José Montero - El tambor africano

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Ya sabemos lo que pasa a veces con el que actúa distinto al grupo en la escuela: es víctima de burlas, de insultos e incluso de agresiones físicas. Palo no puede huir de la brutal agresión a la que lo someten Facu, el líder de la división, y sus seguidores. Incapaz de resolver la situación de bullying en que ha caído, se encierra en los ritmos ancestrales de la música. En la casa de Ciro, su profesor de percusión, Palo encuentra dos tambores africanos. Ciertas lecturas le indican que esos instrumentos sagrados poseen la capacidad de causar daño a los enemigos. Y su deseo de venganza es tan fuerte que, a pesar del miedo, no duda en ir al cementerio para conseguir huesos humanos y ejecutar un ritual que solo puede terminar de una manera: La peor.

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Por eso, el día que Ciro le pidió que fuera al living (más allá de la frontera imaginaria) a buscar un bongó, Palo sintió que el maestro le estaba dando una demostración de confianza.

A la vez, acceder al living le permitió descubrir que la casa era mucho más grande de lo que imaginaba. Había un segundo patio, y después habitaciones, y allá, en el fondo, otro patio más y un galpón donde, por una puerta entreabierta, se adivinaban dos tambores completamente distintos de los que él conocía.

Parecían tambores africanos.

Ciro solo se explayaba cuando tenía ganas de hablar sobre los orígenes del tambor.

—Es el instrumento más antiguo de la humanidad –decía con aire místico–. Cuando suena un tambor, algo en el inconsciente nos lleva a tiempos remotos, al África negra. En cada hombre y en cada mujer hay un tambor, que es nuestro corazón. Esos latidos nos hermanan en una comunidad milenaria.

También hablaba de la piel, que era el primer lugar del cuerpo donde, decía, resonaba la percusión, porque –antes incluso de la invención del tambor– las formas originarias de música consistían en batir las palmas o golpear con ellas el pecho o los muslos.

Justamente por eso, cuando Palo tenía dificultades para ejecutar un ritmo con la “mano boba” (en su caso, la izquierda, porque era diestro), Ciro le hacía tocar primero dando palmadas en el cuerpo, y recién después pasar al tambor.

De este modo, Palo podía incorporar el ritmo más rápido. Así que algo de cierto tenía que haber en la importancia que Ciro le asignaba a la piel.

Pero había otras pieles a tener en cuenta, y eran las que se utilizaban para fabricar las membranas de los tambores.

—En África –sostuvo un día Ciro– se usa mucha piel de antílope, pero también de gacela, de búfalo, de elefante, hasta de serpiente y de lagarto. Aún hoy, en algunas tribus, es normal que sobre la madera del tambor, en el lado interno, se derrame sangre del animal que va a usarse para el parche. Es una forma de “alimentar” el tambor.

Casi instintivamente, Palo dio vuelta el instrumento que tenía a mano y miró en su interior.

—No –dijo Ciro y largó una mueca, lo más parecido a una sonrisa que podía permitirse–. Muchos de los tambores que ves acá los fabriqué yo con cuero de vaca que compré en una curtiembre. Al animal no lo vi ni en fotos. Otros tienen piel sintética.

—Pero hay algunos que te regalaron o que trajiste de viajes.

—Quedate tranquilo, no encontré sangre en ninguno de ellos.

—¿Estuviste en África? –preguntó Palo.

Ciro hizo un movimiento raro con los ojos antes de contestar.

—Ojalá. No. Nunca.

—¿Y tenés algún tambor africano?

—Son difíciles de conseguir. Muy caros –dijo Ciro negando con la cabeza y mostrando fastidio; ya era demasiada conversación para él.

Palo sabía que estaba caminando sobre la cuerda floja. Se exponía a un reto si seguía haciendo preguntas. Igual se jugó y dijo:

—Me gustaría leer sobre tambores africanos. ¿Tenés algo que puedas prestarme?

