Hardt y Negri son lo suficientemente spinozistas para saber que lo “por venir” debe ser construido y, sin embargo, su fe en el poder expresivo y constituyente de la multitud frecuentemente termina en una afirmación estática que promete un reino por venir, pero que no da los medios apropiados para construirlo. Para usar una expresión sarcástica de Rancière, los dos filósofos no pueden alejarse del mantra neofranciscano que canturrea “el comunismo vendrá porque es la ley del Ser: el Ser es comunista” (Rancière 2011, 12). En Imperio la repetición de dicha afirmación ontológica aparece precisamente en los lugares donde esperamos encontrar un desarrollo concreto de lo que puede ser un acto político liberador. Por ejemplo, los autores dicen:
El único acontecimiento que estamos esperando aún es la construcción, o antes bien la insurgencia, de una organización poderosa… No podemos ofrecer ningún modelo para este acontecimiento. Solo la multitud a través de su experimentación práctica ofrecerá los modelos y determinará cuándo y cómo lo posible ha de hacerse real. (Hardt y Negri 2002, 355)
De forma que, aunque conciben la multitud como ontológica, restringen sus medios estéticos, puesto que dejan sin sustento su poder de creación, al tiempo que reducen su poder de autoorganización a un proceso de fe milagroso. Así, cuando evocan la necesidad de poseer los “medios adecuados”, tal evocación permanece vaga, y cuando la elaboran a través de estrategias estéticas específicas, ellas son casi inmediatamente descontadas. En efecto, en una parte del texto, Hardt y Negri sostienen:
Los nuevos bárbaros destruyen con violencia afirmativa y trazan nuevas sendas de vida, a través de su propia existencia material […]. Las mutaciones corporales de hoy constituyen un éxodo antropológico y representan un elemento extraordinariamente importante […] porque es allí donde empieza a aparecer la faceta positiva, constructiva, de la mutación, una mutación ontológica en acción, la invención concreta de un primer lugar nuevo en el no lugar. (Hardt y Negri 2002, 193-194)
Pero inmediatamente después afirman que tales prácticas son “débiles y ambiguas” porque siguen siendo problemas de “la forma y el orden” (Hardt y Negri 2002, 194). No tengo nada en contra de la crítica al formalismo, pero desafortunadamente estos autores tienden a suponer que todas las estrategias estéticas son formalismos, por lo que subestiman la estética en favor de la política. 1Por eso, para ellos, “la nueva política solo adquiere sustancia real cuando” desvía su “foco de la cuestión de la forma y el orden” y lo concentra “en los regímenes y prácticas de la producción” (Hardt y Negri 2002, 194). Y entienden la nueva política como el poder de éxodo de la fuerza laboral viva y el poder de la ciudadanía global implicada en ella, lo que restringe su alcance a las formas de inmaterialidad específicas de la producción en red. Dichos poderes biopolíticos operan dentro de los límites de lo que proclaman “la propia innovación y creación continua de la humanidad” (Hardt y Negri 2002, 311). Y, dado que emergen como los límites que la biopolítica le impone a la estética, son promulgados como los límites de lo posible.
