Carl Van Vechten - El tigre en la casa

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El amor que sentimos por «el tigre que come de la mano», como se ha llamado en Japón al más doméstico de los felinos, no es un fenómeno reciente. Venerado por los antiguos egipcios, compañía silenciosa de artistas y poetas, de magos y de brujas, adorado por igual en Oriente y Occidente,
en todas las épocas y las culturas el ser humano le rindió culto al gato e intentó dar cuenta de su belleza y misterio.
¿Qué los vuelve seres tan especiales? ¿Por qué nos fascinan tanto? Con enorme gracia y erudición, Carl Van Vechten explora aquí
la figura del gato en la literatura, la pintura, la música, el folclor, la religión y la historia. Se vale de su incomparable talento literario para extraer de cada cita, observación o anécdota tomada de las más diversas fuentes una nueva respuesta que demuestra por qué, como dijo Leonardo Da Vinci,
"hasta el más pequeño de los felinos es una obra maestra". Desde su aparición en 1920, El tigre en la casa no ha dejado de publicarse en inglés, aunque
nunca hasta hoy había sido traducido al castellano. Todo lo que puede decirse sobre los gatos está dicho en este libro de la manera más inteligente, divertida y hermosa.

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La cantidad de ratones que un buen gato de caza puede abatir va bastante más allá de lo probable. Lane escribe de una vez en que andaba con su gato Magpie por el establo e irrumpió una turba de ratones; Magpie saltó sobre el grupo y atrapó cuatro al mismo tiempo, dos en las mandíbulas y uno con cada pata delantera. Tamaña destreza no es rara en un buen gato ratonero. Por eso todas las carnicerías y verdulerías, tiendas mayoristas y pequeños comercios, y todos los dueños de papelerías y restaurantes deben tener uno o más gatos. En algunos almacenes tienen uno en la bodega y otro en la tienda. Ya he mencionado a los gatos de frigoríficos. También destruye un gran número de insectos, moscas, cucarachas, saltamontes y mosquitos. Durante la última guerra el gobierno inglés reclutó quinientos mil gatos y a algunos los envió a la mar, a probar los submarinos, y el resto a las trincheras. Salvaron muchas vidas advirtiendo de la aproximación de una nube de gas mucho antes de que cualquier soldado pudiera olerla, e hicieron un buen trabajo librando los fosos de ratas y ratones; probablemente sirvieron también de mascotas a muchos soldados de infantería.

El gato y la mangosta son los únicos animales que no les temen a las serpientes, y pueden enfrentarse con éxito incluso con las variedades más venenosas. J.R. Rengger, que ha escrito sobre los mamíferos del Paraguay, declara que más de una vez ha visto gatos perseguir y matar víboras, incluso serpientes cascabel, en las llanuras arenosas y desprovistas de hierba de esa tierra. “Con su extraordinaria habilidad –escribe– golpean a la culebra con la pata delantera y al mismo tiempo evitan que salte. Si la serpiente se enrosca, no la atacan directamente sino que dan vueltas a su alrededor hasta que se cansa de girar la cabeza vigilando al enemigo; entonces le asestan otro golpe y, si la serpiente comienza a huir, se apoderan de su cola como si fueran a jugar con ella. En virtud de este ataque sin pausa destruyen a su enemigo en menos de una hora; pero nunca comerán de su carne”.

Se ha hecho ficción de este asunto, pero, cuando escribió la siguiente descripción, G.H. Powell sin duda se refería a algo que había observado: “Bien, cuando la dríada, curvada en una S mayúscula, temblorosa y siseante, avanzó por última vez al ataque a través del borde del sofá donde me encuentro, la erecta cabeza de Stoffles desapareció con una celeridad de malabarista que le habría dislocado la clavícula a cualquier otro animal de la creación. De un empeño tan excesivo como ese la serpiente se recuperó con evidente esfuerzo, rápido, sin duda, pero ni de cerca lo suficientemente rápido. Antes de que yo pudiera darme cuenta de que había errado el objetivo, Stoffles saltó como un resorte

liberado y, enterrándole ocho o diez garras en la nuca a su enemiga, la clavó contra el rígido cojín del sofá. La cola del reptil agonizante se irguió violentamente en el aire y golpeó la arqueada espalda de mi tigresa imperturbable. Con calma, Stoffles acercó su bigotudo hocico al cuello de la dríada azul e hincó los dientes una, dos, tres veces, como el gancho y la aguja de una máquina de coser, y cuando, tras una larga deliberación, la soltó, la bestia cayó hecha un nudo fláccido en el suelo”.

Moncrif habla de este especial talento de los gatos. Dice que en la isla de Chipre hay un promontorio conocido como Cabo Gata, infestado de serpientes blanquinegras. Antiguamente había un monasterio allí, y los gatos de los monjes se la pasaban en grande cazando víboras. Sin embargo, cuando sonaba la campana volvían al monasterio a buscar sus platos de comida.