Ciro no respondió. Dio media vuelta y se fue hacia el fondo de la casa. Al cabo de un rato, volvió con un libro y se lo extendió.

—Cuidalo –le dijo.

3.

El libro se llamaba, sencillamente, El tambor africano, y Palo empezó a leerlo con entusiasmo, convencido de que accedería a algunos secretos acerca del instrumento que tanto le gustaba.

Sin embargo, pronto se decepcionó. El libro era aburridísimo. Un auténtico bodrio. Básicamente, recopilaba textos de viajeros europeos que recorrieron el África negra a lo largo de los siglos.

Tenía descripciones técnicas y dibujos en blanco y negro de cientos de tambores. A decir verdad, había apenas un puñado de modelos básicos, pero el libro se detenía en explicar los pequeños detalles (a veces insignificantes) que diferenciaban el instrumento de una comarca a la otra.

Entre tantas ilustraciones, a Palo le llamó la atención un tipo de tambor al que llamaban jembé, que se destacaba por su forma de copa o de reloj de arena y estaba presente en numerosas tribus.

Por un momento le pareció que los tambores que había visto en el galpón, al fondo de la casa de Ciro, pertenecían a la categoría del jembé, pero no podía asegurarlo porque los había divisado de lejos.

El descubrimiento de esta coincidencia no sirvió para mejorar la lectura. El libro seguía siendo tedioso y Palo tuvo que hacer un gran esfuerzo para terminar las doscientas páginas. Estaba tan determinado a obtener algún dato útil que revisó hasta la última hoja, y así encontró un aviso del editor que anticipaba la próxima salida del tomo dos de la obra, con un temario que incluía “rituales con tambores”, “tambores que se alimentan de sangre”, “tambores de piel humana” y “tambores fabricados con calaveras”.

Palo abrió grandes los ojos y su aburrimiento se transformó en desesperación por leer la continuación del libro.

Lo primero que hizo Palo, cuando llegó a la siguiente clase con Ciro, fue devolverle el libro y preguntarle si podía prestarle el segundo tomo.

Ante este pedido, Ciro mantuvo silencio e hizo una seña para que Palo lo siguiera.

El alumno obedeció y se encontró, de pronto, adentrándose más y más en los sectores restringidos de la casa, hasta llegar al último patio, donde había una fogata.

Cuando pudo sacar los ojos del fuego –que lo atraía con su magia–, Palo miró hacia el galpón donde, intuía, estaban los tambores africanos que Ciro negaba poseer.

La puerta del galpón estaba cerrada con un candado antiguo, negro, y la única ventana tenía una cortina, de modo que no podía verse nada del interior.

—Siempre te hablo de cómo templar los tambores –dijo de repente el maestro–, pero nunca lo hacemos por falta de tiempo. Hoy vamos a templarlos.

Ciro fue acercando la boca de algunos tambores a la fogata, para que el calor penetrara en su interior. Palo lo imitó e hizo lo propio con otros instrumentos.

Minutos después, Ciro invirtió los tambores y colocó los parches más cerca del fuego. Palo comprendió que el calor secaba la madera y hacía que los cueros se tensaran más.

Luego, a medida que las llamas se fueron extinguiendo, maestro y alumno tocaron los diferentes tambores y comprobaron cómo los sonidos habían cambiado sutilmente a raíz del templado.

Se concentraron tanto en la música que se quedaron tocando después de hora. Ciro le dijo a Palo que ya era tarde, que por esta vez no hacía falta que se quedara a limpiar.

El poder del fuego y el retumbar de los tambores, sumados a la alegría de no tener que trabajar, hicieron que Palo casi se olvidara de lo que, para él, era lo más importante. Pero al final, ya en la puerta de calle, se acordó.

—El tomo dos del libro, ¿me lo prestás? –preguntó.

—No lo tengo. Nunca pude conseguirlo –fue la respuesta de Ciro.

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