre puede reelaborarse lo pretérito para nutrir el presente de dichosos tembleques. Sí, de acuerdo, mi misión es loar, pero aquí las medallas son merecidas y lo averiguarás si te sumerges en el universo de una argentina que es española y habla de Francia porque habla del mundo. Enterrar la provincia y volar. Explotar los compartimentos y dejar un páramo. Llenarlo. No hay mucho más.

A Ramiro Rosa, por la amistad

Advertencia

Aunque algunos de los personajes y de las situaciones geográficas e históricas son reales, los acontecimientos que se narran responden exclusivamente al capricho de la imaginación.

Primera parte Qui suije Doù je viens Je suis Antonin Artaud et que - фото 6 Primera parte Qui suije Doù je viens Je suis Antonin Artaud et que - фото 7

Primera parte

Qui sui-je?

D’où je viens?

Je suis Antonin Artaud

et que je le dise

comme je sais le dire

immédiatement

vous verrez mon corps actuel

voler en éclats

et se ramasser

sous dix mille aspects

notories

un corps neuf

où vous ne pourrez

plus jamais

m’oublier. [1]

1

Alguien dijo que el doctor Ferdière se acercaba al patio en donde estábamos tomando el sol y poco después vimos que cruzaba la galería cubierta acompañado por un nuevo paciente a quien, al parecer, le estaba enseñando las instalaciones del asilo. Era evidente que venían de visitar la capilla y, por lo tanto, de rodear el edificio de la administración, y quién sabe si el señor director había tenido la osadía de enseñarle los pabellones de la entrada en donde descansaban los enfermos terminales que dejaban exhaustas a las enfermeras. En los pabellones de los catatónicos o de los peligrosos había una habitación de vigilancia continua que nosotros, los enfermos trabajadores, no necesitábamos, ya sabíamos cuidarnos por nosotros mismos y pocas veces nos daba por montar jaleo, pero todo eso el nuevo no podía saberlo si alguien no se lo explicaba porque desde el exterior aquellos pabellones eran idénticos a los nuestros. El sol resbalaba por los oscuros tejados para derramarse sobre las paredes pintadas de rosa pálido del mismo modo en cada uno de los pabellones, y poco después reposaba en los jardines del hospital, en los valles y colinas que nos rodeaban, en los esqueléticos árboles del invierno, en alguno de nosotros, que no lo despreciábamos, o en las gafas de Ferdière, como esa mañana de febrero. Debido a que la luz rebotaba en los cristales y nos impedía mirarlo directamente a los ojos, no tuvimos más remedio que observar sus gestos y escuchar sus risitas mientras señalaba la torre de la catedral que se divisaba a lo lejos escondida entre algunos árboles del jardín público y los edificios de Rodez, y el campo de patatas que cultivábamos nosotros mismos, hasta que llegó el momento en que, de tanto señalar, nos señaló a nosotros y cogió al recién llegado del brazo para presentárnoslo. Fred dejó de hurgarse la nariz y se limpió los dedos en el pantalón para mirarlo de arriba abajo. Pelos de fuego se frotó los ojos, utilizó su mano de visera y dejó de cantar. Algunos internos se desentendieron y disimularon su marcha siguiendo la trayectoria de las nubes pasajeras; los de la petanca, allá a lo lejos, no dudaron en continuar lanzando bolas; uno de los que estaba con nosotros se había instalado en una esquina y levantaba y bajaba los codos como una gallina clueca. El nuevo vestía un sobretodo grueso de color gris, pantalones oscuros repletos de quemaduras de cigarrillos y una bufanda de lana con la que escondía las orejas. Su rostro era delgado, se hundía a la altura de la mandíbula en donde la piel formaba pliegues fláccidos que inspeccionaba con dedos temblorosos. Parecía un espectro y olía mal. Cuando el doctor comenzó con la presentación, Natasha, la rusa, se dedicó a acariciar una columna de la galería propinando miradas lascivas a aquel señor de feo aspecto. Poco después se chocó contra Philippe que estaba sentado en el suelo. Este se levantó de un salto, arrugó las cejas y, conteniendo su furia para no asestarle un puñetazo, se limitó a escupir un improperio. Yo, en cambio, permanecí sentada en el banco de madera que estaba de espaldas a la galería cubierta y no pude dejar de mirar al señor Artaud, que a decir del doctor Ferdière, era poeta y actor, y que estaría con nosotros durante una temporada.

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