El médico y teniente coronel A. Buchanan está convencido de que la causa de las plagas en la India son las ratas, y que podrían prevenirse si los nativos se acostumbraran a tener gatos. 16En un artículo en el British American Journal mostró estadísticas que parecen probar que las aldeas donde había gatos en cada casa se salvaban de la epidemia del cólera.

En el siglo xvi, un alemán, un tal Cristóbal, de Habsburgo, ideó un plan militar que consistía en atar botes con gases venenosos a la espalda de una cantidad de gatos que luego diseminarían en el campo de batalla. Este joven era oficial de artillería y presentó su estrategia al Concejo de los Veintiuno en Estrasburgo, que no aprobó su uso por verle dificultades prácticas. El dibujo original sigue guardado en la gran biblioteca de la ciudad. Hay otra historia, sin duda apócrifa, que cuenta que en cierta guerra los persas presentaron batalla a los egipcios con gatitos en los brazos: los egipcios se dieron a la fuga para no dañar al animal sagrado.

A veces los gatos traen conejos para sus amos. Pero han cumplido tareas más extrañas también. Un médico me contó de una dama a la que no le bajaba la leche después del parto de una hija. Él le aconsejó que pusiera un animalito en el pezón para estimularlo. Sucedió que la gata de la familia había tenido crías esa misma noche, y así un diminuto mamífero fue sustituido por otro con éxito. La hija y la gatita, por lo tanto, se criaron como soeurs de lait. Al crecer, esta gata adquirió la bonita costumbre de encender el árbol navideño presionando un botón con la pata. Vivió hasta la inusual edad de veintiocho años, y cuando enfermó de cáncer el médico la vendó y la cuidó hasta la víspera de su última Navidad: la gata encendió una vez más el árbol navideño e inmediatamente después se le aplicó cloroformo para terminar con sus sufrimientos.

Sin embargo, a mí me parece que mientras más inútil es el gato tanto más se ha ganado el derecho a la compañía. Hay demasiadas personas “tratando de ser útiles” en este mundo sin la competencia añadida de los gatos. Y aquellos que más se preocupan por el gato nunca piensan en él como un funcionario público de la caza. Un colaborador de The Nation lo dice: “Respetar al gato es el comienzo del sentido estético. En una fase de la cultura en que la utilidad gobierna todos los dictámenes, la humanidad prefiere al perro”. Y continúa:

Para la mente cultivada, el gato tiene el encanto de la exhaustividad, la satisfacción que hace de un soneto algo mejor que una epopeya (…) Los antiguos representaban la eternidad como una serpiente mordiéndose la cola. Ya surgirá el filósofo que concebirá lo Absoluto como un gato gigante y satisfecho de sí mismo en su confortable redondez, que no deja de ronronear mientras abraza su propia perfección y profiere esa frase de Edmund Spenser acerca del cosmos: “Se amaba a sí mismo porque era bueno hacerlo”. Un gato que parpadea a medianoche entre nuestros papeles y libros declara con mayor elocuencia que cualquier calavera la vanidad del conocimiento y la inutilidad del esfuerzo. El gato disfruta la marcha de las estaciones, gira en el espacio con las estrellas y comparte en su quietismo el inevitable devenir del universo. Nosotros, con todos nuestros apuros y carreras, ¿podemos hacer más?

Un distinguido académico de Oxford dijo creer que las personas admiraban a los gatos o a los perros según si eran de naturaleza platónica o aristotélica. “El visionario elige un gato; el hombre concreto, un perro. Hamlet debe de haber tenido un gato. Los platónicos, amantes de los gatos, son marineros, pintores, poetas y pillos carteristas. Los aristotélicos, amantes de los perros, suelen ser soldados, futbolistas o ladrones de casas”. Dice Champfleury que “las naturalezas refinadas y delicadas comprenden al gato. Las mujeres, los poetas y los artistas los tienen en gran estima, pues reconocen la exquisita delicadeza de su sistema nervioso; solo las naturalezas toscas fracasan en apreciar su distinción natural”.

Madame Delphine Gay habla del hombre de índole gatuna: “Al hombre gatuno no se lo puede engañar con ningún truco. No tiene las cualidades del hombre perruno pero disfruta de todas las ventajas que vienen aparejadas a esas cualidades. Es egoísta, malagradecido, tacaño, codicioso, sofisticado, persuasivo, astuto, y dotado de gran inteligencia y poder de fascinación. De un modo refinado adivina lo que no sabe, entiende lo que se le oculta. A esta raza pertenecen los grandes diplomáticos, los galanes exitosos, y en realidad todos los hombres que las mujeres consideran pérfidos”.

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