Esto último da claramente cuenta de la divergencia entre el proyecto de Hardt y Negri y el de Deleuze y Guattari: en el primero, el poder virtual de la multitud solamente se torna real a través de la mediación de lo posible y la fuerza laboral viva es el “vehículo de la posibilidad” (Hardt y Negri 2002, 312). En contraste, en el segundo se distingue lo virtual de lo posible, diferencia que “trata de la existencia misma” (Deleuze 2002, 318). Razón por la cual Deleuze le objeta al concepto de lo posible su permanencia como categoría representativa “fabricada retroactivamente a imagen de lo que se le parece” (Deleuze 2002, 319). Y precisamente esa objeción puede aplicársele a la solución de Hardt y Negri que instituye a la fuerza laboral viva en vehículo de la posibilidad política, lo que conduce a que la inconmensurabilidad virtual de la multitud sea siempre anexada a la realidad política del imperio que permanece como su condición de posibilidad. De hecho, los dos autores sitúan esta condición en el corazón de sus análisis, cuando arguyen que solo a través de lo que ellos llaman “una ontología de lo posible” se tornará real la virtualidad de la multitud. Por lo tanto, según su perspectiva, la realidad de la multitud está encapsulada en sus posibilidades contraimperiales, lo que, simultáneamente, reduce la política a la reflexión del imperio –inclusive o especialmente a su resistencia– y niega a la política la gran gama de poderes ofrecida por la estética. 2Hardt y Negri rechazan la filosofía bergsoniana de Deleuze y arguyen que ella no posee suficiente “peso ontológico” sobre la realidad. Anotan:
Deleuze y Guattari descubren la productividad de la reproducción social […], pero terminan articulándola solo de un modo superficial y efímero, como un horizonte caótico, indeterminado, caracterizado por un acontecimiento inasible. (Hardt y Negri 2002, 369, nota 8)
Justamente, no deja de ser irónica esta interpretación sobre la realidad –la que ellos llaman “una respuesta pálida” a “una pregunta enorme”– cuando es en este punto en donde se queda corta su elaboración sobre los procesos políticos de creación de la multitud. Más aún, es en donde su proyecto se distancia de la inspiración de Deleuze y Guattari. Me refiero al impedimento de Hardt y Negri para elaborar un programa efectivo de transformación política que pueda operar para lo real debido a su rechazo a los experimentos estéticos de actualización de lo virtual en favor de un número reducido, pero, desde su consideración, “más real”, de posibilidades de la política. En consecuencia, Hardt y Negri llegan a un cul de sac conceptual, que en el final de Imperio pareciera no tener salida. Preguntan: “¿cuáles prácticas específicas y concretas animan este proyecto político?”. A lo que desalentadoramente responden: “Por ahora nosotros no lo podemos decir” (Hardt y Negri 2002, 320-321).
Si por las condiciones de actualización Hardt y Negri restringen los procesos estéticos a una política contraimperial, desde un principio Rancière entiende la política como un “asunto estético” que no resulta del ejercicio del poder o de la lucha por el poder sino de la configuración de un mundo particular y de una forma específica de experiencia. Tal asunción le da prioridad a una “estética de la política” similar a la esgrimida por Deleuze y Guattari, pero que Rancière desarrolla de manera muy diferente. Según el autor, el nacimiento de la estética moderna fue consecuencia de la partición de lo sensible bajo la forma de series de diferenciaciones propias de la lógica del desacuerdo, lo que, al mismo tiempo, definió el dominio moderno de la política. Así planteado, el desacuerdo no es ni estético ni político, sino un mecanismo compartido de construcción de lo común, por el cual ambas, la estética y la política, emergieron al mismo tiempo.
Quisiera acercarme a la perspectiva de Rancière sobre la “estética de la política” y presentarla como una alternativa posible frente a la politización de la estética que proclaman Hardt y Negri. Según Rancière, la estética apareció a fines del siglo XVIII como una reacción en contra de aquello que normalmente se consideraba el reino de la política, es decir, como una “metapolítica” en la que el arte se convirtió en la condición de la libertad y de la igualdad de una comunidad sensorial nueva. En sus palabras: “la fórmula clave del régimen estético del arte es que el arte es una forma autónoma de vida” (Rancière 2002, 121). Así, él no le otorga a la autonomía estética prioridad ontológica sobre la política, sino que, por el contrario, supone que esa autonomía resulta de prácticas específicas de desacuerdo de carácter histórico y discursivo. En virtud de lo anterior, la estética crea una nueva clase de experiencia de lo común –y, también, de la política–: aquella de la sensación particular del arte. Rancière aclara que dicha sensación no es consecuencia de las propiedades formales de la estética, lo que significa, según él, que el arte existe simplemente por su pertenencia a la esfera estética. Razón por la cual “la autonomía del arte es también su heteronomía” (Rancière 2004).
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